Columnas de Javier Ortiz aparecidas en

            

durante el mes de noviembre de 2004

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Cosas que son de verdad

 

 

JAVIER ORTIZ

         
De todos los argumentos utilizados en defensa de Miguel Angel Moratinos y sus declaraciones sobre la actuación del Gobierno de Aznar durante la intentona golpista de Venezuela, el que menos me vale es el que insiste en que lo dicho por el ministro es verdad.

Qué tendrá que ver.

No dudo de ello. Por todos los datos que salieron a la luz durante aquellos días de aguda crisis, era evidente que el entonces presidente Aznar se habría dado con un canto en los dientes con tal de que triunfaran los golpistas. En realidad, se dio con un canto en los dientes: se puso en evidencia de la manera más escandalosa. Pero la operación les salió mal. A él, a su amigo Bush y a todos los que alentaron de un modo o de otro la aventura.

A todos, digo. También se comprometieron en aquel golpe frustrado no pocas fuerzas de la Internacional Socialista y algunos influyentes aliados mediáticos del propio PSOE. Fue una conjunción de poderosos de muy diversa laya. En este periódico salió publicado, meses antes de aquel intento golpista, que el diputado socialista madrileño Eduardo Tamayo, aún no entregado a los placeres del transfuguismo, había estado en Venezuela conspirando como una fiera contra Chávez en nombre del PSOE.

Que lo dicho por Moratinos sobre el Gobierno del PP y Venezuela responda a la verdad carece de la más mínima importancia. El ministro tiene constancia a diario de toneladas de verdades, tan graves o aún más graves que ésa, y se las calla con muchísima prudencia.

Por ejemplo: como experto que es en la realidad de Oriente Medio, sabe que algunos dirigentes del Estado de Israel -empezando por Ariel Sharon, al que él mismo trata cual si de un querube se tratara- son criminales de guerra, amén de ladrones. Pero se cuida de decirlo. ¡Y las cosas que no sabrá de George Bush! O del rey de Marruecos -al que alguien cuyo nombre no recuerdo ahora mismo llama «mi hermano»-, que se monta toda suerte de tropelías en el Sahara ex español con armas neo españolas. O de las maravillas que hacen los ex colonos franceses por Costa de Marfil y otros pagos. Y de cómo están realmente las cosas en Afganistán, en donde el Ejército español tiene tropas de apoyo.

Si son realidades que conocemos incluso los que sólo nos enteramos de lo que pasa por ahí a través de lo que oímos, vemos y leemos en los medios de comunicación, ¿cómo podría no sabérselas de memoria el ministro español de Exteriores, que las tiene todo el día delante de las narices, «en vivo y en directo», como aquel que dice?

Pero se hace el longuis. Sólo lanza imputaciones cuando cree que puede sacar rentabilidad política de ellas.

Las podría soltar en tropel y en todas las direcciones, sin miedo a equivocarse. No veo qué pueda tener de especial que alguien que vive en una cochiquera acierte a señalar a un cerdo cuando se decide a levantar el índice.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 27 de noviembre de 2004]

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«Vivimos de eso»

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Hace unos pocos días hubo una manifestación de marineros en Vigo -no demasiados, todo sea dicho- para protestar por la llegada de un barco de Greenpeace que hace campaña contra la sobreexplotación de los caladeros y, más en concreto, contra la utilización de artes de pesca que destruyen los fondos marinos.

Los manifestantes gritaron «¡Sinvergüenzas!» a los activistas de Greenpeace.

Para poca vergüenza, la suya.

Si los manifestantes eran realmente marineros -además de agentes de la patronal, quiero decir-, sabrán más que de sobra que un buen contingente de la flota pesquera de Galicia -y de muchas otras zonas, por supuesto-, viene usando desde hace decenios sistemas de pesca que son una barbaridad. Incluida la dinamita.Tienen que saber igualmente que hay armadores que se pasan por el arco del triunfo las cuotas de capturas que les fija la UE para la pesca de determinadas especies. Y que las condiciones de contratación y de trabajo andan manga por hombro.

Si las cosas siguen más o menos como en los tiempos en los que me dediqué al periodismo marítimo-pesquero -y no me extrañaría que estuvieran peor, tal como funciona todo-, sabrán también perfectamente que esas irregularidades son sólo una parte de la irregularidad general en la que vive buena parte del gremio.Ha llegado a saberse de barcos que estaban en dificultades y que, cuando se comprobaban sus datos legales, se descubría que teóricamente no existían, porque se suponía que habían sido desguazados en conformidad con los planes subvencionados por las autoridades comunitarias para la reestructuración de la flota.

Yo mismo he visto barcos que, por no estar en condiciones, ni siquiera tenían los botes de salvamento dispuestos para ser utilizados.

«Vivimos de eso», se quejan.

Claro.

Recuerdo algunas conversaciones con trabajadores de Eibar, a finales de los 60. Se quejaban de las campañas que hacíamos contra la venta al Estado de Israel de armas fabricadas en su pueblo. También ellos decían: «Vivimos de eso». «Pues vivid», les respondíamos, «pero no pretendáis que hagamos la vista gorda ante la masacre del pueblo palestino a la que contribuyen vuestros patronos».

Cada cual trabaja en lo que puede y donde le dejan. Pero una cosa es buscarse un modo de subsistir y otra pretender que los negocios de los patronos son invariablemente estupendos y que ellos mismos son benefactores de la Humanidad por los que es de justicia batirse el cobre.

«Vivimos de eso», dicen. Ya. Pero los demás también vivimos de eso. Y gracias a eso.

Si el mar se muere, se muere la vida. Si las aguas se empobrecen, se empobrece hasta el aire que respiramos. Y si los caladeros se agotan, es pescado para hoy y hambre para mañana. Que nadie pida que seamos tolerantes cuando se trata de primar el bien de unos pocos -el relativo y muy desigual bien de unos pocos- frente al indiscutible perjuicio para la colectividad.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 24 de noviembre de 2004]

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Vicios privados, públicas virtudes

 

 

JAVIER ORTIZ

         
Suele argumentarse a favor de las privatizaciones apelando a la razón del bolsillo. Quien sólo cobra si hay beneficios -se arguye- tiene el máximo interés en que las cosas funcionen lo mejor y más racionalmente que quepa; en cambio, quienes viven a costa del erario pueden despreocuparse de los beneficios y dilapidar a su antojo.

El argumento, sin ser falso al 100%, es muy tramposo. Porque no es verdad que quien vive de los beneficios tenga interés en que las cosas funcionen lo mejor posible. En lo que tiene interés es en que las cosas le aporten el máximo beneficio posible. Y si para ello hace falta rebajar la calidad de la producción (o del servicio, o de lo que sea), lo rebaja.

Habrá que ver qué es lo que pasó el jueves con la subestación eléctrica de Méndez Álvaro, en Madrid, cuyo incendio dejó sin electricidad a decenas de miles de usuarios, pero el hecho de que éste no sea el primer caso -hubo otro muy similar en julio- induce a sospechar que la compañía responsable de las instalaciones no invierte en su modernización y mantenimiento todo lo que sería necesario.

No se trata de una sospecha arbitraria. Por las tierras levantinas por las que suelo recalar, nos quedamos sin suministro eléctrico cada dos por tres. Cuando hace calor, porque se les ha recalentado no sé qué. Cuando hace frío, porque se les ha enfriado. Si llueve, porque se les ha humedecido. Y si hay tormenta, ya ni cuento. La razón es obvia: las labores de mantenimiento suponen mucho gasto. Y hay que ahorrar, para que los beneficios sean mayores.

Es cierto que la ley prevé castigar las eventuales negligencias de las empresas privadas que prestan (perdón: no prestan, venden) servicios de primera necesidad. Pero las sanciones que les imponen -cuando se las imponen- no tienen realmente un efecto disuasorio. Su importe es siempre muy inferior al ahorro conseguido.

No es éste un mal que afecte sólo al servicio eléctrico, ni mucho menos.

El Gobierno de Zapatero se está planteando dejar vía libre a la Ley del Sector Ferroviario, obra de la mayoría absoluta del PP. Esa ley implantaría en España el modelo británico, cuyos efectos son bien conocidos: descenso de los niveles de seguridad, eliminación de servicios, incremento de las tarifas, cierre de las líneas menos rentables con independencia de su interés social, reducción de plantillas... Lo cual corre el peligro de suceder en unos momentos en los que lo que necesita la red ferroviaria española es todo lo contrario: más cuidado, más inversiones.

Pero, qué digo yo. Eso es lo que necesitaría si se tratara de impulsar un tipo de transporte que supusiera una verdadera alternativa al automóvil.

Pero el objetivo real no es ése. De lo que se trata es de hacer dinero.

Privado, por supuesto. Porque ya se sabe que el dinero privado es más racional.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 20 de noviembre de 2004]

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Juzgados por la pinta

 

 

JAVIER ORTIZ

         
La titular del Juzgado número 1 de lo Penal de Huelva ha absuelto a un hombre que estaba acusado de agredir a su ex pareja. En su sentencia, la juez priva de credibilidad al testimonio de la presunta agredida apelando a que viste «de manera indecorosa, propia de un chiringuito». Según se desprende de su argumentación, una mujer ataviada con «una mera camiseta de tirantes ajustada al cuerpo, con un muy generoso escote» y que «sólo cubría 10 centímetros de muslo», no merece crédito.

Estamos ante una reedición sui generis de la célebre «sentencia de la minifalda», en la que un juez -en aquel caso hombre- excusó una agresión sexual amparándose también en el modo «indecoroso» en que vestía la agredida.

Vale la pena subrayar hasta qué punto algunas personas encargadas de administrar justicia confunden sus prejuicios particulares con las normas legales y las figuras delictivas fijadas en los códigos pertinentes. En el caso de la juez onubense, es obvio que incluso ella misma fue consciente del carácter torticero de sus criterios. En efecto: de haber podido argumentar objetivamente la falta de decoro de la testigo, la habría conminado a cambiar su porte antes de iniciar la vista oral. Pero no dijo nada, permitió que se realizara el juicio y se guardó sus castos prejuicios para la sentencia.

La actitud de esta juez, de todos modos, es mucho menos insólita de lo que puede parecer a primera vista. Porque son muchos los servidores del Estado que actúan en función del aspecto de los ciudadanos.

Siempre recordaré una noche, hace años, que entré a comprar tabaco -entonces aún fumaba- en un bareto del barrio de Malasaña, en Madrid. Según me dirigía a la barra a pedir la cajetilla correspondiente, irrumpieron de súbito varios policías nacionales que, a grandes voces, conminaron a los presentes a colocarse contra la pared. Yo recogí el tabaco, lo pagué y me fui hacia la puerta. Al pasar junto a los policías, les dije: «Buenas noches». Y me contestaron: «Buenas noches, señor».

Me juzgaron por la pinta.

Han sido muchas más, por desgracia, las ocasiones en las que he podido comprobar cómo la Policía juzga también por la pinta, pero a la inversa. Cómo reclama de malos modos la identificación de personas que no han hecho nada de particular pero que, en su criterio, tienen «mala pinta»: chavales vestidos, peinados o rapados a su aire, mujeres de aspecto «indecoroso», inmigrantes no muy trajeados... Gente que va por la calle a sus cosas sin meterse con nadie y que, por no tener los rasgos físicos o no vestir como los agentes del orden consideran normal, se ve metida en un lío que, en el mejor de los casos, le hace perder un buen tiempo.

Bueno, pues era de eso de lo que les quería hablar hoy: de cómo no son sólo algunos jueces los que juzgan por la pinta. Y del peligro que entraña hoy en día salirse de la norma.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 17 de noviembre de 2004]

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Encuestas imbéciles

 

 

JAVIER ORTIZ

        
Se publican hoy en día encuestas que, por tolerante que sea uno -y yo lo soy hasta extremos que a veces me asombran a mí mismo-, sólo pueden calificarse de imbéciles.

Hay asuntos en los que se ve mal qué importancia puede tener lo que opine el personal, porque tanto da (v. gr.: no va a ningún lado saber cuánta gente prefiere que Aznar conferencie en la Universidad de Georgetown y cuánta lo vería mejor perorando en la de Michigan), pero que no son intrínseca y radicalmente disparatados. Triviales sí, pero no absurdos. A cambio, los hay que carecen por completo de sentido. Por poner un ejemplo: preguntar a la población si cree que tal día como hoy, pero dentro de un año, hará sol o lloverá en el madrileño distrito de Latina es, sencillamente, una memez.

Sin embargo, se hacen encuestas que, en el fondo, no se diferencian gran cosa de ésa que me acabo de inventar. «¿Cree usted que el ex presidente de la Comunidad Foral de Navarra, Javier Otano, tenía más de una cuenta corriente en Suiza?». ¿Y cómo diablos lo van a saber los encuestados? «¿Piensa usted que el Tribunal Constitucional dictaminará que la aprobación de la Constitución Europea obliga a reformar la Carta Magna española?». ¿Y quién sabe por dónde le dará en su momento al TC, que suele emitir sus dictámenes tras comprobar por dónde sopla cada día el viento de la política patria? Y, además, ¿qué trascendencia tiene lo que piensen ahora mismo unos cuantos particulares?

Hace años, un locutor de radio de ésos que se las dan de incisivos me preguntó:

-Cuando los socialistas estuvieron en el poder, ¿hicieron la vista gorda de manera sistemática ante los delitos fiscales de sus amigos?

-¿De manera sistemática? No lo sé -respondí, básicamente porque no lo sabía.

-Ya. No quieres mojarte, ¿eh? -me soltó.

Consiguió tocarme las narices. Por lo visto, tienes que saber de todo, opinar de todo, juzgarlo todo.

Cuando acabó el programa, le pregunté:

-Y tú ¿crees que E es igual a MC2?

No entendió de qué iba, claro. La relatividad no era lo suyo.

Hoy en día, a todo quisque le preguntan qué opina sobre lo que sea, con independencia de que carezca de la información necesaria para emitir un juicio. O incluso aunque sea literalmente imposible que cuente con los datos necesarios para opinar sobre lo que se le plantea.

Pero no tiene nada de casual. Cuanto más se empobrece la democracia real, cuanto menos pinta la voluntad de la ciudadanía ante las grandes opciones de su existencia, cuanto más se lo guisan y se lo comen en recintos herméticamente blindados a la mirada de la calle -a menudo poderes económicos no sometidos a elección alguna-, más les conviene que la opinión pública se crea tenida en cuenta constantemente, consultada hasta para las más intrascendentes minucias.

Que es de lo que en realidad se trata. De que sólo opine sobre minucias intrascendentes.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 13 de noviembre de 2004]

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Hace 15 años

 

 

JAVIER ORTIZ

          
Hace 15 años que fue derribado el Muro de Berlín.

Me alegré. Los estados del Este europeo me daban auténtica grima.

Los del Oeste también, pero por razones distintas. Como nunca me había declarado partidario del capitalismo -más bien todo lo contrario-, cuantos desastres se cometieran en nombre de ese deleznable sistema económico y social no hacían sino confirmar mis más tétricos pronósticos.

A cambio, sí me había proclamado socialista, y me daba por rasca que aquellas tiranías burocráticas fueran llamadas socialismo real. Me decía que, si el objetivo era lograr sistemas efectivos de convivencia social, cuanto antes desaparecieran todas esas infames imposturas, mejor.

El paso del tiempo no me ha llevado a mejorar mi juicio sobre aquellos regímenes, ni mucho menos -algo me dice que cuanta más información tiene uno sobre cualquier cosa, peor la ve-, pero sí me ha conducido a matizar algunos de mis juicios iniciales.

Ironías de la vida, he aprendido a valorar la importancia de un principio capitalista: el de la libre competencia.

Cuando tenía el bloque soviético como obligatorio y constante punto de referencia, el capitalismo occidental se veía obligado a mostrar al mundo su mejor cara. Debía propagar que lo suyo eran las libertades y la prosperidad. No lo lograba, desde luego -los McNamara, los Eugene McCarthy y los Rockefeller se resistían mucho-, pero por lo menos lo intentaba. Por su parte, los del Kremlin y su cohorte se sentían forzados a demostrar que apoyaban a los levantiscos de todos los continentes y, aunque tampoco lo hicieran con demasiado entusiasmo -no fue el Che el único que se vio abandonado–, incordiaban lo suyo.

Eso provocaba una tensión internacional que, hechas las cuentas a 15 años vista, me da que tenía bastante de positiva. Cada bando hacía sus pifias, claro, pero a la vez debía moderarse, para no provocar demasiado al contrario, que era muy poderoso y podía liarla buena si se cabreaba, porque contaba con un montón de armas, incluidas las nucleares.

Aquella situación era conocida por entonces con el aparatoso nombre de «el equilibrio del terror».

Casi todos, cuando recurríamos a esa expresión, poníamos nuestro particular énfasis en lo de «terror». No pensamos que quizá lo más importante estaba en el otro término: equilibrio.

Las dos enormes fuerzas, aplicadas la una contra la otra, generaban una cierta seguridad. O mejor dicho: una seguridad cierta. Siempre podía haber algún loco que pensara en romper la baraja, desde luego, pero había muchísimos cuerdos que vigilaban con cien ojos el juego.

Ahora no. Ahora no hay equilibrio. La balanza está hundida del lado de Washington, que se cree autorizado a hacer lo que le da la real gana.

Que se cree autorizado a hacerlo porque de hecho lo está. Nadie se lo discute.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 10 de noviembre de 2004]

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Tendencialmente iguales

JAVIER ORTIZ

          
Desde que se confirmó la contundente victoria electoral de George W. Bush, se nos ha venido encima un aluvión de comentarios destinados a subrayar cuán diferentes son las sociedades estadounidense y europea. En resumen -y llevando las cosas a la caricatura-, lo que se viene a decir es que allí reina el carquerío más penoso, en tanto que aquí somos de un progre que da gusto.

Lo primero que hay que objetar a esos comentarios es que comparan dos categorías («la sociedad estadounidense» y «la sociedad europea») demasiado abstractas, que es obligado bajar a tierra y analizar en concreto si no queremos vagar por el limbo de los tópicos.

No podemos olvidar, en primer lugar, que la población de los EEUU está muy dividida. Los 58 millones de votos logrados por Bush le han dado el triunfo, pero no anulan los más de 55 millones de votos obtenidos por sus rivales (dicho sea en plural para dejar constancia del 1% del electorado que ha dado su respaldo a Ralph Nader). Los Estados Unidos no están nada unidos, aunque algunos creamos que tampoco había demasiada diferencia ideológica entre los dos candidatos con posibilidades de vencer.

Basta con mirar el mapa electoral para darse cuenta de que, a su modo y remozado, el viejo fantasma de la guerra civil -yanquis contra confederados- vuelve a pasearse por aquellos lares.

Y por el lado de Europa, lo mismo. Los mitificadores del Viejo Continente, que tratan de presentarlo como el baluarte del Estado del bienestar y de la defensa de las libertades, parecen no darse cuenta de la velocidad con la que está avanzando la derecha europea, desde los Urales hasta el Támesis. Un avance que, para más inri, la supuesta izquierda trata de parar asumiendo ella misma los postulados de la derecha. Los valores que se supone que nos caracterizan están en franco retroceso. Berlusconi es Europa. Putin es Europa, y la UE, aunque se tape las narices, lo respalda. Durao Barroso, ese ex maoísta reconvertido en anfitrión de las Azores, es Europa. Blair es Europa. Incluso Aznar, que invita a Israel a emprender la «guerra total», es también parte de Europa.

Si se comparan los EEUU y Europa congelando en el vídeo mental sus respectivas imágenes, por supuesto que se aprecian todavía diferencias importantes. Pero si seguimos el rastro de las tendencias históricas que siguen, es evidente que convergen. Europa está asumiendo con creciente fidelidad las pautas características del actual american way of life. Su insulso bipartidismo. La sensiblería hipócrita de su moral de conveniencias. Su estomagante ultranacionalismo. Su desconfianza hacia lo diferente. Su estilo de vestir, de comer, de hablar. Su cultura de usar y tirar.

No presumamos de nada. Lo mejor que nos quedaba lo estamos dilapidando (o dejando dilapidar, que viene a ser lo mismo).

En cierto modo, no es que seamos mejores: tan sólo un poquito más antiguos.

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 6 de noviembre de 2004]

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Tan sólo una carta

JAVIER ORTIZ

         
Tomo nota de la carta que seis militantes de ETA han dirigido a la dirección de su organización y que ha acabado apareciendo en las páginas del Diario de Noticias de Navarra.

Ante hechos de este género, cuando son tantas las ideas que le vienen a uno a la cabeza, es preferible pronunciarse en forma de esquema, dejando para otro momento las explicaciones que serían de rigor en un texto más amplio y reposado.

Así que me dejo de preámbulos y voy al grano.

Los miembros de ETA firmantes de la misiva aciertan cuando diagnostican que su organización está de capa caída. Pero se equivocan cuando atribuyen a la represión del Estado el pésimo momento por el que pasan.

Por supuesto que les han hecho daño los golpes policiales, particularmente los recibidos en territorio del Estado francés. (No sólo los directos y publicitados. Seguro que también han sentido los efectos corrosivos y deprimentes de la infiltración policial dentro de sus propias filas.)

Pero la derrota más irreversible que está sufriendo ETA no es militar, sino política.

Técnicamente hablando, nada le impide seguir adelante, puesto que cuenta con suficientes voluntarios y con dinero (lo que se traduce en armas).

Ése no es su problema principal. Lo peor para ella es que cada vez tiene menos apoyo social.

No es sólo que cuente con menos respaldo en cantidad, sino también en intensidad. El apoyo que recibe de la ciudadanía abertzale está perdiendo fuelle a ojos vista. Aunque no pueda admitirlo, sus militantes y simpatizantes se sienten progresivamente desamparados, marginados de su propio pueblo.

Los autores de la carta ni siquiera mencionan ese panorama, que es el capital. Para ellos, la clave única está en que su organización se equivocó de táctica.

Siguen sin comprender que se equivocó en casi todo. Particularmente cuando se atribuyó una representación del pueblo vasco que nadie le había conferido, y en nombre de la cual se puso a matar, a torturar y a extorsionar a cuantos le vino en gana.

Otro aspecto crucial de la carta: su hipotética eficacia.

Si la idea de filtrarla a la prensa ha partido de quienes la suscriben, lo único que cabe decir es que se han asestado un bofetón de primera en sus propios morros.

ETA siempre ha odiado las discusiones en la plaza pública. Su idea es que al opositor interno que levanta la voz se le cierra la boca manu militari, y a otra cosa.

Tampoco ha sido nunca amiga de sentarse a hablar en condiciones de manifiesta debilidad.

Si ha de negociar su desaparición, den ya ustedes por seguro –y perdonen el lúgubre augurio– que lo hará tras demostrar fehacientemente que no ha perdido su capacidad de matar.

Me preocupan los ejercicios de triunfalismo a los que se está dedicando tanta gente. ¿No se estará dando cuenta del peligro de que sus albricias acaben contabilizándose en lápidas?

 

[Es copia del artículo publicado por El Mundo el 3 de noviembre de 2004]

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