Columnas
de Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de marzo de 2004
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En el nombre del padre |
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JAVIER ORTIZ Sin embargo, la historia no era tan difícil de contar. Es patéticamente sencilla. Gorostiaga fue detenida en febrero de 2002 en compañía de su amigo Mikel Soto y ambos, junto con otros dos amigos arrestados posteriormente, fueron acusados de integrar un llamado comando Urbasa de ETA y de haber dado muerte en julio de 2001 al concejal de UPN José Javier Múgica. El procesamiento de los cuatro jóvenes pamploneses se basó exclusivamente en la declaración autoinculpatoria de Ainara Gorostiaga ante la Guardia Civil. Tiempo más tarde, la policía francesa interceptó una carta suscrita por el presunto miembro de ETA Andoni Otegi, detenido en el país vecino, en la que éste se atribuía el asesinato del concejal navarro. Interrogado al respecto, Otegi aportó tantos detalles sobre el crimen que no quedó duda alguna sobre su autoría y, en consecuencia, sobre la inocencia de Gorostiaga y sus compañeros. Eso es lo sucedido. En el auto suscrito por Garzón para decretar la puesta
en libertad sin cargos de Gorostiaga, decidida horas después de que la prensa
navarra aireara los detalles de su injusto encarcelamiento, el juez afirma
que la joven fue interrogada «con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal
y, por tanto, con todas las garantías». El titular del Juzgado Central número
5 se precipita: hay unas diligencias abiertas para esclarecer en qué
circunstancias Ainara Gorostiaga se declaró culpable del crimen que no había
cometido. Ella denunció que había sido torturada. En todo caso, tal cosa sería indiferente a los efectos
de su encarcelamiento. Porque el hecho es que la Audiencia Nacional la ha
mantenido durante más de dos años en prisión -situación que Garzón confirmó a
comienzos de este mismo mes- pese a que no obraba en el sumario ningún
indicio racional que apuntara a la culpabilidad de la muchacha y sus amigos.
Salvo su autoinculpación. Garzón sabe de sobra qué institución se hizo tristemente
célebre por apoyar sus enjuiciamientos en la sola declaración del acusado: la
Inquisición española. ¿Qué habría sido de Ainara Gorostiaga de no haber
mediado la confesión de Andoni Otegi? ¿Cuánto tiempo más habría seguido en la
cárcel? ¿Habría salido? Ahora a Garzón únicamente le queda por probar que, si la
muchacha se declaró culpable del asesinato del concejal Múgica, fue por
vicio. O para dejarle en mal lugar. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 31 de marzo de 2004] Para
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El contrato electoral |
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JAVIER ORTIZ En la concepción que buena parte de la ciudadanía española tiene de la política, figura la idea de que el político de verdad, curtido, es el que primero dice lo que los demás quieren oír y luego hace lo que le viene en gana. «Los programas electorales están hechos para no ser cumplidos», dejaba caer el difunto Enrique Tierno Galván entornando los párpados con aire malicioso. Algo del mismo tenor se le atribuye al no menos difunto Francisco Fernández Ordóñez: «En política, "nunca" quiere decir "de momento"». «¡Qué zorros!», dice la mayoría, haciéndose cómplice de
su presunta astucia. «¡Qué falsarios!», debería exclamar, hastiada. Lo de Rodríguez Zapatero amenaza con ir para récord. Ni
siquiera ha sido designado todavía presidente y ya deja ver su disposición a
incumplir lo que prometió. No ignoro las muchas trampas que encierra el sistema
electoral español. Incluso en las leyes que lo regulan. Pero de ahí a
resignarse a que las urnas sean como las cajas de los prestidigitadores, en
las que los espectadores cautos meten una cosa para que el artista saque otra
completamente diferente, media un buen trecho. Hay dos preguntas elementales que debería hacerse todo
elector. Primera: si lo que se nos invita a votar no es un programa, porque
los programas son finalmente papel mojado, ¿con qué criterio se supone que
debemos votar? ¿Atendiendo a qué? Y segunda: si lo que se nos pide que
votemos no es un programa, ¿para qué sirven entonces los programas? O, dicho
de otro modo: ¿por qué nos tomamos todos el trabajo, ellos el de hacer
promesas y nosotros el de escucharlas? La dignificación de la política -no hablo de nada
extraordinario: sólo de alcanzar unos mínimos- pasa por la consideración de
los programas electorales como auténticos contratos que los candidatos
suscriben con el electorado. Y que aquel que fue elegido porque prometió que
iba a hacer esto y lo otro haga esto y lo otro o él mismo se considere
obligado a rendir cuentas por ello. Habrá promesas que resulte imposible cumplir, sin duda.
Pero también ésas merecerán análisis. ¿Eran ya inviables cuando las formuló
el candidato? Y en tal supuesto, ¿por qué las hizo? ¿Por inconsciencia? ¿Por
frivolidad? También la inconsciencia y la frivolidad deben tener su coste. En todo caso, no parece que sea ése el problema de
Rodríguez Zapatero: él está dispuesto a deshonrar sus compromisos antes
incluso de haber hecho nada por cumplirlos. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 27 de marzo de 2004] Para
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ETA y el 11-M |
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JAVIER ORTIZ Sus habituales justificadores han lanzado las más
severas descalificaciones contra los autores de la matanza. Aquello ha sido
-dicen- un ataque intolerable al pueblo trabajador de la capital del Estado.
Una agresión indiscriminada y, por ello, repugnante. Como la barbaridad corría por cuenta ajena, se han concedido rienda suelta. Pero, al hacerlo, han avalado argumentos que no pueden ser de aplicación exclusiva a la masacre de Madrid. Cada vez que ETA comete un atentado mortal, sus
políticos -propios y asociados- afirman que no lo condenan porque las
condenas no sirven de nada, y que esa violencia («lamentable», por supuesto)
hay que examinarla «en su contexto», como «parte del contencioso». Pues bien:
¿acaso carecen de «contexto» los atentados de Al Qaeda? ¿No son expresión de
un «contencioso»? Entonces, ¿por qué sí vale la pena condenarlos? Convengamos con los contextualizadores
de la violencia de ETA en que es repugnante culpar a la población civil de
las decisiones adoptadas por el Gobierno de turno. Pero, ¿por qué no aplican
siempre el mismo criterio? Que nos expliquen, si es así como piensan, qué
responsabilidad achacan a los muchos que han muerto a lo largo de los años
porque estaban cerca del lugar elegido por ETA para poner una bomba. Y de qué
crimen consideraban que eran culpables los hijos de los guardias civiles que
jugaban en el patio de la casa cuartel cuando estalló el coche cargado de
dinamita. O por qué razón sus comandos confían sistemáticamente en que el
enemigo atenderá con celeridad y eficacia sus avisos de bomba, cada vez más
inmediatos e imprecisos. ETA dice que no busca víctimas civiles. Quizá, pero
tampoco se las prohíbe. Las sitúa en el apartado de los «daños colaterales».
O sea: no es que trate de matar a los que pasan; es, sencillamente, que no le
importa demasiado matarlos. ¿Es ésa una categoría ética superior? Al sumarse a la condena del 11-M, han dado vía libre
dentro de sus propias filas al uso de argumentos que, sin apenas necesidad de
adaptación, les son aplicables por entero. La próxima vez que ETA mate -si es
que la hay: espero que no- serán muchos más los que se preguntarán por qué,
con qué derecho, en nombre de qué causa. El 11-M ha generalizado un sentimiento de vivísima
repugnancia hacia el asesinato político. Un sentimiento que no se detiene en
siglas. Ha sido demasiado enorme y ha estado demasiado cerca. El carácter
casi unánime de ese sentimiento va a forzar a ETA a resituarse. Porque, de no
hacerlo, lo sufrirá en su propia carne. Ni la represa más sólida resiste cuando se le abre una
grieta. Toda la fuerza del agua contenida se concentra en ese punto débil. El 11-M ha abierto una grieta en ETA. Ojalá reviente. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 24 de marzo de 2004] Para
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Fere libenter homines... |
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JAVIER ORTIZ Nada tiene tantas posibilidades de engañarnos como las nuevas que nos reafirman en lo que ya pensábamos. Si llevas meses mosca porque Don Ínfulas, concejal de Urbanismo de tu ciudad, mantiene un tren de vida que no se corresponde ni de lejos con sus ingresos y alguien te viene con unos papeles que parecen confirmar que el caballero es un corrupto, ¡ponte en guardia! Antes de publicar una sola línea, comprueba cada uno de esos papeles como si te fuera la vida en ello. Porque quizá la vida no, pero tu prestigio profesional sí que está en juego. Esto que vale para el periodismo es de igual aplicación
en cualquier otro campo de la humana actividad, y muy especialmente en la
política. No olvidemos jamás la aguda observación que incluyó Cayo Julio
César en su De Bello Gallico: «Fere libenter homines id quod volunt
credunt». Los hombres tienden a creer aquello que les conviene. Los ministros Angel Acebes y Eduardo Zaplana trataron de
explicar el pasado jueves el comportamiento del Gobierno en las 60 horas
posteriores al atentado del 11-M apoyándose en que el Centro Nacional de
Inteligencia les dijo en un primer momento que, basándose en los antecedentes
–pero no en nada que se hubiera obtenido de la investigación específica
del caso–, era «casi seguro» que el cuádruple atentado había sido obra
de ETA. Según ellos, eso explica no sólo que ellos dejaran el «casi» a
beneficio de inventario, sino también que se aferraran a esa hipótesis mucho
más allá de lo razonable, cuando ya estaba más que claro que era «casi
seguro» que ETA no tenía nada que ver con la matanza. Alegan que obraban movidos por una convicción moral.
Puede ser. Pero la convirtieron en una certeza. En una certeza agresiva,
conminatoria. Y mintieron, vaya que sí. Para adornar su «convicción
moral». Dieron a entender –y, en algún caso, afirmaron– que
contaban con pruebas que no podían revelar. Y sabían que eso era falso.
Aseguraron que el explosivo utilizado era Titadine. Y en ese momento no
tenían ni idea. Zaplana llegó a decir: «Todo apunta a que ha sido ETA».
Cuando lo cierto, en el punto y hora en el que habló, era que ya nada
apuntaba a ETA. Y trataron de que la ONU, los embajadores de España, los
principales periódicos españoles y los corresponsales extranjeros en España
atribuyeran el atentado a ETA cuando, por lo menos, sabían que no sabían. Les concedo el beneficio de la duda: es posible que obraran
así por pura obcecación, cegados por el deseo de que la realidad se amoldara
a sus intereses. De lo que no estoy seguro es de que eso les deje en mejor
lugar. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 20 de marzo de 2004] Para
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La despedida y el despido |
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JAVIER ORTIZ Hubo un día indeterminado, allá por 1996, en el que el hoy jefe de Gobierno en funciones se miró en el espejo y ya no vio a Aznar, sino a un gran estadista de talla mundial que se disponía a entrar en el libro de honor de la Historia en virtud de la brillantez de sus movimientos estratégicos. Los dos principales que realizó se le han venido encima
al final de su carrera. El primero le llevó a recuperar «la idea de España» de
la vieja derecha local, declarando la guerra a las tendencias centrífugas -es
decir, federalizantes- surgidas durante la Transición. Su negativa a buscar
una solución dialogada al conflicto vasco tras intentarlo poco y mal es sólo
un aspecto de esa decisión estratégica. El resultado de tal apuesta ha sido
un envenenamiento progresivo de las relaciones entre los diferentes pueblos
que tratamos de convivir en este extremo de Europa. Nunca como hoy Cataluña y
Euskadi, de un lado, y el resto de España, del otro, se habían visto tan
lejos en el terreno más delicado y más frágil: el de los afectos. La otra gran decisión estratégica de Aznar fue convertir
al Estado español en fiel servidor europeo de los intereses de los EEUU. A
cualquier precio. Incluso al precio de arruinar las relaciones de España con
Francia y Alemania. Convencido de que su visión de estadista le daba una
perspectiva que los demás no teníamos, llegó a la conclusión de que Bush iba
a resultar indiscutible vencedor en todas y cada una de las sucesivas
contiendas en las que se metía, y que quien le secundara en su carrera hacia
el control del mundo saldría inevitablemente beneficiado. En esa línea, la
decisión más trascendente que hubo de afrontar fue la de convertir a España
en promotora de la Guerra de Irak. Y la tomó, aun a costa de enfrentarse al
90% de la ciudadanía y de instalarse en un cenagal de mentiras y de trampas. Sus dos grandes apuestas han sido dos enormes fiascos.
No ha dado solución al problema de ETA, ha promocionado los nacionalismos
catalán y vasco como nadie y deja a España convulsa por las consecuencias
-muy trágicas, pero nada sorprendentes- de su implicación en la Guerra de
Irak. Cuando hubo de justificarse por haber promocionado esa
guerra apelando a unas armas de destrucción masiva que no existían, Aznar
dijo que, con armas de destrucción masiva o sin ellas, lo innegable era que
tras la caída del régimen de Sadam Husein «vivimos en un mundo más seguro».
Qué gran visión de futuro. Aznar se disponía a escenificar su retirada triunfal
cuando sus propios errores se le han venido encima. Pretendía una despedida gloriosa y se ha encontrado con
un triste despido. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 17 de marzo de 2004] Para
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Entre ETA y Al Qaeda |
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JAVIER ORTIZ Pero entre las sospechas con fundamento y las certezas contrastadas hay una larga distancia que el ministro del Interior recorrió con sorprendente ligereza en las horas inmediatamente posteriores a los atentados. El PSOE e IU creen que el Gobierno oculta información.
Sería grave, desde luego, que el Ejecutivo no dijera lo que sabe, pero mucho
más grave es que diga lo que no sabe. El ministro del Interior no tenía
pruebas de que ETA fuera la autora de los atentados, pese a lo cual lo afirmó
taxativamente. Tampoco sabía que la dinamita utilizada fuera de la marca
francesa Titadine -de hecho no lo era-, pero lo sostuvo, induciendo a muchos
a sacar conclusiones falsas. A media tarde reveló que la policía había localizado una
furgoneta robada en la que encontró varios temporizadores como los usados
para hacer estallar los explosivos y una grabación en árabe con versículos
del Corán. Horas después, las Brigadas de Abu Hafs-Al Masri, parte del
entramado de Al Qaeda, hicieron público un comunicado en el que se atribuían
la autoría de la matanza de Madrid. Un comunicado al que los expertos
atribuyeron verosimilitud porque se ajustaba exactamente, según dijo uno de
ellos, «a la liturgia que aplican los grupos vinculados a Al Qaeda». Puestos en relación ambos hechos -furgoneta y
comunicado-, los grandes medios de comunicación internacionales empezaron a
trabajar sobre el supuesto de que la masacre de Madrid fue obra de un comando
de fanáticos islámicos, que habría castigado a la población civil española
por algo que no ha hecho ella, sino su Gobierno: estar entre los promotores
principales de la Guerra de Irak.Sin embargo, varios ministros (Zaplana,
Palacio, Arenas) siguieron insistiendo en que «todo apunta a la autoría de
ETA». ¿A qué ese empecinamiento? El presidente del Gobierno dijo ayer que todos los
terrorismos son iguales. También en eso tendría razón, si de lo que se
tratara fuera de emitir un juicio moral. Pero él sabe -como Zaplana, como
Palacio, como Arenas- que, a efectos políticos, incluso inmediatos, no da en
absoluto lo mismo que la masacre del 11-M haya sido obra de ETA o de Al
Qaeda. En el primer caso tendrían mucho que decir. En el
segundo, mucho que callar. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 13 de marzo de 2004] Para
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Un baño de modestia |
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JAVIER ORTIZ Si se tratara de un incidente aislado, con llamar al orden al ministro y afear su conducta podría valer. Pero lo más preocupante del desplante de Michavila es que está en perfecta sintonía con los aires cada vez más arrogantes de sus compañeros de Gobierno y de partido, con el todavía presidente Aznar a la cabeza. Aún no me he recuperado del estupor que me provocó el otro día cuando intentó cubrir las mentiras del ministro de Defensa sobre el accidente del Yakovlev reclamando con impostada solemnidad «que dejen en paz a los muertos». ¿Intenta que creamos que los familiares de las víctimas insisten en sus quejas porque pretenden obtener rentabilidad electoral de su desgracia? Toman a la ciudadanía por menor de edad mental. Eduardo
Zaplana declara: «No he mentido ni una sola vez». Y, obviamente, miente. Desde los euros de propina a la prensa hasta el
desprecio y el insulto a los rivales -que cuando no son tontos son perversos,
si es que no borrachos-, la exhibición de prepotencia que ofrece el alto
mando aznarista es de mucho cuidado, dicho sea en el más literal de los
sentidos. No es, por desgracia, la primera vez que asistimos a un
espectáculo de ese mal estilo. Cuando fue dueña y señora de la vida política
española, la casta dirigente del felipismo realizó un despliegue similar de
insufrible soberbia. A su propio aire, con su propio estilo. Pero con
idéntico aplomo. El factor común es evidente: la mayoría absoluta. Por
razones que deben de hundir sus raíces en los abismos insondables del alma
humana, no hay partido que goce de mayoría absoluta que no acabe envenenado
por la ponzoña de la ufanía, comportándose como si su voluntad fuera la
esencia misma de la ley. Y el tiempo lo empeora: tanto más dura la mayoría
absoluta, tanto más crecen la jactancia por lo propio y el desdén hacia lo
ajeno. Dicen algunos: «Es que si el PP se queda en minoría
tendrá que pactar». ¿Y qué hay de malo en que los representantes de 10
millones de electores -que son minoría- tengan que contemporizar con los
diversos criterios de quienes no les han votado, que son más del doble? ¿Ha
de perder algo la sociedad porque se vean obligados a bajarse del pedestal y
admitir que su modo de afrontar las cosas no es más que uno entre los
posibles? Cruzo los dedos. Ojalá el electorado se encargue de
zambullir al PP en un baño de modestia. No quiero ni imaginarme lo que pueden
ser otros cuatro años de suficiencia gobernante. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 10 de marzo de 2004] Para
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La no petición de voto |
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JAVIER ORTIZ -Mire, yo siempre he votado a la derecha (sic). Pero esta vez tengo mis dudas,
porque no se sabe si al final el PP va a construir en mi pueblo el hospital
que prometió o no. El hospital del pueblo como medida de todas las cosas.
¿La economía, la política exterior, el medio ambiente, la educación, la
construcción europea, la inmigración, las libertades, la organización
territorial, la vivienda? Paparruchas. El hospital del pueblo: eso es lo
decisivo. Me pregunto en qué asuntos fijará su atención esta buena
mujer a la hora de decidir su voto en las elecciones locales y autonómicas.
En la evolución de las relaciones hispano-marroquíes, supongo. Su intervención me ilustra sobre un fenómeno que tiene
para mí no poco de misterioso: el de los indecisos. Siempre me he preguntado
cómo, después de haber contado con cuatro años para saber de qué va cada
cual, hay tanta gente que llega hasta las vísperas electorales sin tener un
criterio formado. Y lo que es todavía más sorprendente: cómo puede haber
tantos que dudan, en concreto, entre votar al partido del gobierno o a alguno
de la oposición. Es como si estuvieran comiendo verdura día y noche durante
cuatro años y al final dudaran de si les gusta la verdura o no. Me da que no
se enteran ni de lo que comen. Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. Está
abatido. -La pobreza del discurso de los dos principales
candidatos es patética -suspira. Me cuenta que en un canal de televisión alguien ha
planteado a ambos -por separado, claro- la misma pregunta: «Va usted por la
calle y se encuentra con Antxon.
¿Qué haría?». Al parecer, ZP respondió que no le miraría a la cara
(«¿Y cómo sabría entonces que es Antxon?
¿Esperaría a que se lo dijera algún miembro de su consejo de notables?»,
apostilla Gervasio, sarcástico). Pero, por lo que me dice, la respuesta de Rajoy fue aún
peor: «Llamaría a la policía». Aquí Gervasio estalla: «¡O no sabe quién es Antxon o ignora para qué está la
policía!». Cualquiera de ambas posibilidades resulta realmente preocupante,
sobre todo tratándose de un ex ministro del Interior. Doy la razón a Gervasio, pero le recuerdo que lo que se
dirime en las elecciones que tendrán lugar dentro de ocho días no es cuál de
estos dos señores es más listo. Ni siquiera si alguno de los dos es listo.
Que de lo que se trata es de fijar, en concreto, qué composición tendrá el
Parlamento central durante la próxima legislatura. Y que lo que cada cual
debe decidir es si quiere que haya más o menos diputados de este o de aquel
partido. Si es que cree que eso puede cambiar algo. «Y usted, ¿qué voto recomienda?», me pregunta un lector.
¿Y qué importancia podría tener eso? Le respondo que no tengo el menor interés en dar ningún
consejo electoral a alguien que se deja aconsejar a la hora de votar. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 6 de marzo de 2004] Para
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2 de marzo de 1974 |
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JAVIER ORTIZ -Sí; una pistola checoslovaca. -¿Y para qué la llevaba? -Para defenderme de la Policía. El interrogatorio se produjo el 9 de diciembre de 1970
en la última sesión del denominado Proceso
de Burgos. No sé quién formuló las preguntas. Recuerdo bien, en cambio,
de quién fueron las respuestas. Las dio un joven militante de ETA llamado
Mario Onaindia Natxiondo. Condenado a muerte, la pena le fue conmutada. Salió
en libertad con los años, cambió de derroteros políticos y acabó sus días -no
hace mucho- como presidente del PSE-PSOE. Nadie tenía entonces duda -ni la tiene ahora- de que
entre los 16 acusados se encontraba el activista que en agosto de 1968 había
acabado a tiros con la vida del comisario Melitón Manzanas. Pese a lo cual,
la opinión pública internacional los defendió y todos ellos, con el paso del
tiempo, recuperaron la libertad, e incluso accedieron a destacados cargos
públicos. Cuatro años después de aquello, un joven anarquista
catalán, Salvador Puig Antich, fue acusado de haber matado a un policía en el
curso de un tiroteo. Se le sometió a juicio sumarísimo. No hubo apenas movilización internacional en su favor. El 2 de marzo de 1974, a las 9 horas y 40 minutos -ayer
hizo 30 años-, Puig Antich era ajusticiado mediante garrote vil en la cárcel
Modelo de Barcelona. Tenía 24 años. Minutos antes, fue agarrotado en
Tarragona un hombre del que se dijo que se llamaba Heinz Chez y que era
polaco, aunque luego se supo que ni se llamaba Heinz Chez ni era polaco. Su
muerte fue tan espantosa que el militar que dirigió el ajusticiamiento obligó
a los presentes a sellar un juramento de silencio. Lo mataron para que
sirviera de torna de Puig Antich.
(En catalán, se llama «la torna» a lo que se añade a la mercancía para que
alcance el peso requerido. De ahí el título de la obra que Boadella dedicó al
caso, y que le costó bien cara.) El Consejo de Ministros dio el «enterado». Dentro de las
filas del régimen, sólo se oyó una voz contraria: la del Esperabé de Arteaga,
procurador por Salamanca, que habló en las Cortes contra la pena de muerte.
Fue abucheado por sus compañeros. Repásese la composición de aquel Consejo de Ministros y
de aquellas Cortes. Comprobarán que más de un político de aquella recua sigue
en activo. Podría añadir que nunca se demostró que fuera Puig
Antich quien dio muerte al policía. Podría alegar que no se realizaron
pruebas balísticas; que, de hecho, el Tribunal no mostró el menor interés por
los aspectos jurídicos del caso. Podría hacerlo, pero no veo para qué. Si alguien
considera que es decisivo saber si Puig Antich era culpable o inocente de la
acusación que recayó sobre él, le invito a que relea los párrafos iniciales
de esta columna. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 3 de marzo de 2004] Para
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Columnas publicadas con
anterioridad
[y no
incluidas en los archivos del Diario de un resentido social]
. Segunda quincena de julio de 2003