Columnas
de Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de noviembre de 2004
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Cosas que son de verdad |
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JAVIER ORTIZ Qué tendrá que ver. No dudo de ello. Por todos los datos que salieron a la
luz durante aquellos días de aguda crisis, era evidente que el entonces
presidente Aznar se habría dado con un canto en los dientes con tal de que
triunfaran los golpistas. En realidad, se dio con un canto en los dientes: se
puso en evidencia de la manera más escandalosa. Pero la operación les salió
mal. A él, a su amigo Bush y a todos los que alentaron de un modo o de otro
la aventura. A todos, digo. También se comprometieron en aquel golpe
frustrado no pocas fuerzas de la Internacional Socialista y algunos
influyentes aliados mediáticos del propio PSOE. Fue una conjunción de
poderosos de muy diversa laya. En este periódico salió publicado, meses antes
de aquel intento golpista, que el diputado socialista madrileño Eduardo
Tamayo, aún no entregado a los placeres del transfuguismo, había estado en
Venezuela conspirando como una fiera contra Chávez en nombre del PSOE. Que lo dicho por Moratinos sobre el Gobierno del PP y
Venezuela responda a la verdad carece de la más mínima importancia. El
ministro tiene constancia a diario de toneladas de verdades, tan graves o aún
más graves que ésa, y se las calla con muchísima prudencia. Por ejemplo: como experto que es en la realidad de
Oriente Medio, sabe que algunos dirigentes del Estado de Israel -empezando
por Ariel Sharon, al que él mismo trata cual si de un querube se tratara- son
criminales de guerra, amén de ladrones. Pero se cuida de decirlo. ¡Y las
cosas que no sabrá de George Bush! O del rey de Marruecos -al que alguien
cuyo nombre no recuerdo ahora mismo llama «mi hermano»-, que se monta toda
suerte de tropelías en el Sahara ex español con armas neo españolas. O de las
maravillas que hacen los ex colonos franceses por Costa de Marfil y otros
pagos. Y de cómo están realmente las cosas en Afganistán, en donde el
Ejército español tiene tropas de apoyo. Si son realidades que conocemos incluso los que sólo nos
enteramos de lo que pasa por ahí a través de lo que oímos, vemos y leemos en
los medios de comunicación, ¿cómo podría no sabérselas de memoria el ministro
español de Exteriores, que las tiene todo el día delante de las narices, «en
vivo y en directo», como aquel que dice? Pero se hace el longuis. Sólo lanza imputaciones cuando
cree que puede sacar rentabilidad política de ellas. Las podría soltar en tropel y en todas las direcciones,
sin miedo a equivocarse. No veo qué pueda tener de especial que alguien que
vive en una cochiquera acierte a señalar a un cerdo cuando se decide a
levantar el índice. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 27 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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«Vivimos de eso» |
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JAVIER ORTIZ Los manifestantes gritaron «¡Sinvergüenzas!» a los activistas de Greenpeace. Para poca vergüenza, la suya. Si los manifestantes eran realmente marineros -además de
agentes de la patronal, quiero decir-, sabrán más que de sobra que un buen
contingente de la flota pesquera de Galicia -y de muchas otras zonas, por
supuesto-, viene usando desde hace decenios sistemas de pesca que son una
barbaridad. Incluida la dinamita.Tienen que saber igualmente que hay
armadores que se pasan por el arco del triunfo las cuotas de capturas que les
fija la UE para la pesca de determinadas especies. Y que las condiciones de
contratación y de trabajo andan manga por hombro. Si las cosas siguen más o menos como en los tiempos en
los que me dediqué al periodismo marítimo-pesquero -y no me extrañaría que
estuvieran peor, tal como funciona todo-, sabrán también perfectamente que
esas irregularidades son sólo una parte de la irregularidad general en la que
vive buena parte del gremio.Ha llegado a saberse de barcos que estaban en
dificultades y que, cuando se comprobaban sus datos legales, se descubría que
teóricamente no existían, porque se suponía que habían sido desguazados en
conformidad con los planes subvencionados por las autoridades comunitarias
para la reestructuración de la flota. Yo mismo he visto barcos que, por no estar en
condiciones, ni siquiera tenían los botes de salvamento dispuestos para ser
utilizados. «Vivimos de eso», se quejan. Claro. Recuerdo algunas conversaciones con trabajadores de
Eibar, a finales de los 60. Se quejaban de las campañas que hacíamos contra
la venta al Estado de Israel de armas fabricadas en su pueblo. También ellos
decían: «Vivimos de eso». «Pues vivid», les respondíamos, «pero no pretendáis
que hagamos la vista gorda ante la masacre del pueblo palestino a la que
contribuyen vuestros patronos». Cada cual trabaja en lo que puede y donde le dejan. Pero
una cosa es buscarse un modo de subsistir y otra pretender que los negocios
de los patronos son invariablemente estupendos y que ellos mismos son
benefactores de la Humanidad por los que es de justicia batirse el cobre. «Vivimos de eso», dicen. Ya. Pero los demás también
vivimos de eso. Y gracias a eso. Si el mar se muere, se muere la vida. Si las aguas se
empobrecen, se empobrece hasta el aire que respiramos. Y si los caladeros se
agotan, es pescado para hoy y hambre para mañana. Que nadie pida que seamos
tolerantes cuando se trata de primar el bien de unos pocos -el relativo y muy
desigual bien de unos pocos- frente al indiscutible perjuicio para la
colectividad. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 24 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Vicios privados, públicas virtudes |
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JAVIER ORTIZ El argumento, sin ser falso al 100%, es muy tramposo. Porque no es verdad que quien vive de los beneficios tenga interés en que las cosas funcionen lo mejor posible. En lo que tiene interés es en que las cosas le aporten el máximo beneficio posible. Y si para ello hace falta rebajar la calidad de la producción (o del servicio, o de lo que sea), lo rebaja. Habrá que ver qué es lo que pasó el jueves con la
subestación eléctrica de Méndez Álvaro, en Madrid, cuyo incendio dejó sin
electricidad a decenas de miles de usuarios, pero el hecho de que éste no sea
el primer caso -hubo otro muy similar en julio- induce a sospechar que la
compañía responsable de las instalaciones no invierte en su modernización y
mantenimiento todo lo que sería necesario. No se trata de una sospecha arbitraria. Por las tierras
levantinas por las que suelo recalar, nos quedamos sin suministro eléctrico
cada dos por tres. Cuando hace calor, porque se les ha recalentado no sé qué.
Cuando hace frío, porque se les ha enfriado. Si llueve, porque se les ha
humedecido. Y si hay tormenta, ya ni cuento. La razón es obvia: las labores
de mantenimiento suponen mucho gasto. Y hay que ahorrar, para que los
beneficios sean mayores. Es cierto que la ley prevé castigar las eventuales
negligencias de las empresas privadas que prestan (perdón: no prestan,
venden) servicios de primera necesidad. Pero las sanciones que les imponen
-cuando se las imponen- no tienen realmente un efecto disuasorio. Su importe
es siempre muy inferior al ahorro conseguido. No es éste un mal que afecte sólo al servicio eléctrico,
ni mucho menos. El Gobierno de Zapatero se está planteando dejar vía
libre a la Ley del Sector Ferroviario, obra de la mayoría absoluta del PP.
Esa ley implantaría en España el modelo británico, cuyos efectos son bien
conocidos: descenso de los niveles de seguridad, eliminación de servicios,
incremento de las tarifas, cierre de las líneas menos rentables con
independencia de su interés social, reducción de plantillas... Lo cual corre
el peligro de suceder en unos momentos en los que lo que necesita la red
ferroviaria española es todo lo contrario: más cuidado, más inversiones. Pero, qué digo yo. Eso es lo que necesitaría si se
tratara de impulsar un tipo de transporte que supusiera una verdadera
alternativa al automóvil. Pero el objetivo real no es ése. De lo que se trata es
de hacer dinero. Privado, por supuesto. Porque ya se sabe que el dinero
privado es más racional. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 20 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Juzgados por la pinta |
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JAVIER ORTIZ Estamos ante una reedición sui generis de la célebre «sentencia de la minifalda», en la que un juez -en aquel caso hombre- excusó una agresión sexual amparándose también en el modo «indecoroso» en que vestía la agredida. Vale la pena subrayar hasta qué punto algunas personas
encargadas de administrar justicia confunden sus prejuicios particulares con
las normas legales y las figuras delictivas fijadas en los códigos
pertinentes. En el caso de la juez onubense, es obvio que incluso ella misma
fue consciente del carácter torticero de sus criterios. En efecto: de haber
podido argumentar objetivamente la falta de decoro de la testigo, la habría
conminado a cambiar su porte antes de iniciar la vista oral. Pero no dijo
nada, permitió que se realizara el juicio y se guardó sus castos prejuicios
para la sentencia. La actitud de esta juez, de todos modos, es mucho menos
insólita de lo que puede parecer a primera vista. Porque son muchos los
servidores del Estado que actúan en función del aspecto de los ciudadanos. Siempre recordaré una noche, hace años, que entré a
comprar tabaco -entonces aún fumaba- en un bareto del barrio de Malasaña, en
Madrid. Según me dirigía a la barra a pedir la cajetilla correspondiente,
irrumpieron de súbito varios policías nacionales que, a grandes voces,
conminaron a los presentes a colocarse contra la pared. Yo recogí el tabaco,
lo pagué y me fui hacia la puerta. Al pasar junto a los policías, les dije:
«Buenas noches». Y me contestaron: «Buenas noches, señor». Me juzgaron por la pinta. Han sido muchas más, por desgracia, las ocasiones en las
que he podido comprobar cómo la Policía juzga también por la pinta, pero a la
inversa. Cómo reclama de malos modos la identificación de personas que no han
hecho nada de particular pero que, en su criterio, tienen «mala pinta»:
chavales vestidos, peinados o rapados a su aire, mujeres de aspecto
«indecoroso», inmigrantes no muy trajeados... Gente que va por la calle a sus
cosas sin meterse con nadie y que, por no tener los rasgos físicos o no
vestir como los agentes del orden consideran normal, se ve metida en un lío
que, en el mejor de los casos, le hace perder un buen tiempo. Bueno, pues era de eso de lo que les quería hablar hoy:
de cómo no son sólo algunos jueces los que juzgan por la pinta. Y del peligro
que entraña hoy en día salirse de la norma. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 17 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Encuestas imbéciles |
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JAVIER ORTIZ Hay asuntos en los que se ve mal qué importancia puede tener lo que opine el personal, porque tanto da (v. gr.: no va a ningún lado saber cuánta gente prefiere que Aznar conferencie en la Universidad de Georgetown y cuánta lo vería mejor perorando en la de Michigan), pero que no son intrínseca y radicalmente disparatados. Triviales sí, pero no absurdos. A cambio, los hay que carecen por completo de sentido. Por poner un ejemplo: preguntar a la población si cree que tal día como hoy, pero dentro de un año, hará sol o lloverá en el madrileño distrito de Latina es, sencillamente, una memez. Sin embargo, se hacen encuestas que, en el fondo, no se
diferencian gran cosa de ésa que me acabo de inventar. «¿Cree usted que el ex
presidente de la Comunidad Foral de Navarra, Javier Otano, tenía más de una
cuenta corriente en Suiza?». ¿Y cómo diablos lo van a saber los encuestados?
«¿Piensa usted que el Tribunal Constitucional dictaminará que la aprobación
de la Constitución Europea obliga a reformar la Carta Magna española?». ¿Y
quién sabe por dónde le dará en su momento al TC, que suele emitir sus
dictámenes tras comprobar por dónde sopla cada día el viento de la política
patria? Y, además, ¿qué trascendencia tiene lo que piensen ahora mismo unos
cuantos particulares? Hace años, un locutor de radio de ésos que se las dan de
incisivos me preguntó: -Cuando los socialistas estuvieron en el poder,
¿hicieron la vista gorda de manera sistemática ante los delitos fiscales de
sus amigos? -¿De manera sistemática? No lo sé -respondí, básicamente
porque no lo sabía. -Ya. No quieres mojarte, ¿eh? -me soltó. Consiguió tocarme las narices. Por lo visto, tienes que
saber de todo, opinar de todo, juzgarlo todo. Cuando acabó el programa, le pregunté: -Y tú ¿crees que E es igual a MC2? No entendió de qué iba, claro. La relatividad no era lo
suyo. Hoy en día, a todo quisque le preguntan qué opina sobre
lo que sea, con independencia de que carezca de la información necesaria para
emitir un juicio. O incluso aunque sea literalmente imposible que cuente con
los datos necesarios para opinar sobre lo que se le plantea. Pero no tiene nada de casual. Cuanto más se empobrece la
democracia real, cuanto menos pinta la voluntad de la ciudadanía ante las
grandes opciones de su existencia, cuanto más se lo guisan y se lo comen en
recintos herméticamente blindados a la mirada de la calle -a menudo poderes
económicos no sometidos a elección alguna-, más les conviene que la opinión
pública se crea tenida en cuenta constantemente, consultada hasta para las
más intrascendentes minucias. Que es de lo que en realidad se trata. De que sólo opine
sobre minucias intrascendentes. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 13 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Hace 15 años |
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JAVIER ORTIZ Me alegré. Los estados del Este europeo me daban auténtica grima. Los del Oeste también, pero por razones distintas. Como
nunca me había declarado partidario del capitalismo -más bien todo lo
contrario-, cuantos desastres se cometieran en nombre de ese deleznable
sistema económico y social no hacían sino confirmar mis más tétricos
pronósticos. A cambio, sí me había proclamado socialista, y me daba
por rasca que aquellas tiranías burocráticas fueran llamadas socialismo real.
Me decía que, si el objetivo era lograr sistemas efectivos de convivencia
social, cuanto antes desaparecieran todas esas infames imposturas, mejor. El paso del tiempo no me ha llevado a mejorar mi juicio
sobre aquellos regímenes, ni mucho menos -algo me dice que cuanta más
información tiene uno sobre cualquier cosa, peor la ve-, pero sí me ha
conducido a matizar algunos de mis juicios iniciales. Ironías de la vida, he aprendido a valorar la
importancia de un principio capitalista: el de la libre competencia. Cuando tenía el bloque soviético como obligatorio y
constante punto de referencia, el capitalismo occidental se veía obligado a
mostrar al mundo su mejor cara. Debía propagar que lo suyo eran las
libertades y la prosperidad. No lo lograba, desde luego -los McNamara, los
Eugene McCarthy y los Rockefeller se resistían mucho-, pero por lo menos lo
intentaba. Por su parte, los del Kremlin y su cohorte se sentían forzados a
demostrar que apoyaban a los levantiscos de todos los continentes y, aunque
tampoco lo hicieran con demasiado entusiasmo -no fue el Che el único que se
vio abandonado–, incordiaban lo suyo. Eso provocaba una tensión internacional que, hechas las
cuentas a 15 años vista, me da que tenía bastante de positiva. Cada bando
hacía sus pifias, claro, pero a la vez debía moderarse, para no provocar
demasiado al contrario, que era muy poderoso y podía liarla buena si se
cabreaba, porque contaba con un montón de armas, incluidas las nucleares. Aquella situación era conocida por entonces con el
aparatoso nombre de «el equilibrio del terror». Casi todos, cuando recurríamos a esa expresión, poníamos
nuestro particular énfasis en lo de «terror». No pensamos que quizá lo más
importante estaba en el otro término: equilibrio. Las dos enormes fuerzas, aplicadas la una contra la
otra, generaban una cierta seguridad. O mejor dicho: una seguridad cierta.
Siempre podía haber algún loco que pensara en romper la baraja, desde luego,
pero había muchísimos cuerdos que vigilaban con cien ojos el juego. Ahora no. Ahora no hay equilibrio. La balanza está
hundida del lado de Washington, que se cree autorizado a hacer lo que le da
la real gana. Que se cree autorizado a hacerlo porque de hecho lo
está. Nadie se lo discute. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 10 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Tendencialmente iguales |
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JAVIER ORTIZ Lo primero que hay que objetar a esos comentarios es que comparan dos categorías («la sociedad estadounidense» y «la sociedad europea») demasiado abstractas, que es obligado bajar a tierra y analizar en concreto si no queremos vagar por el limbo de los tópicos. No podemos olvidar, en primer lugar, que la población de
los EEUU está muy dividida. Los 58 millones de votos logrados por Bush le han
dado el triunfo, pero no anulan los más de 55 millones de votos obtenidos por
sus rivales (dicho sea en plural para dejar constancia del 1% del electorado
que ha dado su respaldo a Ralph Nader). Los Estados Unidos no están nada
unidos, aunque algunos creamos que tampoco había demasiada diferencia
ideológica entre los dos candidatos con posibilidades de vencer. Basta con mirar el mapa electoral para darse cuenta de
que, a su modo y remozado, el viejo fantasma de la guerra civil -yanquis
contra confederados- vuelve a pasearse por aquellos lares. Y por el lado de Europa, lo mismo. Los mitificadores del
Viejo Continente, que tratan de presentarlo como el baluarte del Estado del
bienestar y de la defensa de las libertades, parecen no darse cuenta de la
velocidad con la que está avanzando la derecha europea, desde los Urales
hasta el Támesis. Un avance que, para más inri, la supuesta izquierda trata
de parar asumiendo ella misma los postulados de la derecha. Los valores que
se supone que nos caracterizan están en franco retroceso. Berlusconi es
Europa. Putin es Europa, y la UE, aunque se tape las narices, lo respalda.
Durao Barroso, ese ex maoísta reconvertido en anfitrión de las Azores, es
Europa. Blair es Europa. Incluso Aznar, que invita a Israel a emprender la
«guerra total», es también parte de Europa. Si se comparan los EEUU y Europa congelando en el vídeo
mental sus respectivas imágenes, por supuesto que se aprecian todavía
diferencias importantes. Pero si seguimos el rastro de las tendencias históricas
que siguen, es evidente que convergen. Europa está asumiendo con creciente
fidelidad las pautas características del actual american way of life. Su insulso bipartidismo. La sensiblería
hipócrita de su moral de conveniencias. Su estomagante ultranacionalismo. Su
desconfianza hacia lo diferente. Su estilo de vestir, de comer, de hablar. Su
cultura de usar y tirar. No presumamos de nada. Lo mejor que nos quedaba lo
estamos dilapidando (o dejando dilapidar, que viene a ser lo mismo). En cierto modo, no es que seamos mejores: tan sólo un
poquito más antiguos. [Es copia del artículo publicado
por El Mundo el 6 de noviembre de
2004] Para volver a la página de
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Tan sólo una
carta |
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JAVIER ORTIZ Ante hechos
de este género, cuando son tantas las ideas que le vienen a uno a la cabeza,
es preferible pronunciarse en forma de esquema, dejando para otro momento las
explicaciones que serían de rigor en un texto más amplio y reposado. Así que me
dejo de preámbulos y voy al grano. Los miembros
de ETA firmantes de la misiva aciertan cuando diagnostican que su
organización está de capa caída. Pero se equivocan cuando atribuyen a la
represión del Estado el pésimo momento por el que pasan. Por supuesto
que les han hecho daño los golpes policiales, particularmente los recibidos
en territorio del Estado francés. (No sólo los directos y publicitados.
Seguro que también han sentido los efectos corrosivos y deprimentes de la
infiltración policial dentro de sus propias filas.) Pero la
derrota más irreversible que está sufriendo ETA no es militar, sino política.
Técnicamente
hablando, nada le impide seguir adelante, puesto que cuenta con suficientes
voluntarios y con dinero (lo que se traduce en armas). Ése no es su
problema principal. Lo peor para ella es que cada vez tiene menos apoyo
social. No es sólo
que cuente con menos respaldo en cantidad, sino también en intensidad. El
apoyo que recibe de la ciudadanía abertzale está perdiendo fuelle a ojos
vista. Aunque no pueda admitirlo, sus militantes y simpatizantes se sienten
progresivamente desamparados, marginados de su propio pueblo. Los autores
de la carta ni siquiera mencionan ese panorama, que es el capital. Para
ellos, la clave única está en que su organización se equivocó de táctica. Siguen sin
comprender que se equivocó en casi todo. Particularmente cuando se atribuyó
una representación del pueblo vasco que nadie le había conferido, y en nombre
de la cual se puso a matar, a torturar y a extorsionar a cuantos le vino en
gana. Otro aspecto
crucial de la carta: su hipotética eficacia. Si la idea de
filtrarla a la prensa ha partido de quienes la suscriben, lo único que cabe
decir es que se han asestado un bofetón de primera en sus propios morros. ETA siempre
ha odiado las discusiones en la plaza pública. Su idea es que al opositor
interno que levanta la voz se le cierra la boca manu militari, y a otra cosa. Tampoco ha
sido nunca amiga de sentarse a hablar en condiciones de manifiesta debilidad.
Si ha de
negociar su desaparición, den ya ustedes por seguro –y perdonen el
lúgubre augurio– que lo hará tras demostrar fehacientemente que no ha
perdido su capacidad de matar. Me preocupan
los ejercicios de triunfalismo a los que se está dedicando tanta gente. ¿No
se estará dando cuenta del peligro de que sus albricias acaben
contabilizándose en lápidas? [Es copia del artículo publicado por El Mundo el 3 de noviembre de 2004] Para volver a
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Columnas publicadas con
anterioridad
(desde julio de 2003)
. Segunda quincena de julio de 2003