Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

  

durante el mes de marzo de 2004

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En el nombre del padre

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Los medios de comunicación recogían ayer la noticia, pero era difícil saber de qué hablaban. Todo resultaba muy confuso. «Garzón deja en libertad a la presunta etarra Ainara Gorostiaga», titulaba un importante periódico. Así no había manera de entender nada. Porque, para empezar, no tenía sentido calificar a Ainara Gorostiaga de «presunta etarra». De hecho, ésa era precisamente la noticia: que, tras dos años de cárcel, había sido puesta en libertad sin cargos. Exculpada por completo.

Sin embargo, la historia no era tan difícil de contar. Es patéticamente sencilla. Gorostiaga fue detenida en febrero de 2002 en compañía de su amigo Mikel Soto y ambos, junto con otros dos amigos arrestados posteriormente, fueron acusados de integrar un llamado comando Urbasa de ETA y de haber dado muerte en julio de 2001 al concejal de UPN José Javier Múgica. El procesamiento de los cuatro jóvenes pamploneses se basó exclusivamente en la declaración autoinculpatoria de Ainara Gorostiaga ante la Guardia Civil. Tiempo más tarde, la policía francesa interceptó una carta suscrita por el presunto miembro de ETA Andoni Otegi, detenido en el país vecino, en la que éste se atribuía el asesinato del concejal navarro. Interrogado al respecto, Otegi aportó tantos detalles sobre el crimen que no quedó duda alguna sobre su autoría y, en consecuencia, sobre la inocencia de Gorostiaga y sus compañeros.

Eso es lo sucedido.

En el auto suscrito por Garzón para decretar la puesta en libertad sin cargos de Gorostiaga, decidida horas después de que la prensa navarra aireara los detalles de su injusto encarcelamiento, el juez afirma que la joven fue interrogada «con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, por tanto, con todas las garantías». El titular del Juzgado Central número 5 se precipita: hay unas diligencias abiertas para esclarecer en qué circunstancias Ainara Gorostiaga se declaró culpable del crimen que no había cometido. Ella denunció que había sido torturada.

En todo caso, tal cosa sería indiferente a los efectos de su encarcelamiento. Porque el hecho es que la Audiencia Nacional la ha mantenido durante más de dos años en prisión -situación que Garzón confirmó a comienzos de este mismo mes- pese a que no obraba en el sumario ningún indicio racional que apuntara a la culpabilidad de la muchacha y sus amigos. Salvo su autoinculpación.

Garzón sabe de sobra qué institución se hizo tristemente célebre por apoyar sus enjuiciamientos en la sola declaración del acusado: la Inquisición española.

¿Qué habría sido de Ainara Gorostiaga de no haber mediado la confesión de Andoni Otegi? ¿Cuánto tiempo más habría seguido en la cárcel? ¿Habría salido?

Ahora a Garzón únicamente le queda por probar que, si la muchacha se declaró culpable del asesinato del concejal Múgica, fue por vicio. O para dejarle en mal lugar.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 31 de marzo de 2004]

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El contrato electoral

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Dicen los periódicos que Pedro Solbes le ha dado el sí a Rodríguez Zapatero con una condición: será vicepresidente y dirigirá el área económica del nuevo Gobierno siempre que el presidente le conceda plena libertad para actuar sin ceñirse al programa con el que el PSOE acudió a las pasadas elecciones. Y por lo que cuentan, Zapatero se lo ha aceptado.

En la concepción que buena parte de la ciudadanía española tiene de la política, figura la idea de que el político de verdad, curtido, es el que primero dice lo que los demás quieren oír y luego hace lo que le viene en gana. «Los programas electorales están hechos para no ser cumplidos», dejaba caer el difunto Enrique Tierno Galván entornando los párpados con aire malicioso. Algo del mismo tenor se le atribuye al no menos difunto Francisco Fernández Ordóñez: «En política, "nunca" quiere decir "de momento"».

«¡Qué zorros!», dice la mayoría, haciéndose cómplice de su presunta astucia.

«¡Qué falsarios!», debería exclamar, hastiada.

Lo de Rodríguez Zapatero amenaza con ir para récord. Ni siquiera ha sido designado todavía presidente y ya deja ver su disposición a incumplir lo que prometió.

No ignoro las muchas trampas que encierra el sistema electoral español. Incluso en las leyes que lo regulan. Pero de ahí a resignarse a que las urnas sean como las cajas de los prestidigitadores, en las que los espectadores cautos meten una cosa para que el artista saque otra completamente diferente, media un buen trecho.

Hay dos preguntas elementales que debería hacerse todo elector. Primera: si lo que se nos invita a votar no es un programa, porque los programas son finalmente papel mojado, ¿con qué criterio se supone que debemos votar? ¿Atendiendo a qué? Y segunda: si lo que se nos pide que votemos no es un programa, ¿para qué sirven entonces los programas? O, dicho de otro modo: ¿por qué nos tomamos todos el trabajo, ellos el de hacer promesas y nosotros el de escucharlas?

La dignificación de la política -no hablo de nada extraordinario: sólo de alcanzar unos mínimos- pasa por la consideración de los programas electorales como auténticos contratos que los candidatos suscriben con el electorado. Y que aquel que fue elegido porque prometió que iba a hacer esto y lo otro haga esto y lo otro o él mismo se considere obligado a rendir cuentas por ello.

Habrá promesas que resulte imposible cumplir, sin duda. Pero también ésas merecerán análisis. ¿Eran ya inviables cuando las formuló el candidato? Y en tal supuesto, ¿por qué las hizo? ¿Por inconsciencia? ¿Por frivolidad? También la inconsciencia y la frivolidad deben tener su coste.

En todo caso, no parece que sea ése el problema de Rodríguez Zapatero: él está dispuesto a deshonrar sus compromisos antes incluso de haber hecho nada por cumplirlos.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 27 de marzo de 2004]

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ETA y el 11-M

 

 

JAVIER ORTIZ

       
ETA no tuvo nada que ver con el 11-M, pero el 11-M va a tener mucho que ver con ETA.

Sus habituales justificadores han lanzado las más severas descalificaciones contra los autores de la matanza. Aquello ha sido -dicen- un ataque intolerable al pueblo trabajador de la capital del Estado. Una agresión indiscriminada y, por ello, repugnante.

Como la barbaridad corría por cuenta ajena, se han concedido rienda suelta. Pero, al hacerlo, han avalado argumentos que no pueden ser de aplicación exclusiva a la masacre de Madrid.

Cada vez que ETA comete un atentado mortal, sus políticos -propios y asociados- afirman que no lo condenan porque las condenas no sirven de nada, y que esa violencia («lamentable», por supuesto) hay que examinarla «en su contexto», como «parte del contencioso». Pues bien: ¿acaso carecen de «contexto» los atentados de Al Qaeda? ¿No son expresión de un «contencioso»? Entonces, ¿por qué sí vale la pena condenarlos?

Convengamos con los contextualizadores de la violencia de ETA en que es repugnante culpar a la población civil de las decisiones adoptadas por el Gobierno de turno. Pero, ¿por qué no aplican siempre el mismo criterio? Que nos expliquen, si es así como piensan, qué responsabilidad achacan a los muchos que han muerto a lo largo de los años porque estaban cerca del lugar elegido por ETA para poner una bomba. Y de qué crimen consideraban que eran culpables los hijos de los guardias civiles que jugaban en el patio de la casa cuartel cuando estalló el coche cargado de dinamita. O por qué razón sus comandos confían sistemáticamente en que el enemigo atenderá con celeridad y eficacia sus avisos de bomba, cada vez más inmediatos e imprecisos.

ETA dice que no busca víctimas civiles. Quizá, pero tampoco se las prohíbe. Las sitúa en el apartado de los «daños colaterales». O sea: no es que trate de matar a los que pasan; es, sencillamente, que no le importa demasiado matarlos. ¿Es ésa una categoría ética superior?

Al sumarse a la condena del 11-M, han dado vía libre dentro de sus propias filas al uso de argumentos que, sin apenas necesidad de adaptación, les son aplicables por entero. La próxima vez que ETA mate -si es que la hay: espero que no- serán muchos más los que se preguntarán por qué, con qué derecho, en nombre de qué causa.

El 11-M ha generalizado un sentimiento de vivísima repugnancia hacia el asesinato político. Un sentimiento que no se detiene en siglas. Ha sido demasiado enorme y ha estado demasiado cerca. El carácter casi unánime de ese sentimiento va a forzar a ETA a resituarse. Porque, de no hacerlo, lo sufrirá en su propia carne.

Ni la represa más sólida resiste cuando se le abre una grieta. Toda la fuerza del agua contenida se concentra en ese punto débil.

El 11-M ha abierto una grieta en ETA. Ojalá reviente.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 24 de marzo de 2004]

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Fere libenter homines...

 

 

JAVIER ORTIZ

        
Siempre que, por azares de la profesión, me ha tocado instruir en el oficio a jóvenes periodistas, les he encarecido lo mismo: «Comprobad cuidadosamente todas las noticias de importancia, especialmente aquellas que confirmen vuestras ideas previas».

Nada tiene tantas posibilidades de engañarnos como las nuevas que nos reafirman en lo que ya pensábamos. Si llevas meses mosca porque Don Ínfulas, concejal de Urbanismo de tu ciudad, mantiene un tren de vida que no se corresponde ni de lejos con sus ingresos y alguien te viene con unos papeles que parecen confirmar que el caballero es un corrupto, ¡ponte en guardia! Antes de publicar una sola línea, comprueba cada uno de esos papeles como si te fuera la vida en ello. Porque quizá la vida no, pero tu prestigio profesional sí que está en juego.

Esto que vale para el periodismo es de igual aplicación en cualquier otro campo de la humana actividad, y muy especialmente en la política. No olvidemos jamás la aguda observación que incluyó Cayo Julio César en su De Bello Gallico: «Fere libenter homines id quod volunt credunt». Los hombres tienden a creer aquello que les conviene.

Los ministros Angel Acebes y Eduardo Zaplana trataron de explicar el pasado jueves el comportamiento del Gobierno en las 60 horas posteriores al atentado del 11-M apoyándose en que el Centro Nacional de Inteligencia les dijo en un primer momento que, basándose en los antecedentes –pero no en nada que se hubiera obtenido de la investigación específica del caso–, era «casi seguro» que el cuádruple atentado había sido obra de ETA. Según ellos, eso explica no sólo que ellos dejaran el «casi» a beneficio de inventario, sino también que se aferraran a esa hipótesis mucho más allá de lo razonable, cuando ya estaba más que claro que era «casi seguro» que ETA no tenía nada que ver con la matanza.

Alegan que obraban movidos por una convicción moral. Puede ser. Pero la convirtieron en una certeza. En una certeza agresiva, conminatoria.

Y mintieron, vaya que sí. Para adornar su «convicción moral». Dieron a entender –y, en algún caso, afirmaron– que contaban con pruebas que no podían revelar. Y sabían que eso era falso. Aseguraron que el explosivo utilizado era Titadine. Y en ese momento no tenían ni idea. Zaplana llegó a decir: «Todo apunta a que ha sido ETA». Cuando lo cierto, en el punto y hora en el que habló, era que ya nada apuntaba a ETA. Y trataron de que la ONU, los embajadores de España, los principales periódicos españoles y los corresponsales extranjeros en España atribuyeran el atentado a ETA cuando, por lo menos, sabían que no sabían.

Les concedo el beneficio de la duda: es posible que obraran así por pura obcecación, cegados por el deseo de que la realidad se amoldara a sus intereses. De lo que no estoy seguro es de que eso les deje en mejor lugar.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 20 de marzo de 2004]

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La despedida y el despido

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Decían de Napoleón sus contemporáneos críticos que era un loco que se creía Napoleón. De Aznar se dirá que fue un contable que se olvidó de que no era más que Aznar.

Hubo un día indeterminado, allá por 1996, en el que el hoy jefe de Gobierno en funciones se miró en el espejo y ya no vio a Aznar, sino a un gran estadista de talla mundial que se disponía a entrar en el libro de honor de la Historia en virtud de la brillantez de sus movimientos estratégicos.

Los dos principales que realizó se le han venido encima al final de su carrera.

El primero le llevó a recuperar «la idea de España» de la vieja derecha local, declarando la guerra a las tendencias centrífugas -es decir, federalizantes- surgidas durante la Transición. Su negativa a buscar una solución dialogada al conflicto vasco tras intentarlo poco y mal es sólo un aspecto de esa decisión estratégica. El resultado de tal apuesta ha sido un envenenamiento progresivo de las relaciones entre los diferentes pueblos que tratamos de convivir en este extremo de Europa. Nunca como hoy Cataluña y Euskadi, de un lado, y el resto de España, del otro, se habían visto tan lejos en el terreno más delicado y más frágil: el de los afectos.

La otra gran decisión estratégica de Aznar fue convertir al Estado español en fiel servidor europeo de los intereses de los EEUU. A cualquier precio. Incluso al precio de arruinar las relaciones de España con Francia y Alemania. Convencido de que su visión de estadista le daba una perspectiva que los demás no teníamos, llegó a la conclusión de que Bush iba a resultar indiscutible vencedor en todas y cada una de las sucesivas contiendas en las que se metía, y que quien le secundara en su carrera hacia el control del mundo saldría inevitablemente beneficiado. En esa línea, la decisión más trascendente que hubo de afrontar fue la de convertir a España en promotora de la Guerra de Irak. Y la tomó, aun a costa de enfrentarse al 90% de la ciudadanía y de instalarse en un cenagal de mentiras y de trampas.

Sus dos grandes apuestas han sido dos enormes fiascos. No ha dado solución al problema de ETA, ha promocionado los nacionalismos catalán y vasco como nadie y deja a España convulsa por las consecuencias -muy trágicas, pero nada sorprendentes- de su implicación en la Guerra de Irak.

Cuando hubo de justificarse por haber promocionado esa guerra apelando a unas armas de destrucción masiva que no existían, Aznar dijo que, con armas de destrucción masiva o sin ellas, lo innegable era que tras la caída del régimen de Sadam Husein «vivimos en un mundo más seguro». Qué gran visión de futuro.

Aznar se disponía a escenificar su retirada triunfal cuando sus propios errores se le han venido encima.

Pretendía una despedida gloriosa y se ha encontrado con un triste despido.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 17 de marzo de 2004]

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Entre ETA y Al Qaeda

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Dice Aznar que un Gobierno en su sano juicio no podía descartar en la mañana del 11-M que ETA fuera la responsable de la masacre de Madrid. Totalmente de acuerdo. Los antecedentes obligaban a plantearse muy seriamente esa hipótesis. Que ETA no hubiera hecho nunca en el pasado una barbaridad semejante no podía tomarse como argumento definitivo. Tampoco mató nunca civiles hasta que empezó a matarlos. Ni colocó bombas que pudieran arrebatar la vida a simples viandantes hasta que empezó a colocarlas. La fijación de ETA por Madrid y por las estaciones de ferrocarril reforzaba la sospecha.

Pero entre las sospechas con fundamento y las certezas contrastadas hay una larga distancia que el ministro del Interior recorrió con sorprendente ligereza en las horas inmediatamente posteriores a los atentados.

El PSOE e IU creen que el Gobierno oculta información. Sería grave, desde luego, que el Ejecutivo no dijera lo que sabe, pero mucho más grave es que diga lo que no sabe. El ministro del Interior no tenía pruebas de que ETA fuera la autora de los atentados, pese a lo cual lo afirmó taxativamente. Tampoco sabía que la dinamita utilizada fuera de la marca francesa Titadine -de hecho no lo era-, pero lo sostuvo, induciendo a muchos a sacar conclusiones falsas.

A media tarde reveló que la policía había localizado una furgoneta robada en la que encontró varios temporizadores como los usados para hacer estallar los explosivos y una grabación en árabe con versículos del Corán. Horas después, las Brigadas de Abu Hafs-Al Masri, parte del entramado de Al Qaeda, hicieron público un comunicado en el que se atribuían la autoría de la matanza de Madrid. Un comunicado al que los expertos atribuyeron verosimilitud porque se ajustaba exactamente, según dijo uno de ellos, «a la liturgia que aplican los grupos vinculados a Al Qaeda».

Puestos en relación ambos hechos -furgoneta y comunicado-, los grandes medios de comunicación internacionales empezaron a trabajar sobre el supuesto de que la masacre de Madrid fue obra de un comando de fanáticos islámicos, que habría castigado a la población civil española por algo que no ha hecho ella, sino su Gobierno: estar entre los promotores principales de la Guerra de Irak.Sin embargo, varios ministros (Zaplana, Palacio, Arenas) siguieron insistiendo en que «todo apunta a la autoría de ETA». ¿A qué ese empecinamiento?

El presidente del Gobierno dijo ayer que todos los terrorismos son iguales. También en eso tendría razón, si de lo que se tratara fuera de emitir un juicio moral. Pero él sabe -como Zaplana, como Palacio, como Arenas- que, a efectos políticos, incluso inmediatos, no da en absoluto lo mismo que la masacre del 11-M haya sido obra de ETA o de Al Qaeda.

En el primer caso tendrían mucho que decir. En el segundo, mucho que callar.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 13 de marzo de 2004]

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Un baño de modestia

 

 

JAVIER ORTIZ

         
El ministro de Justicia, José María Michavila, se dirigió en términos insultantes y altaneros a un juez en prácticas que había osado criticar la situación de la Administración española de Justicia. Lo hizo en público, en una recepción que se celebró el pasado 29 de febrero en el Ministerio de Justicia francés. Es decir, ante muchos testigos. Ante demasiados.

Si se tratara de un incidente aislado, con llamar al orden al ministro y afear su conducta podría valer. Pero lo más preocupante del desplante de Michavila es que está en perfecta sintonía con los aires cada vez más arrogantes de sus compañeros de Gobierno y de partido, con el todavía presidente Aznar a la cabeza. Aún no me he recuperado del estupor que me provocó el otro día cuando intentó cubrir las mentiras del ministro de Defensa sobre el accidente del Yakovlev reclamando con impostada solemnidad «que dejen en paz a los muertos». ¿Intenta que creamos que los familiares de las víctimas insisten en sus quejas porque pretenden obtener rentabilidad electoral de su desgracia?

Toman a la ciudadanía por menor de edad mental. Eduardo Zaplana declara: «No he mentido ni una sola vez». Y, obviamente, miente.

Desde los euros de propina a la prensa hasta el desprecio y el insulto a los rivales -que cuando no son tontos son perversos, si es que no borrachos-, la exhibición de prepotencia que ofrece el alto mando aznarista es de mucho cuidado, dicho sea en el más literal de los sentidos.

No es, por desgracia, la primera vez que asistimos a un espectáculo de ese mal estilo. Cuando fue dueña y señora de la vida política española, la casta dirigente del felipismo realizó un despliegue similar de insufrible soberbia. A su propio aire, con su propio estilo. Pero con idéntico aplomo.

El factor común es evidente: la mayoría absoluta. Por razones que deben de hundir sus raíces en los abismos insondables del alma humana, no hay partido que goce de mayoría absoluta que no acabe envenenado por la ponzoña de la ufanía, comportándose como si su voluntad fuera la esencia misma de la ley. Y el tiempo lo empeora: tanto más dura la mayoría absoluta, tanto más crecen la jactancia por lo propio y el desdén hacia lo ajeno.

Dicen algunos: «Es que si el PP se queda en minoría tendrá que pactar». ¿Y qué hay de malo en que los representantes de 10 millones de electores -que son minoría- tengan que contemporizar con los diversos criterios de quienes no les han votado, que son más del doble? ¿Ha de perder algo la sociedad porque se vean obligados a bajarse del pedestal y admitir que su modo de afrontar las cosas no es más que uno entre los posibles?

Cruzo los dedos. Ojalá el electorado se encargue de zambullir al PP en un baño de modestia. No quiero ni imaginarme lo que pueden ser otros cuatro años de suficiencia gobernante.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 10 de marzo de 2004]

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La no petición de voto

 

 

JAVIER ORTIZ

          Dice la señora que llama a la radio:

-Mire, yo siempre he votado a la derecha (sic). Pero esta vez tengo mis dudas, porque no se sabe si al final el PP va a construir en mi pueblo el hospital que prometió o no.

El hospital del pueblo como medida de todas las cosas. ¿La economía, la política exterior, el medio ambiente, la educación, la construcción europea, la inmigración, las libertades, la organización territorial, la vivienda? Paparruchas. El hospital del pueblo: eso es lo decisivo.

Me pregunto en qué asuntos fijará su atención esta buena mujer a la hora de decidir su voto en las elecciones locales y autonómicas. En la evolución de las relaciones hispano-marroquíes, supongo.

Su intervención me ilustra sobre un fenómeno que tiene para mí no poco de misterioso: el de los indecisos. Siempre me he preguntado cómo, después de haber contado con cuatro años para saber de qué va cada cual, hay tanta gente que llega hasta las vísperas electorales sin tener un criterio formado. Y lo que es todavía más sorprendente: cómo puede haber tantos que dudan, en concreto, entre votar al partido del gobierno o a alguno de la oposición. Es como si estuvieran comiendo verdura día y noche durante cuatro años y al final dudaran de si les gusta la verdura o no. Me da que no se enteran ni de lo que comen.

Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. Está abatido.

-La pobreza del discurso de los dos principales candidatos es patética -suspira.

Me cuenta que en un canal de televisión alguien ha planteado a ambos -por separado, claro- la misma pregunta: «Va usted por la calle y se encuentra con Antxon. ¿Qué haría?».

Al parecer, ZP respondió que no le miraría a la cara («¿Y cómo sabría entonces que es Antxon? ¿Esperaría a que se lo dijera algún miembro de su consejo de notables?», apostilla Gervasio, sarcástico).

Pero, por lo que me dice, la respuesta de Rajoy fue aún peor: «Llamaría a la policía». Aquí Gervasio estalla: «¡O no sabe quién es Antxon o ignora para qué está la policía!». Cualquiera de ambas posibilidades resulta realmente preocupante, sobre todo tratándose de un ex ministro del Interior.

Doy la razón a Gervasio, pero le recuerdo que lo que se dirime en las elecciones que tendrán lugar dentro de ocho días no es cuál de estos dos señores es más listo. Ni siquiera si alguno de los dos es listo. Que de lo que se trata es de fijar, en concreto, qué composición tendrá el Parlamento central durante la próxima legislatura. Y que lo que cada cual debe decidir es si quiere que haya más o menos diputados de este o de aquel partido. Si es que cree que eso puede cambiar algo.

«Y usted, ¿qué voto recomienda?», me pregunta un lector.

¿Y qué importancia podría tener eso?

Le respondo que no tengo el menor interés en dar ningún consejo electoral a alguien que se deja aconsejar a la hora de votar.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 6 de marzo de 2004]

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2 de marzo de 1974

 

 

JAVIER ORTIZ

         
-Cuando usted fue detenido, llevaba una pistola, ¿verdad?

-Sí; una pistola checoslovaca.

-¿Y para qué la llevaba?

-Para defenderme de la Policía.

El interrogatorio se produjo el 9 de diciembre de 1970 en la última sesión del denominado Proceso de Burgos. No sé quién formuló las preguntas. Recuerdo bien, en cambio, de quién fueron las respuestas. Las dio un joven militante de ETA llamado Mario Onaindia Natxiondo. Condenado a muerte, la pena le fue conmutada. Salió en libertad con los años, cambió de derroteros políticos y acabó sus días -no hace mucho- como presidente del PSE-PSOE.

Nadie tenía entonces duda -ni la tiene ahora- de que entre los 16 acusados se encontraba el activista que en agosto de 1968 había acabado a tiros con la vida del comisario Melitón Manzanas. Pese a lo cual, la opinión pública internacional los defendió y todos ellos, con el paso del tiempo, recuperaron la libertad, e incluso accedieron a destacados cargos públicos.

Cuatro años después de aquello, un joven anarquista catalán, Salvador Puig Antich, fue acusado de haber matado a un policía en el curso de un tiroteo. Se le sometió a juicio sumarísimo.

No hubo apenas movilización internacional en su favor.

El 2 de marzo de 1974, a las 9 horas y 40 minutos -ayer hizo 30 años-, Puig Antich era ajusticiado mediante garrote vil en la cárcel Modelo de Barcelona. Tenía 24 años. Minutos antes, fue agarrotado en Tarragona un hombre del que se dijo que se llamaba Heinz Chez y que era polaco, aunque luego se supo que ni se llamaba Heinz Chez ni era polaco. Su muerte fue tan espantosa que el militar que dirigió el ajusticiamiento obligó a los presentes a sellar un juramento de silencio. Lo mataron para que sirviera de torna de Puig Antich. (En catalán, se llama «la torna» a lo que se añade a la mercancía para que alcance el peso requerido. De ahí el título de la obra que Boadella dedicó al caso, y que le costó bien cara.)

El Consejo de Ministros dio el «enterado». Dentro de las filas del régimen, sólo se oyó una voz contraria: la del Esperabé de Arteaga, procurador por Salamanca, que habló en las Cortes contra la pena de muerte. Fue abucheado por sus compañeros.

Repásese la composición de aquel Consejo de Ministros y de aquellas Cortes. Comprobarán que más de un político de aquella recua sigue en activo.

Podría añadir que nunca se demostró que fuera Puig Antich quien dio muerte al policía. Podría alegar que no se realizaron pruebas balísticas; que, de hecho, el Tribunal no mostró el menor interés por los aspectos jurídicos del caso.

Podría hacerlo, pero no veo para qué. Si alguien considera que es decisivo saber si Puig Antich era culpable o inocente de la acusación que recayó sobre él, le invito a que relea los párrafos iniciales de esta columna.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 3 de marzo de 2004]

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Columnas publicadas con anterioridad

[y no incluidas en los archivos del Diario de un resentido social]

 

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