JAVIER ORTIZ
Hace ocho
o diez años, un electo del PSOE oprimió con el pie el botón de voto de un
compañero ausente y la foto del suceso se la aprendió de memoria toda España.
Hace unos días, Carlos Iturgaiz extendió alegremente la falange de uno
de sus dedos -habría podido ser cualquier otra parte de su anatomía, pero fue
una falange- y logró, aunque de manera efímera, que Jaime Mayor Oreja no fuera
contabilizado una vez más como nulo en el Parlamento de Vitoria.
Casi nadie ha dicho nada.
El culpable del fraude se ha excusado diciendo que estaba «enredando»
(sic!) con los artilugios del escaño de su jefe. Y los dirigentes de la
oposición a su partido en Madrid han mirado para otro lado.Hoy por ti y
mañana por ti.
Hace ocho o diez años, Felipe González, a la sazón presidente del
Gobierno, hacía lo que podía en los foros europeos para arañar algunas
compensaciones económicas que le permitieran regresar a casa dándose ínfulas
de gran estadista. La oposición del PP, por boca de José María Aznar, lo
ridiculizaba tildándolo de «pedigüeño». Hasta le hacían chistes pintándolo de
limosnero. Ahora Aznar va por el continente de puerta en puerta reclamando
que alguien se acuerde de lo que le prometieron en Niza, gimoteando por lo
poco que los demás se atienen a sus viejos compromisos, tratando de ocultar
que pinta entre poco y nada, según acuda solo o en la modalidad de parejas,
con el polaco. Y la oposición, en vez de chotearse a cuenta de su patética
realidad, se solidariza con él por «patriotismo».
¿Qué oposición tiene Aznar? En lugar de machacarlo, en lugar de buscar
sus puntos débiles y de darle hasta en el carné de identidad, como hizo el PP
en su día con González, los socialistas se dedican a ponerle objeciones que
el 90% de la población ni siquiera entiende de qué van, o que le importan una
higa. Y cuando hablan para que se les entienda, le atacan por la derecha,
como Rodríguez Ibarra, que se queja de que el PP no haya recurrido al
terrorismo de Estado en su lucha contra ETA, porque -dice- ellos habrían
«mirado a otro lado». ¡Y permiten que un energúmeno semejante aparezca como
parte de su flor y nata!
No es sólo el PSOE. Oí hace dos o tres días a un responsable de
Comisiones Obreras de Madrid afirmar que su sindicato no critica la
composición del Gobierno de Esperanza Aguirre, porque Aguirre...¡tampoco
juzga la composición de los órganos dirigentes de su sindicato!
«¿Será posible?», me pregunté. Y me respondí: Sí; claro que es posible.
Mientras el personal no les muestre a todos ellos amablemente por dónde
pilla la puerta de salida, ahí seguirán. Los unos, mangoneando. Los otros,
esperando que les cedan una parte de los beneficios del mangoneo.
Recordarán ustedes aquello de Hegel, que decía que todos los pueblos
tienen el Gobierno que se merecen. Se quedó corto: también tienen la
oposición que se merecen.
(Publicado
en “El Mundo” del 29 de noviembre de 2003)
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JAVIER
ORTIZ
Se
atribuye a no menos de diez históricos políticos -eso sí, todos británicos-
una afirmación tan solemne como rotunda, dicha en el calor de una pugna
parlamentaria:
-No estoy de acuerdo con usted
-dicen que dijo el que fuera-, pero daría mi brazo para que nadie pueda
privarle jamás del derecho a decirlo.
He oído variantes de la frase
que dejan la oferta en el brazo izquierdo, específicamente, o incluso en una
mano. No creo que eso sea lo esencial. Para mí que lo que vale es la idea.
Así se hubiera mostrado el hombre dispuesto a la amputación de un escuálido y
reumático meñique.
Dijéralo quien lo dijera, si se
dijo algo así fue, en todo caso, en tiempos en los que el liberalismo, aparte
de una coartada económica destinada a justificar todas las ambiciones y
alguna más, representaba también una posición política, y hasta filosófica,
basada en el principio de que la feliz convivencia es, en términos generales,
mucho más deseable que la Verdad. Una conclusión de lo más inteligente,
porque cualquiera puede constatar que la Humanidad ha conocido muchísimas
Verdades Absolutas olvidadas al cabo del tiempo -quiero decir: recordadas
sólo por los enormes camposantos que dejaron a su paso-, pero apenas ha
vivido periodos prolongados de convivencia pacífica y normal entre gente
entretenida en vivir y dejar vivir a los demás en paz.
Ahora no se lleva en absoluto
esa actitud, tolerante y permisiva. Lo corriente es toparse con gente
dispuesta a dar tu brazo, e incluso
tu cabeza, para que alguien te prive
rápidamente del derecho a seguir hablando. Por haber, hasta los hay que
reclaman nerviosos que les corten también todo lo que haga falta a quienes
cometen el nefando crimen de no taparte la boca a toda velocidad.
Hemos llegado al punto,
realmente tragicómico, en el que, en nombre de la permisividad y el
pluralismo, te exigen que te metas la lengua por donde te quepa y la dejes
ahí hasta que el Divino Hacedor decida ejercer contigo de humano deshacedor.
«¡O aceptas nuestro ejemplar régimen de convivencia o te vas a enterar,
pedazo de cerdo!», te vienen a decir estos liberales de nuevo cuño,
dispuestos a hacer vigentes las razones por las que los romanos pontífices
del XIX condenaron sin paliativos el liberalismo como sistema de pensamiento.
Llevo varios meses defendiendo
el derecho del Gobierno vasco a presentar su proyecto de nuevo estatuto de
convivencia entre Euskadi y el resto de los pueblos de España. «¡Porque es tu
proyecto!», me gritan hasta dejarme sordo. Pues no. No es el mío. Pero da
igual, porque lo que estoy defendiendo no es lo que propone Ibarretxe, sino
el derecho de Ibarretxe y el PNV a proponer lo que les parezca mejor.
Lo diré de otro modo, en
homenaje a los viejos tiempos evocados al principio de estas líneas. Señor
Ibarretxe: no estoy de acuerdo con una parte de su plan, y lo criticaré
cuando llegue el momento. Pero daré mi brazo porque usted tenga el derecho de
presentarlo, en su propio nombre y en el de los cientos de miles de personas
que lo respaldan.
Eso, sin más.
[Copia del artículo aparecido en El Mundo el 26 de noviembre de 2003]
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Oí anteayer la noticia del atentado
de Estambul, pero apenas la escuché. Pasé el día ocupado y preocupado por
algo que, si se considera a escala social, se descubre de inmediato que no
vale la pena (considerarlo a esa escala, quiero decir) pero que, planteado
como asunto estrictamente individual, puede convertirse en obsesivo: a
primeras horas de la mañana una simpática dentista me hizo toda suerte de
tejemanejes bucales, a resultas de los cuales me han desaparecido las dos
paletillas que asomaban por debajo de mi bigote cuando sonreía -qué tiempos
aquellos- y han sido reemplazadas por unas piezas de fabricación exógena, que
estéticamente estarán todo lo bien que se quiera, pero que dan como resultado
que el señor que aparece en el espejo cuando me miro no soy yo.
Eso por fuera. Por dentro, las
encías sangraban y, como la simpática dentista me había prohibido enjuagarme,
me pasé todo el puñetero día tragando sangre. No entiendo cómo no se me puso
cara de vampiro. A lo peor se me puso y no me enteré, porque nunca he sabido
cómo tienen la cara los vampiros.
De modo que oía lo de Estambul,
pero tenía toda la atención ocupada en mis cosas, y como si nada. Sólo ayer,
cuando desperté con menos signos de todo lo anteriormente descrito, me hice
cargo de lo sucedido y me puse a pensar en ello.
Tuve hace años un compañero de
trabajo cuya capacidad de análisis se expresaba uniformemente mediante la
misma exclamación blasfema. Todo cuanto de extraordinario sucedía en este
áspero mundo le sugería la misma imprecación comulgante. Me acordé de él, porque
no otra fue mi reacción inicial a la vista del horror de Estambul.
Luego ya me detuve en los
detalles. Y lo primero que se me ocurrió es que pocas cosas hay tan idiotas
como la teoría aznaro-bushoniana de la guerra preventiva contra el terrorismo.
La experiencia demuestra que los intentos de acabar manu militari con la fuerza viva del terrorismo sólo conducen a
su extensión. Tanto más se universaliza el frente atacante, tanto más se
amplía el escenario posible de la guerra. Para responder a la gran coalición
del Nuevo Orden, tanto les da a los terroristas golpear en Nueva York, en
Estambul, en Bagdad, en Londres... o en Astorga.
Doy por hecho que dedicarse al
terrorismo tiene muchos inconvenientes, sobre todo de tipo moral, pero es
obvio que presenta también algunas ventajas prácticas difícilmente
discutibles. Para empezar, uno puede elegir cuándo y dónde golpea. Y a quién.
Y a cuántos, más o menos. A las pruebas me remito.
¿Hay algún medio de combatir
eficazmente el terrorismo? Algunos defendemos uno: consiste en analizar las
causas que enarbolan los terroristas para justificar sus acciones, ver lo que
de justo hay en sus demandas y hacerles justicia. Es una vía cuya eficacia
está por probarse, sin duda, pero que carece de contraindicaciones. A
diferencia de todas las que están poniendo en práctica.
Hay demasiado dirigente político
que confía en la eficacia demoledora de sus mordiscos. Los mandaba yo al
dentista, para que fueran comprobando cuan efímeras pueden ser las
dentelladas.
[Copia del artículo aparecido en El Mundo el 22 de noviembre de 2003]
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Las lecturas de Zapatero
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JAVIER
ORTIZ
Rodríguez Zapatero pide a
Aznar que tome seriamente en consideración los resultados electorales de
Cataluña. (Bueno, lo que le pide, en concreto, es que «los lea con cuidado», pero eso es sólo
porque Zapatero está decidido a ser moderno, y ha comprobado que la
intelectualidad moderna, tanto menos lee lo que aparece escrito, tanto más lee lo que no se escribe: lee
películas, lee guerras y lee resultados electorales: todo sea con tal de no
estudiar e interpretar, como los antiguos.)
En fin: pide Zapatero a Aznar
que lea con cuidado y hasta con
«inteligencia histórica» (sic) los resultados de las elecciones catalanas,
y que tenga en cuenta «en qué punto estamos en la cohesión territorial y en
la capacidad de un proyecto integrador».
Entendamos lo que quiere decir
-aunque lo que diga sea un hermoso galimatías- y deduzcamos que se refiere
a la creciente divergencia entre Euskadi y Cataluña, de un lado, y el resto
de España, del otro. Y deduzcamos también, ya de paso, que considera que
esa divergencia es un hecho negativo del que, en considerable medida, es
culpable el PP y su Gobierno.
Las elecciones autonómicas
catalanas han confirmado, en efecto, no sólo la existencia de esa brecha,
sino también su hondura creciente. No me voy a detener aquí en ello, porque
el asunto es muy complejo y esto es sólo una columna; no el Partenón
entero. Pero habrá que reflexionar, y a fondo, sobre ello. Ciertamente.
Constatar esa divergencia y
considerar la parte de culpa que la política del PP tiene en su
agravamiento está muy puesto en razón. Lo que no lo está en absoluto -lo
que parece más bien una broma de mal gusto- es que Rodríguez Zapatero
pretenda que el PP es en buena medida responsable de ese problema... y el
PSOE no. Que Aznar no tiene «un proyecto integrador» y él sí.Porque, si
examinamos los grandes discursos teóricos y las grandes opciones prácticas
que Aznar ha manejado en los últimos cinco años -desde que dejó de hablar
catalán en la intimidad, más o menos-, veremos que en todo ello ha contado
con el respaldo tácito o explícito del propio Zapatero.
¿Que le ha dado un apoyo
desganado, resignado? ¿Que se lo han proporcionado, en lo fundamental, por
miedo a ser tachado de esto o de lo otro? Sí; también eso se ha notado. Y
es lo peor que podía ocurrirle. Porque ese modo suyo de aparecer en la
escena política lo aboca al fracaso. Ante quienes repudian el cerrado
centralismo aznarista, él aparece con todos los atributos del lacayo
rastrero. Y quienes simpatizan con el esfuerzo uniformizador del partido en
el Gobierno no ven qué podrían ganar quedándose con una copia desvaída del
original.
«La mayoría de la opinión
pública española está totalmente en contra de negociar nuevos marcos
estatutarios para Euskadi y Cataluña. Si mostráramos alguna comprensión
hacia esas demandas, jamás sacaríamos a los del PP de La Moncloa», dicen en
Ferraz.
«¡Pues anda que los vais a
sacar haciendo lo contrario!», da ganas de contestarles.
[Copia del artículo aparecido en El Mundo el 19 de noviembre de 2003]
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¿Sentido común?
No; cordura
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JAVIER ORTIZ
Me
telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán:
-¿Has visto? ¡Hasta los
sindicatos están en contra del proyecto de Ibarretxe!
Me armo de paciencia.
Ultimamente la tengo muy ejercitada.
-Eso no es exacto, Gervasio.
-¿Cómo que no? ¡Vaya que sí!
¡Lo acabo de ver en la tele!
-No; lo que tú has visto es lo
que han dicho Méndez y Fidalgo, que respiran por sus heridas.
-¿Heridas? ¿Se puede saber de
qué hablas?
-Claro -le cuento-. Es
perfectamente lógico que Méndez y Fidalgo se opongan al ámbito vasco de
decisión y defiendan el poder centralizado del Estado, porque el Estado les
está concediendo en Euskadi un trato especial, como si fueran los
sindicatos más representativos, cuando lo cierto es que allí están en
franca minoría. No sé en qué medida se creerán que defienden la
Constitución. En todo caso, lo evidente es que están defendiendo su
chiringuito.
-De modo que, para ti, al
final todo es cuestión de intereses egoístas, ¿eh? -murmura Gervasio-.
-No, pero cada cual tiene sus
intereses, y conviene no olvidarlos -le digo, sin ánimo polémico-. Sería
bueno que todos tuviéramos más en cuenta los problemas de nuestros enemigos.
Si queremos forzarles a huir, tenemos que ofrecerles un puente de
plata.Cerrar las salidas al enemigo es una opción suicida. Les obligamos al
todo o nada. Y el «todo» puede pasar por encima de nuestro cadáver.
Gervasio parece perplejo.
-¿Estás pensando en Ibarretxe?
Me entra la risa.
-¿En Ibarretxe? ¡Estoy
pensando en la gente! ¡En ti, y en mí! ¡En todos! Fíjate en la que están
montando. ¡Qué disparate! Quieren impedir incluso que el Gobierno vasco
pueda plantear la discusión de su propuesta en el Parlamento autónomo. Pues
bien: si le cierran a Ibarretxe cualquier otra salida, si no le dejan más
alternativa, lo más probable es que opte por convocar nuevas elecciones. Y
supón que en esas elecciones obtiene la mayoría absoluta. E imagina que
tira para adelante, valiéndose de ese apoyo, porque lo habría obtenido para
eso. ¡Oh, venga, olvida por un momento mis opiniones, o las tuyas!
Concéntrate en la consideración de esa hipótesis: ¿Crees que la conviene al
Estado español un conflicto que le enfrente a una población que practica la
resistencia pacífica, a la Gandhi?
Gervasio calla por un momento.
Pero retoma el hilo inmediatamente.
-La verdad es que no eres
demasiado coherente. Has empezado con que los poderosos van a lo suyo y el
resto les trae sin cuidado. Ahora me vienes invitándoles a preocuparse por
el futuro del Estado español. De verdad: ¿no es un tanto caótico todo?
Ante lo cual, me rindo.
-Tienes razón, Gervasio.
Demasiado caótico. Yo, por lo menos, agradecería una pizca más de sentido
común. En general.
-¿De sentido común? ¿Seguro?
-se me ríe.
-Oh, venga Gervasio. Ya sé que
el sentido común es lo que funciona.De cordura, quería decir.
Pero lo dejamos. Me parece que
los dos conocemos demasiado bien lo que piensa el otro. Tampoco es cosa de
insistir.
[Copia del artículo aparecido en El Mundo el 15 de noviembre de 2003]
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La imposición de Ibarretxe
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JAVIER ORTIZ
Sostiene Zaplana que el plan Ibarretxe representa el ataque
más grave que se ha lanzado contra la democracia desde la intentona
golpista del 23-F. Supongo que pronto se dará cuenta de que esa declaración
suya puede ser tomada como una preocupante muestra de tibieza, rayana en la
complicidad, y que la rectificará, para proclamar que lo de Ibarretxe es
obviamente mucho más grave que el 23-F.
Hay una especie de competición
en el establishment español a ver
quién es capaz de calificar más duramente la iniciativa de Ibarretxe:
intolerable ofensa contra la Constitución, intento camuflado de minar las
bases de la convivencia, ataque letal contra la democracia...
¿Puede una propuesta de
discusión ser todo esto?
«¡Es un plan secesionista!»,
claman.
Daría igual que lo fuera.
Sería una opción debatible, como cualquier otra.
Pero no lo es, y lo saben. Ni
en los pasos que se marca para su desarrollo ni en la fórmula final que
inicialmente propone, que atribuye al Poder central las tareas clave de
todo Estado, lo que entraña una renuncia expresa a la independencia de
Euskadi.
«Nos avendríamos a discutirlo
si fuera una propuesta», replican. «Pero se trata de un intento de
imposición».
¿Sí?
Lo que propone Ibarretxe es
iniciar un debate parlamentario, cuya conclusión no cabe prefigurar, ni en
el cuándo, ni en el cómo, ni en el qué. Ninguna imposición.
Supongamos que el debate
concluyera con una fórmula que fuera aprobada por la mayoría del Parlamento
autónomo. Tampoco eso acarrearía imposición alguna, puesto que se admite
sin problemas que el tal acuerdo parlamentario carecería de valor
suficiente y debería ser sometido al refrendo o el rechazo del conjunto de
la población de la Comunidad Autónoma. (Cosa que, por lo demás
–insiste–, sólo podría materializarse en condiciones de
ausencia de violencia, que permitieran la defensa libre de todas las
opciones).
Pero ni por ésas. Tampoco se
pretende que la decisión mayoritaria de la población de la CAV, de
producirse, pudiera dar lugar a ningún trágala. Se aclara al punto que un
acuerdo así debería ser discutido a escala de toda España –o de todo
el Estado, o como se quiera decir–, puesto que de lo que se trata es
de establecer un sistema de convivencia que sea válido para el conjunto, y
no sólo para algunos.
De modo que el plan no tiene
el menor carácter impositivo en ninguna de las fases que propone.
¿Cuál es, entonces, el
problema? Pues precisamente ése: que no plantea ninguna imposición... pero
tampoco la admite.
Lo que rechazan los defensores
del modelo eterno de unidad de España es que haya quien reclame
–quien «trate de imponer»– que sea necesario contar con lo que
pueda opinar ese pequeño segmento de la población española que se hace
llamar «pueblo vasco».
Eso es todo. Sin más. Por
debajo de toda la hojarasca, no se discute de otra cosa.
[Copia del artículo publicado
en El Mundo el 12-XI-2003]
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A cuento del cuento
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JAVIER ORTIZ
El espíritu es
fuerte, pero la carne, débil.
Había decidido abstenerme
de comentar la protoboda, pero me resigno: no hay manera de mirar para otro
lado.
Veo lo que se
dice y escribe sobre el acontecimiento: muchísimo.
Pero eso no es
lo peor, ni por asomo. Lo más grave no es cuánto, sino qué.
Por ejemplo:
acabo de leer un artículo editorial, presuntamente muy sesudo, que defiende
la elección del príncipe argumentando que, en estos tiempos de ahora, sería
ridículo que tuviera que escoger «a una princesa, aunque sea de opereta y
cuyos únicos méritos fueran su cuna y presencia en el Gotha».
Me
quedo de piedra. ¿Y qué meritos tiene el príncipe para aspirar a la
Jefatura del Estado español, salvo la distinción de su cuna y su presencia
en el Gotha? ¿Así que fijarse en la genealogía es absurdo cuando se trata
de una mujer a la que quieren convertir en reina, pero es fundamental
cuando la cosa es designar al aspirante a rey?
Otra
disquisición que me tiene entre perplejo y desternillado: compruebo que
hacen legión los expertos que sostienen que convendría acabar con la primacía
de los varones sobre las hembras en la sucesión al trono, pero que, a la
vez, recomiendan mucha prudencia en la consideración de esa reforma
constitucional, porque el asunto –dicen– es «muy delicado».
Me
pregunto, para empezar, qué tiene de especialmente problemático dar
prioridad a un hombre sobre una mujer, una vez que se ha aceptado sin mayor
reparo la superioridad originaria de una familia sobre las demás.
Desconsiderado el principio general según el cual todos y todas somos
iguales ante la Ley, tanto da tres que quince. ¿Que éste tiene derecho al
trono porque es Borbón y porque, además, es hombre? O todo está mal, o todo
vale.
No
menos curiosa resulta la preocupación que muestran estos expertos por las
consecuencias que podría tener la igualación de derechos entre hombres y
mujeres en la regia sucesión. Es como si temieran que, con estas u otras
reformas, pudiera llegar a rey o a reina de España alguna persona
problemática o, incluso, indigna. Como si nuestra Historia no hubiera
demostrado hasta el aburrimiento la capacidad de la ortodoxia genealógica
para sentar en el trono a los personajes más insólitos y deleznables. O
como si España fuera ejemplo mundial por su escrupuloso respeto de las
líneas sucesorias.
Un
motivo más de estupor, difícilmente olvidable: la petición del actual
titular de la Corona al alcalde de Madrid para que la capital del Reino se
muestre pulcra y aseada el día de la boda de su vástago. Hace tiempo que no
había visto un intento más... sorprendente, por así decirlo, de exigir que
una gran ciudad y sus ciudadanos sirvan de atrezzo gratuito. La
una, de decorado; los otros, de figurantes. ¡Qué majo, el populacho,
echando flores a la feliz pareja!
Como
decía Cantinflas en aquella película en la que hacía de sastre y se llamaba
Ortiz, como doña Letizia y como este servidor de ustedes:
–¡Pues
claro que esto no se queda así! Esto, al lavar, encoge.
[Copia
del artículo publicado en El Mundo
el 08-XI-2003]
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Además y sobre todo
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JAVIER ORTIZ
Hasta el 13 de mayo de 2001,
el PP alimentó la esperanza de hacerse con el control del tinglado vasco.
Es más: creyó firmemente que lo iba a lograr. Repasen las hemerotecas:
comprobarán que, en las vísperas de aquellas urnas, Mayor Oreja hablaba ya
como virtual presidente de la CAV –que no lehendakari– diciendo qué iba y qué no iba a hacer cuando
se sentara en el sillón de Ajuria Enea.
Pusieron toda la carne en el
asador. Y se llevaron una enorme galleta.
A partir de aquel día, Aznar
dio a Euskadi por perdida. Y a Mayor Oreja por amortizado.
Desde entonces, Euskadi le ha
servido sólo a modo de pasarela para el desfile de sus fantasmas. O de
sequía en la que respaldar la convocatoria de sus romerías marianas.
Euskadi no es para él un
territorio habitado por mucha gente que merece consideración, más allá de
su ideología. Es el muñeco destinado al vudú de sus complejos: débil con
los fuertes, fuerte con los débiles.
Hasta extremos patéticos. ¿Qué
tendrá de malo que el Gobierno vasco llegue a un pacto con Mauritania para
que algunos barcos vascos pesquen en sus aguas? ¿Hace falta ser un Estado
independiente para sellar acuerdos económicos? ¿No invierten aquí montones
de empresas extranjeras que no cuentan con ningún respaldo político, ni
local, ni regional, ni estatal? Item más: ¿qué tendrá de perverso que
Euskadi abra oficinas de representación exterior, en nada diferentes de las
que tienen otras comunidades autónomas y a las que nadie ha objetado nada?
Otrosí: ¿qué hay de inaceptable en llamar inmigrante al que llega de fuera
para vivir con nosotros, salvo que uno haya puesto previamente ese término
en la lista negra de sus fobias? Cielo santo: ¡comparen la legislación que
reserva Euskadi a los inmigrantes de toda procedencia con la que les aplica
el PP allí donde controla la situación, y hablen luego!
Todo el mundo lo sabe, aunque
muchos lo nieguen por razones de estética, ya que no de ética: el País
Vasco está sometido a un estado de excepción de facto. Se fabrican leyes a su medida. Se aplican las leyes a
su medida. Todo lo que procede de su seno es sospechoso. Todos los que no
participan en la Cruzada antinacionalista son sospechosos. Aunque no sean
nacionalistas.
Los jefes de «¡Basta Ya!» se
niegan a acudir a un acto oficial alegando que también está previsto que
acudan nacionalistas, y la España oficial les ríe la gracia de su
intolerancia.
Para estas alturas, ya no
reclamo que seamos los vascos los que decidamos sobre nuestro destino
porque defienda el derecho de autodeterminación. Lo hago, además y sobre
todo, porque creo que más vale que decidamos sobre el destino de Euskadi
los que tengamos un mínimo de interés en el destino de Euskadi. En el de su
gente. En el de su pueblo, que es solo uno.
Que decidamos los que cuando
pensemos en qué hacer en Euskadi no tengamos la cabeza puesta en cómo hacer
campaña electoral en Madrid, Valladolid, Badajoz o Zamora.
Por respeto a nosotros. Y por
respeto a Madrid, Valladolid, Badajoz y Zamora.
[Copia del artículo publicado en El Mundo el 05-XI-2003]
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Cualquier cosa y su contrario
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JAVIER ORTIZ
Dejé el pasado
miércoles la reflexión sobre el plan
Ibarretxe en el punto que considero clave: la disputa sobre el llamado sujeto de la soberanía. ¿Tiene el
pueblo vasco una personalidad jurídica propia, identificada e identificable,
como sostienen los partidarios de la autodeterminación, o existe únicamente
como parte del pueblo español, subordinada necesariamente al conjunto, tal
cual afirman los que se dicen constitucionalistas?
O, por plantearlo de un modo más gráfico y directo: ¿responde la autonomía
actual de Euskadi a la atención obligada de un derecho preexistente o es el
resultado de una benévola concesión del Poder central, venturosamente
materializada en los textos fundacionales del régimen político vigente?
Según el Gobierno
y sus valedores, la Constitución de 1978 lo aclara todo de forma
inequívoca. Recuerdan que, según su artículo 2, «la soberanía nacional
reside en el pueblo español». Pero saben de sobra que la propia
Constitución reconoce acto seguido la existencia en España de diversas
«nacionalidades», término usado sistemáticamente para aludir a los pueblos
con personalidad y derechos propios. La Disposición Adicional Primera del
texto constitucional remacha el mismo clavo, al reconocer «los derechos
históricos de los territorios forales».
La Constitución se
redactó en una compleja y contradictoria coyuntura. Trató de dar
satisfacción a las fuerzas netamente anticentralistas de la oposición al
régimen de Franco y, a la vez, a las más cerradamente centralistas, parapetadas
tras el aparato represivo del
franquismo, con los jefes militares al frente. Fue cualquier cosa menos
inequívoca.
Tampoco pueden
calificarse de inequívocos los principales textos legales que fueron
elaborados más tarde para regir la vida política de Euskadi. Así, el
Estatuto de Gernika puso buen cuidado en atribuir al pueblo vasco el
derecho a fijar su propio camino. De hecho, cuando se elaboró, un destacado
dirigente de UCD afirmó que ése no era un Estatuto de Autonomía, sino «una
declaración de independencia apenas camuflada». Por idéntica dirección
caminó el Acuerdo para la Pacificación y Normalización de Euskadi, más
conocido como Pacto de Ajuria Enea, en cuyo texto se hablaba del derecho
permanente de los vascos a replantearse por vía pacífica y democrática su
relación con España. El 25 de junio de 1966, con el PP recién llegado al
Gobierno, la Mesa de Ajuria Enea elaboró una declaración contra ETA, en uno
de cuyos puntos se insistía en la validez del denominado «ámbito vasco de
decisión». Y el Gobierno de Aznar, a través de su portavoz, mostró su total
acuerdo con el texto.
Dejémonos de
vainas: los consensos políticos establecidos en España desde 1976 ofrecen
margen suficiente para hacer todo lo que se quiera hacer. O para no hacer
nada. Para defender lo que sea... y su contrario.
¿Preeminencia de
la ley? Venga, que no está la cosa para bromas de mal gusto.
[Copia del artículo publicado en El
Mundo el 01-XI-2003]
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