Columnas
de Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de agosto de 2005
[Se incluyen en orden inverso al de su publicación.
Para fechas anteriores, ve al final de esta página]
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Derechos históricos |
JAVIER ORTIZ La fórmula tomó carta de naturaleza con la Constitución Española de 1978. Durante los debates que la precedieron, y ante la imposibilidad de lograr un reconocimiento expreso del derecho de autodeterminación del pueblo vasco, los diputados del PNV reclamaron -y lograron- que la mayoría de las Cortes aceptara que la Constitución hiciera explícita mención de su «respeto» por «los derechos históricos de los territorios forales». De ese modo, el Estado español reconoció que los territorios de Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y Navarra gozan de derechos anteriores al acto constituyente de 1978. Quedó así establecido que la actual Constitución española no es fuente exclusiva de derechos; que ella misma debe respetar otros que le son previos. Primaron en aquel caso tanto el fuero como el huevo. Al
obtener el reconocimiento constitucional de los llamados «derechos
históricos», los nacionalistas vascos consiguieron también que el Estado
español aceptara que no sólo Navarra y Álava, sino también Guipúzcoa y
Vizcaya («las provincias traidoras», según la terminología franquista),
tuvieran un régimen tributario propio. Los líderes de CiU consideraron entonces atávico, e incluso
absurdo, el empeño de los nacionalistas vascos por contar con su Hacienda
particular. Les decían: «¿Para qué queréis recaudar vosotros? ¡Que lo haga
Madrid! ¡La gente coge manía a quien le cobra los impuestos!». Pero los
dirigentes del PNV lo veían de otro modo. Estaban convencidos de que quien
controla el dinero controla el poder. Que tanto mayor es la parte de los
presupuestos que se administra, tanto más se pinta, por mucho que luego haya
que contribuir a las arcas del Estado -al gasto común- con la parte que
corresponda. Ahora, algunos nacionalistas catalanes quieren que la
Generalitat cuente también con una Hacienda propia, semejante a la vasco
navarra, y apelan a los «derechos históricos» de Cataluña. No comparto su
planteamiento. El pueblo de Cataluña tiene derecho a tomar las riendas de su
propio destino no porque el Conde Duque de Olivares hiciera esto, ni porque
Felipe V lo otro, sino porque ése es un derecho que tienen todos los pueblos,
sea cual sea su pasado. Cataluña es un precipitado
histórico, sin duda. Igual que Galicia, o que Asturias, o que Andalucía, o
que Canarias. Pero sus derechos no se derivan de la Historia, sino de la
existencia actual de un pueblo que tiene conciencia de serlo y voluntad de
actuar como tal. Yo, en su lugar, me dejaría de discutir sobre derechos
del pasado y me centraría en conseguir reconocimiento para el ejercicio
futuro de los derechos que confiere la realidad presente. A fin de cuentas, el porvenir es eso: lo que está por
venir. Y es lo que más importa. Es copia de la
columna publicada en El Mundo el 31
de agosto de 2005 Para
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Tener datos no es saber |
JAVIER ORTIZ Cuando se inició su intervención en Irak, no pocos dijimos que lo más probable es que sus poderosísimas Fuerzas Armadas dieran cuenta sin demasiado esfuerzo de la resistencia militar convencional del Ejército de Sadam Husein; que los verdaderos problemas le vendrían a continuación, cuando tuviera que montar en semejante escenario una estructura de poder sumisa y estable. Contábamos con la profunda división existente en la
sociedad iraquí desde los orígenes del propio Estado que la encuadra, un
Estado creado manu militari por el Imperio británico, obsesionado por impedir
que la descolonización política de ese área del mundo se tradujera en la
aparición de regímenes fuertes, capaces de poner coto al mangoneo
neocolonial. En contra de la imagen que finalmente se ha impuesto, Sadam
Husein y su partido Baaz fueron durante mucho tiempo fieles servidores de los
intereses de las grandes potencias. Cuando así fue, ningún Gobierno
occidental puso en solfa el predominio de la minoría suní sobre el conjunto
de Irak, ni los expeditivos métodos con los que el régimen baazista mantenía
sometidos a chiíes y kurdos. Sólo se acordó de ellos cuando Sadam Husein se
le puso díscolo. Apoyó entonces su insumisión, abriendo con ello la caja de
los truenos. Ahora se encuentra con que no tiene modo de unir por consenso lo
que durante tanto tiempo estuvo unido por la fuerza. ¿Cómo no previó que se
iba a topar de bruces con ese escollo? Algo semejante cabría decir de la resistencia suní, que
ensangrienta el país a diario. Era estúpido suponer que el aparato
funcionarial baazista, compuesto por varios cientos de miles de civiles y
militares, se iba a dispersar sin más problemas mientras los invasores
extranjeros hacían y deshacían a su antojo. Era estúpido suponerlo, pero hubo estúpidos que lo
supusieron. El día en el que Bush anunció el fin de la guerra, muchos dijimos
que la guerra de desgaste no había hecho más que empezar. Y así ha sido. Insisto: no es que tengamos más datos, ni que seamos más
listos. Sencillamente, no nos ciega la soberbia. No creemos que la
superioridad armada acarree la victoria siempre y en toda circunstancia.
Ellos deberían saberse muy bien esa lección desde Vietnam. Pero Vietnam no es
para ellos una experiencia de la que aprender, sino una angustiosa pesadilla
que olvidar. Con lo cual están siempre en disposición de repetirla. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 29 de agosto de 2005 Para
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Bono no dice la verdad |
JAVIER ORTIZ Sí lo es.
Se trata del mismo proceso político-militar. Que Washington consiguiera
implicar a las Naciones Unidas en esa operación, venciendo las reticencias de
Putin a cambio de dejarle las manos libres en Chechenia, no cambia en nada la
cuestión. Acaba de saberse que el Ejército norteamericano ha lanzado en Afganistán una amplia operación militar, denominada Resolución fulminante, que, según el portavoz militar estadounidense, John Siepmann, «se extenderá a todo el país» y servirá para «fortalecer la seguridad de los próximos procesos electorales». Huelga decir que Washington no ha sometido a ninguna instancia superior la propuesta de emprender esta operación. La ha lanzado, sin más. Porque lo que se hace en Afganistán es cosa suya. La ONU y la OTAN están para apoyar; no para mandar. Es igualmente falaz la pretensión de que el Ejército
español ha ido a Afganistán para «mejorar las condiciones de vida y de
seguridad del pueblo afgano». Desde que se inició la intervención extranjera
en Afganistán, han empeorado tanto las unas como las otras. Se ha
incrementado el número de los desplazados que tratan de huir a los países
vecinos, en particular a Pakistán, y la pobreza, por difícil que resultara
tal cosa, ha ido a más. Afirma el ministro español de Defensa que las tropas
españolas tienen que estar en Afganistán porque es desde allí donde parten
las iniciativas del terrorismo internacional. Es el argumento de la «guerra
preventiva», tan caro a Bush. Vuelve a falsear la realidad. Afganistán pudo
servir de base en el pasado a algunos grupos terroristas, pero no más que
Pakistán o, desde luego, que Arabia Saudí, principal patrocinadora de la rama
del islam más proclive al fanatismo religioso y a la violencia política.
Siguiendo la lógica enunciada por Bono, la «coalición internacional» debería
haber enviado sus tropas hace años a Riad para hacerse con el control de ese
país y forzarlo a realizar elecciones libres. Bono insiste: las tropas españolas están en campaña
«contra el fanatismo, el terror y la pobreza». Dejando de lado el asunto de
la pobreza -ya debatiremos otro día sobre la distribución de la riqueza allí
donde la hay-, de lo que no hay duda es de que, si de combatir el fanatismo y
la falta de libertad se trata, nada justifica que se limite el área de acción
a Afganistán. Arabia Saudí, los Emiratos Árabes, Kuwait... Habría tarea para
rato. En esa línea: ¿no se plantea lo hermoso que sería llevar
las libertades democráticas y las urnas libres a los cientos de millones de
chinos que están privados de las unas y de las otras? Es copia de la columna publicada en El Mundo el 27 de agosto de 2005 Para
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In vino veritas |
JAVIER ORTIZ Las autoridades sanitarias exhiben ese dato para advertir de los peligros que conlleva la ingesta desmadrada de alcoholes. Son indudables lo efectos nocivos que la alcoholemia
puede tener sobre la conducta humana, en muchos aspectos, pero no veo que el
informe de la OMS demuestre que hay una relación de causa-efecto entre el consumo
excesivo de bebidas alcohólicas y la violencia machista. De ser cierto que el
25% de los que agreden físicamente a mujeres lo hace borracho, lo que se
evidencia, sobre todo, es que entre los españoles machistas hay mucha
violencia reprimida. El alcohol no genera agresividad. El alcohol no genera
nada. Sólo se pone violento tras beber aquél que antes ya sentía propensión a
la violencia, pero la reprimía, por lo menos en sus expresiones más brutales.
Los latinos decían: In
vino veritas. Y tenían razón. El alcohol quita las máscaras. Deja al
desnudo al que mantiene el tipo cuando en realidad está hecho unos zorros. Y
al que presenta una imagen afable para disimular la indiferencia que siente
por quienes le rodean. Y a quien trata a su pareja guardando ciertas formas,
comiéndose las ganas de cruzarle la cara cada vez que contraría sus deseos. El alcohol desinhibe. Eso es todo. Nada más alejado de mis deseos que menospreciar los
beneficios sociales que aportan las inhibiciones. Me parece de perlas que la
gente borde -sea borde de la bordería que sea- haga un esfuerzo y se reprima.
Pero, en el caso del violento reprimido, ha de tenerse
en cuenta que, aunque reprimido, sigue siendo violento y, por lo tanto, no
sólo un peligro en potencia, sino también, muy fácilmente, en acto. Porque
cuando impide que afloren y se desfoguen sus ansias de agresión física no
acaba con ellas: las deriva por otros cauces, no necesariamente inocuos. Hay una enorme cantidad de violencia machista que no se
expresa a través de tortas, puñetazos y cuchilladas, sino de insultos,
desconsideraciones y menosprecios, que no porque rara vez desemboquen en
denuncias formales encierran menos capacidad para amargar la vida de quienes
los sufren. He conocido a lo largo de los años a bastante gente
pacífica que, por muchas copas que se trague, sigue siendo pacífica. Plasta,
pero pacífica. Y me ha tocado conocer también a no pocos de vena irascible
que, por sobrios que se mantengan, no logran nunca ser pacíficos del todo. Hay que combatir el alcoholismo. Pero tan importante
como eso -más, en realidad- es educar a los niños en la igualdad y el respeto
hacia todas las personas, sean del sexo, del color o de la nacionalidad que
sean. Para que, si alguna vez se desinhiben, no saquen a relucir un fondo
repulsivo. Brindo por ello. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 24 de agosto de 2005 Para
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Humorista de derechas |
JAVIER ORTIZ La tesis según la cual la ideología de los autores «no tiene nada que ver» con el contenido de su obra es boba como ella sola. Toda ideología es deudora de una determinada concepción del mundo. Quien percibe la realidad de una manera concreta, habla, escribe o actúa, impepinablemente, a partir de esa visión, sea o no consciente de ello. Ocurre -y ése es asunto muy otro- que luego la obra
puede tener más o menos calidad, o carecer de ella por completo, con
independencia de que su autor sea acérrimo defensor del orden establecido o
desee con furia incontenible que muera Sansón con todos los filisteos. Hay
ejemplos a puñados. Para lo primero, siempre me quedo con el de Quevedo, para
no tener que referirme a ningún vivo: insoportable en su actitud política,
genial con la pluma en ristre. Otro punto de polémica: las ideas políticas y el humor.
«La derecha no tiene sentido del humor», dicen algunos. Otra tontería. En
rigor, la gente bien cuenta con
muchos más motivos para reír que la perteneciente a la legión de los
apurados. Después de una buena comida, con café y copa, cualquiera se siente
mucho más dispuesto a imaginar situaciones divertidas y a fabricar juegos de
palabras desopilantes que tras hacer cuentas y comprobar que no le llega para
pagar el alquiler de la casa y el colegio de los niños. El maltratado por la
vida puede tener un gran sentido del humor, sin duda, pero sus condiciones de
existencia le empujan más bien hacia el humor negro (o cenizo, según los
casos) y el sarcasmo. Mihura perteneció a una generación de humoristas bien instalados
-unos desde la cuna, otros con el paso del tiempo-, capaces de mostrar con
desenfado tanto el lado más absurdo y disparatado de las situaciones como los
dobles sentidos y equívocos del lenguaje. Junto a él, Muñoz Seca, Tono, López Rubio, Neville
(republicano acomodaticio), y el desternillante Enrique Jardiel, a quien la
fortuna acabó dándole la espalda, lo que no le hizo ninguna gracia («Si
queréis los mayores elogios, moríos», llegó a escribir). Todos ellos fueron o devinieron franquistas, por vocación
o por interés. Nada más ridículo que pretender disfrazarlos ahora de
demócratas clandestinos. Lo que salva a esa generación de escritores y
dramaturgos nada dramáticos, lo que la hace interesante, es que supo mirar la
vida sin solemnidad, con ganas de burlarse de todo, incluida su propia
sombra. Lo cual favorece mucho la simpatía. En todos los sentidos de la
palabra. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 22 de agosto de 2005 Para
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Versiones oficiales |
JAVIER ORTIZ Critican, por ejemplo, mi empeño en hablar siempre de «presuntos culpables», en tanto no se haya producido una sentencia firme e inapelable que establezca la efectiva culpabilidad del acusado. «Pero, si él mismo ha reconocido su participación en los hechos, ¿qué sentido tiene que no la des por segura?», me dicen. A lo que respondo que nunca es el propio detenido, sino algún otro -responsable policial o político, por lo común-, el que asegura que el arrestado ha admitido su culpabilidad. A lo cual añado que tampoco es raro que algunos detenidos admitan ante la policía los crímenes que les imputan, aunque no los hayan cometido, con tal de librarse del «hábil interrogatorio» que estaban padeciendo. La mayoría de los ciudadanos incurre en el error de
poner límites a la capacidad de mentir de quienes ostentan el poder. La
experiencia está lejos de justificar su credulidad. Demuestra más bien todo
lo contrario: con tal de librarse de responsabilidades o de apuntarse tantos,
son capaces de decir -y lo que es peor, también de hacer- lo que sea. Hasta
lo más inicuo. La actuación del alto mando de Scotland Yard después de
que sus agentes dieran muerte al ciudadano brasileño Jean Charles de Menezes
el pasado 22 de julio avala esa afirmación, por dura que resulte. Ahora
sabemos que toda la versión que ofreció el jefe de la policía británica, Ian
Blair, fue una pura patraña. Y que además era consciente de que mentía:
intentó por todos los medios que no se llevara a cabo una investigación
independiente de lo ocurrido. En contra de lo que él afirmó para justificar
la actuación homicida de sus agentes, De Menezes no vestía un abrigo
abultado, sino una cazadora vaquera, no saltó la barrera de entrada en el
metro y no huyó de la policía. Fue detenido, inmovilizado contra el suelo y
acribillado a tiros cuando no podía -y, por lo que dijeron los testigos,
tampoco quería- ofrecer resistencia. Encaramos aquí y ahora el trágico caso del helicóptero
militar español que se estrelló el pasado martes en Afganistán. El ministro
del ramo, José Bono, ha dado diversas explicaciones para inducir a la
ciudadanía a pensar que fue un accidente. No le creo. Y con razón. Ya sabemos
de un punto en el que ha faltado a la verdad: dijo que la población autóctona
de Herat tiene una actitud amistosa hacia los soldados españoles, y no es
así. Algunos habitantes de la zona llegaron incluso a recibirlos a pedradas.
Puede que no sean simpatizantes de los talibán, sino gente que malvive del
narcocultivo. A los efectos, tanto da. Afronto este caso concreto aplicando mi planteamiento
general: mientras lo único que sepamos de lo ocurrido sea lo que nos llega a
través de la versión oficial, no sabremos nada a ciencia cierta. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 20 de agosto de 2005 Para
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Advertencias hipócritas |
JAVIER ORTIZ La puesta por las nubes del precio de la cajetilla sólo supondría un obstáculo de importancia para las personas con un nivel adquisitivo más precario. El resto rezongaría, como cuando se encarece la gasolina, pero seguiría comprando. Me pregunto si no será que la ministra, como socialista, se preocupa sobre todo por la salud de lo que el anterior jefe del Estado llamaba «nuestras clases menesterosas». No creo, de todos modos, que Salgado vaya bien
encaminada. Si su razonamiento fuera exacto, las Islas Canarias, donde las
labores de tabaco tienen precios comparativamente irrisorios, contarían con
una tasa de tabaquismo muy superior a la peninsular. Y no parece que sea el
caso. Llevo realmente mal algunas campañas propagandísticas -o
directamente publicitarias- de las que acostumbran a emprender nuestras
autoridades. La del tabaco es una. La que trata de promover la seguridad
vial, otra. La Dirección General de Tráfico realizó una predicción
de la cifra de víctimas mortales que iba a registrarse durante el pasado
puente: medio centenar, dijo. Dio en el mismo centro de la diana. Y no porque
acertara de churro, sino porque apuntó bien. Consideró un conjunto de
factores que sabía que iban a ser decisivos: el estado de las vías de
circulación, las características del parque automovilístico, las condiciones
meteorológicas previstas, la cantidad de desplazamientos -largos y cortos-
propios de estas fechas, etcétera. A partir de todo lo cual, hizo sus
cuentas. Unas cuentas en las que los llamados «fallos humanos» no figuraban
como eventualidad aleatoria, sino como dato fijo: sabe muy bien qué
porcentaje global de distracciones e imprudencias cabe esperar. Lo cual quiere decir que la DGT tiene perfecta
conciencia de la inutilidad de las campañas publicitarias que lanza apelando
a la sensatez de quienes conducen. Que las difunde con el mismo espíritu ponciopilatesco que anima a otras
autoridades a forzar la inclusión en las cajetillas de tabaco de muy severas
advertencias sobre los enormes peligros que encierra la mercancía cuyo
comercio ellas mismas avalan. Y es que la DGT es, a fin de cuentas, parte del
mismo Estado que da toda suerte de facilidades a los fabricantes de unos
automóviles que son capaces de correr a más del doble (!) de la velocidad
máxima permitida y en cuya televisión de pago -porque es de pago, vía
impuestos- se exhiben constantes reclamos publicitarios en los que conducir a
toda pastilla se presenta impúdicamente como un valor. Lanzan advertencias hipócritas. Hechas para que no se
diga. Y lo logran, porque apenas nadie dice nada, y ellos
hasta quedan bien. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 17 de agosto de 2005 Para
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¿Tolerancia cero? |
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JAVIER ORTIZ Sería muy digno de encomio si fuera verdad. Pero es falso. Imagino que Rodríguez Zapatero sabe que el Relator
Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, el jurista holandés Theo
van Boven, ha emitido diversos informes sobre España, que han sido
presentados ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. En esos informes,
realizados tras estudiar la situación sobre el terreno, Van Boven afirma que
en España la tortura no es sistemática, pero sí «más que esporádica e
incidental». De cara a corregir tal situación, el Relator Especial propuso al
Gobierno de España la adopción de un cierto número de medidas, entre las que
incluía la obligación de grabar en vídeo todos los interrogatorios de los
detenidos y el derecho de éstos a solicitar la presencia de un abogado, a
contar con un médico de su elección y a informar de su detención a una
tercera persona. Desde entonces, Van Boven ha constatado que las autoridades
españolas no dan la menor muestra de disponerse a aplicar sus
recomendaciones. Rodríguez Zapatero tiene que saber también que Amnistía
Internacional (AI) se queja año tras año de la tendencia de los gobernantes
españoles «a rechazar las denuncias sin investigarlas». AI también ha
formulado recomendaciones, muy similares a las de Van Boven. Con idéntico
resultado. Supongo que el presidente del Gobierno tampoco ignora
que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos -en sentencia referida a un caso
concreto, como es lógico- condenó al Estado español por «no llevar una
investigación exhaustiva y efectiva sobre las denuncias» de torturas y malos
tratos. Sabrá Rodríguez Zapatero también, digo yo, que el Comité
Europeo para la Prevención de la Tortura (CET) se ha expresado en términos
muy similares a los anteriores, quejándose de la «sostenida ausencia de
salvaguardas fundamentales que protejan de los malos tratos a las personas
detenidas» en España. El CET ha denunciado, además, la «inadmisible falta de
cooperación» de los gobernantes españoles con su labor, pese a tener la
obligación de facilitarla. El presidente del Gobierno tiene que estar al tanto de
todo esto, y no creo que piense que son meras fábulas urdidas por «la
anti-España». Entonces, ¿de qué tolerancia cero habla? Si realmente tuviera
la voluntad de poner coto definitivo a la tortura ordenaría que se
investiguen a fondo las denuncias y reformaría las leyes que regulan el
régimen de detención, de acuerdo con las propuestas de los organismos de
Derechos Humanos. Mientras no lo haga, mejor será que hable de tolerancia
cinco, diez o veinte. Pero no cero. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 15 de agosto de 2005 Para
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¿Es Blair laborista? |
JAVIER ORTIZ Más enjundia tiene la cosa, en cambio, si la pretensión de igualdad se ciñe a los dirigentes de los partidos que se turnan en el control del poder del Estado. En ese caso, todo depende del nivel de abstracción en el que se plantee la igualdad. Porque es cierto que esos partidos suelen coincidir en su posición ante casi todos los asuntos de mayor relevancia, que ellos mismos suelen denominar «cuestiones de Estado», reservando sus divergencias para materias de entidad menor. Hago esta precisión para aclarar que cuando sostengo que
el laborista Tony Blair es igual de derechista que muchos políticos
derechistas europeos, e incluso más que algunos, no estoy haciendo
abstracción de nada. No lo digo porque crea que «todos son iguales», ni
siquiera porque piense que todos los paladines del Estado son del estilo,
sino porque él, Blair -específica, personalmente-, rivaliza en derechismo con
sus teóricos oponentes políticos. En muchísimos terrenos. En casi todos, si
es que no en todos. Se supone que lo que debería caracterizar a un laborista
-a un socialista, en versión británica- es su preocupación por las libertades
públicas, por los avances sociales, por el papel dinamizador del Estado en la
actividad económica, por la paz mundial, por el entendimiento entre los
diversos pueblos y las diferentes culturas... Nada más alejado del comportamiento
del premier británico. En el plano económico y social, basta con recordar que
llegó a hacer tándem con José María Aznar. Es un forofo del neoliberalismo.
Se ha convertido también en el principal defensor europeo del recorte de las
libertades públicas e individuales, incluyendo iniciativas tan inauditas como
la formación de tribunales secretos, el derecho de la autoridad gubernativa a
ordenar la deportación de ciudadanos al margen de todo control judicial y la
concesión a la policía de la facultad de mantener durante meses en comisaría
a los detenidos sin necesidad de formular cargos contra ellos. Y para qué
hablar de su posición en lo referente a los problemas de la guerra y la paz,
lo mismo que de su hostilidad tardocolonial hacia la cultura islámica. A su
lado, Villepin parece un izquierdista. ¿Qué tiene que ver Blair con las señas de identidad
históricas del laborismo? Pero la cuestión más de fondo, para estas alturas, no se
refiere ya a la persona de Blair, sino al Partido Laborista, que lo tiene por
jefe. Más que dudar del laborismo de Blair, resulta obligado preguntarse
cuántos laboristas quedan entre los laboristas. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 13 de agosto de 2005 Para
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Cosas de la incompetencia |
JAVIER ORTIZ Se hundió la URSS, EEUU se quedó sin rival con el que competir, la Federación Rusa renunció a mantener ningún pulso digno de ese nombre y ambos gobiernos, cada uno a su nivel, relajaron por completo sus esfuerzos de cosmética y relaciones públicas. ¿Para qué iban a mantenerlo? Estados Unidos no tiene ya por qué convencer a nadie de los atractivos del sistema capitalista: no hay ningún otro que se presente como alternativa. En cuanto a Rusia, la mera idea de que pretendiera convencer a nadie de la superioridad de su actual sistema económico social produce risa. El resultado de la dejadez y el abandono de ambos lo
hemos visto escenificado a la perfección en el plazo de pocos días. De un
lado, EEUU y la chapuza de su Discovery, al que tuvieron que hacer bricolajes
sobre la marcha y cuyo aterrizaje hubieron de retrasar por algo tan
sorprendente y tan insólito como que hacía mal tiempo. Del otro, Rusia y su
batiscafo atrapado en el mar de Bering, rescatado -qué humillación- por un
robot submarino británico. Lo de EEUU tiene una explicación que equivale a una
denuncia: los dirigentes de Washington han desplazado una parte muy
sustancial de la vieja partida presupuestaria de la NASA para reforzar
todavía más la industria armamentista. En vez de volar ellos al espacio,
prefieren que otros vuelen por los aires. Lo de Rusia, por su parte, no es
sino otra muestra más de lo que ocurre allí con todo: los nuevos zares están
desmantelando y vendiendo por piezas los restos del Estado soviético en beneficio
de sus fortunas personales. Esa gente sólo se acuerda del Estado cuando
piensa en Chechenia. No necesitado ya de superarse el uno, imposibilitado de
superarse el otro, el mundo se desarrolla por su lado más lóbrego y cruel. ¡Quién me iba a decir a mí que acabaría echando de menos
la competencia! Me oponía a la imposición de las leyes de la libre
competencia, salvajes, implacables. Propugnaba su sustitución por normas
ponderadas, ajustadas a las necesidades sociales. Ha sucedido todo lo contrario. La competencia ha
desaparecido y su lugar ha sido ocupado en parte por la imposición, en parte
por la incompetencia. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 10 de agosto de 2005 Para
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Puede haber más Hiroshimas |
JAVIER ORTIZ Alegan quienes exculpan a Truman que el imperio japonés estaba dispuesto a resistir hasta el final y que el desembarco en el archipiélago nipón habría causado cientos de miles de bajas en el Ejército de los EEUU. Añaden que era también de temer que la URSS iniciara un ataque por el norte para tomar posesión de las islas Curiles y de bastantes territorios más. A partir de ahí, concluyen que Truman no tuvo más remedio que bombardear Hiroshima y Nagasaki, tanto para evitar un infierno a sus propios ejércitos como por razones estratégicas. Ese retrato histórico es objetable. Quienes lo
cuestionan niegan que Japón se hallara en condiciones de alargar la guerra
por mucho tiempo. Recuerdan que el emperador estaba ya sondeando con los
aliados las posibles condiciones de su rendición, cosa que Truman no
ignoraba. Señalan que, además, es dudoso que el pueblo japonés, exhausto y
harto del conflicto, hubiera opuesto seria resistencia a un ejército invasor
mucho más poderoso que el suyo. Subrayan, en fin, que existían otras
alternativas al bombardeo nuclear, fuera del desembarco masivo sin mayores
preliminares. También relativizan el supuesto «peligro ruso», apuntando que,
si tan difícil se suponía que les iba a ser a los norteamericanos la
ocupación de territorio japonés, a los soviéticos les ocurriría lo mismo, si
es que no más. La discusión tiene interés histórico, sin duda, pero no
aporta nada a la cuestión central. Al contrario: la oscurece. Da a entender
que lo acertado o erróneo del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki depende del
peso mayor o menor que tuvieran tales o cuales datos de la realidad. Y no es
así. Por muchos otros males que
evitara Truman, su decisión seguiría siendo igual de abominable. Atacar
deliberadamente a una población civil, y no digamos a tan gigantesca escala,
supone un crimen de lesa Humanidad, expresamente tipificado en todas las
leyes de la guerra. No hay, no puede haber ninguna circunstancia o coyuntura
capaz de justificar la comisión de un crimen semejante. El mero hecho de
entrar a evaluar si el crimen cometido por Truman tenía o no motivación
suficiente supone ya, en sí mismo, una aberración moral. ¿Qué sinceridad cabe esperar del «¡Nunca más!» de
aquellos que, tras clamar esa consigna, se ponen a discutir si en 1945 fue
razonable lanzar bombas atómicas sobre objetivos civiles? Si pudo ser
necesario en una ocasión, ¿por qué no en otra? Me temo que para alguna gente el bombardeo de Gernika
estuvo mal tan sólo porque lo hicieron los nazis. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 8 de agosto de 2005 Para
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Alimentos, fines y medios |
JAVIER ORTIZ Los comentarios más frecuentes apuntan por la línea del: «¡A saber qué nos venden!». Buena parte de la población desconfía de los alimentos
que distribuyen los mercados. Ahora más todavía, tras descubrir que las
etiquetas de homologación sanitaria no aportan certeza de nada. A ello se añade el desdén generalizado por el escaso
sabor de los productos: «¡Sí, todo muy bonito, pero parece de plástico!». Este género de críticas se oye sobre todo en boca de
personas de cierta edad, que conservan aún en la memoria el sabor primigenio
de los pollos, los tomates, la leche de vaca y demás alimentos en vías de
degeneración. La desconfianza hacia la calidad sanitaria de los
alimentos está más que justificada por la experiencia. Aciertan quienes
reclaman que estén sometidos a un control menos burocrático y más eficaz.
Pero se equivocan quienes afirman que en tiempos pasados los alimentos eran
más sanos. Al revés. Antes había muchas más enfermedades producidas por
alimentos en mal estado. La mejora de las condiciones sanitarias de los
alimentos es, de hecho, una de las razones que explican el fuerte aumento de
las expectativas de vida en los países mejor abastecidos. Lo que no tiene discusión posible es lo del sabor. No
hay más que hincarle el diente a un pollo realmente de corral -rara avis- para apreciar la abismal
diferencia. «Sí, claro -te objetan de inmediato-, pero cuando los pollos eran
así los comían cuatro, y ahora están al alcance de cualquiera». Lo cual tiene
también fácil respuesta: «No son los pollos de aquella calidad los que están
ahora al alcance de cualquiera, sino estas
otras cosas insípidas con forma de pollo». Es frecuente toparse en las polémicas sobre alimentación
-en el debate sobre los productos transgénicos, muy en especial- con
argumentos de ese género, de apariencia democrática y fondo tramposo:
«Gracias a las técnicas de producción de alimentos en masa, se podrá acabar
con el hambre en el mundo», dicen sus defensores. La afirmación sería digna
de aprecio si los hechos la sustentaran. Pero no. Desde que empezaron a
aplicarse a gran escala esas dudosas técnicas productivas, no se ha avanzado
ni un milímetro en la erradicación del hambre en el Tercer Mundo. A cambio,
algunas empresas han visto crecer de manera espectacular sus beneficios. No sacrifican la calidad para producir más y que comamos
todos, sino para ganar más. Lo cual es razón suficiente para que los poderes
públicos desconfíen de esas empresas. Si sus fines son dudosos, es fácil que
sus medios también lo sean. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 6 de agosto de 2005 Para
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La ley del más fuerte |
JAVIER ORTIZ La historia del armamento nuclear es muy aleccionadora. Mientras la industria militar norteamericana necesitó realizar pruebas atmosféricas para perfeccionar sus bombas, Washington no quiso ni oír hablar de la prohibición de ese tipo de ensayos. Pero, así que pudo reemplazarlos por pruebas subterráneas, se convirtió en el máximo defensor de un acuerdo internacional contra las pruebas atmosféricas. La URSS, como tampoco las necesitaba, aceptó. Pero Francia y China -De Gaulle y Mao- se negaron a firmar. El otro frente que Washington abrió de inmediato fue el de
la lucha contra la proliferación del armamento nuclear. Comprendió que su
fuerza de imposición política en determinadas áreas del mundo -en el Oriente
Medio y en Asia, sobre todo- podía verse reducida drásticamente si empezaban
a menudear los estados dotados de bombas atómicas. Su experiencia con
Pakistán y la Unión India le resultó concluyente: hubo de empezar a tratarlos
con guante blanco. Por la misma razón pone ahora tanto cuidado en su
diplomacia hacia Corea del Norte, cuyos habitantes, por lo visto, no tienen
tanto derecho a ser liberados de la tiranía, etcétera, etcétera, como los
afganos o los iraquíes. También está muy inquieto con el programa nuclear iraní.
Es comprensible. Un Irán con armas nucleares representaría un obstáculo
formidable para su estrategia de control de toda la extensa área que va de
Afganistán al Mediterráneo. Dicen: «Sólo tratamos de impedir que haya Estados gamberros, irresponsables, que se
doten de bombas nucleares que podrían llegar a usar». La excusa se convierte
en un sarcasmo así que se recuerda que la Historia sólo da cuenta de un
Estado cuyos dirigentes hayan mostrado el grado de barbarie necesario para
dar la orden de lanzar bombas atómicas sobre objetivos civiles. En Hiroshima
y Nagasaki lo recuerdan todos los años. Algunos se declaran estupefactos por el hecho de que el
encargado de dictar al mundo entero quién, cuánto y cómo puede armarse sea
alguien que ha demostrado de sobra que él mismo no es capaz de abordar con un
mínimo de sensatez ni la fabricación de las peores armas ni su uso. Parece paradójico, en efecto, pero no lo es. La ley del
más fuerte es tan vieja como el propio mundo. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 3 de agosto de 2005 Para
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ZOOM |
Víctimas del franquismo |
JAVIER ORTIZ La demanda de AI apenas ha tenido eco. Los pocos que se han decido a comentarla lo han hecho para argumentar que se trata de un asunto muy viejo y que, además, de emprenderse esa tarea también habría que atender los casos de aquellos que padecieron persecución y expolio por parte de fuerzas favorables a la República. No tienen razón. En primer lugar, es cierto que Franco murió hace casi 30
años, pero hay efectos de su régimen que aún perduran. La culpa de que haya
pasado todo ese tiempo sin que se haya entrado a reparar los males del
franquismo -los males reparables; otros jamás podrán serlo- no es de los
perjudicados, sino de los sucesivos gobiernos de la democracia que, salvo en
lo tocante a parte de los bienes de algunos sindicatos, han preferido no
poner sobre la mesa un litigio que podía sacudir un cimiento de la
Transición: el olvido de las responsabilidades de todo tipo en que
incurrieron los beneficiarios de la dictadura. Hay agravios y expolios que son viejos, sin duda, pero
sólo porque se iniciaron hace mucho; no porque hayan desaparecido. Ejemplo:
los sublevados del 36 se incautaron de edificios pertenecientes a
organizaciones consideradas enemigas y el actual Estado español no los ha devuelto.
Es el caso del bello palacete que ocupa el Instituto Cervantes en París, sede
del Gobierno Vasco en el exilio comprada con dinero vasco, expropiada por los
nazis y entregada a Franco con la connivencia de las autoridades francesas.
Los aplastadores de la República también se incautaron de otras muchas
propiedades de personas que el régimen de Franco consideró «desafectas» y que
no han sido restituidas a sus herederos. Pero la objeción más chirriante es la que pretende que,
si se resarciera a las víctimas del franquismo, habría que hacer lo propio
con los damnificados por el otro bando. Decir eso no implica sólo adoptar una
inaceptable posición de equidistancia entre quienes encarnaban la legalidad
nacida de las urnas y quienes se levantaron en armas contra ella, sino que
supone, además, falsear la Historia. Porque quienes sufrieron persecución y
daños a manos del bando republicano ya fueron generosamente resarcidos al
término de la guerra. El Estado Nacional-Sindicalista repartió prebendas,
empleos y canonjías -cuando no propiedades robadas a sus legítimos dueños-
entre todos los que se pusieron a esa cola. Tendría bemoles que ahora se les
recompensara por segunda vez. ¿Que no sería fácil llevar a cabo una empresa así? De
acuerdo. Pero la dificultad para hacer justicia no puede servir para
instalarse en la injusticia. Hágase lo que se pueda. Siempre será mejor que nada. Es copia de la columna publicada en El Mundo el 1 de agosto de 2005 Para
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