Columnas
de Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de julio de 2004
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Sin indicios de lo inverosímil |
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JAVIER ORTIZ Me consta que las querencias ideológicas y políticas del personal condicionan sus entendederas. Los hay que odian al PSOE con tan negra bilis -melancolía, dicho en griego- que están dispuestos a dar por buenas las acusaciones más disparatadas y desprovistas de fundamento, con tal de que perjudiquen al partido de sus furores. Lo mismo pero al revés puede decirse de muchísimos enemigos jurados del PP: que admiten cualquier imputación que se dirija contra los jefes de ese partido, por muy traída por los pelos que resulte. Lo sé. Pero, con todo y con eso, no deja de asombrarme la capacidad que tienen algunos para cerrar los ojos a la realidad, incluso a la más llamativa, cuando lo que ven no les conviene. Como en la sentencia atribuida a Hegel: «Si los hechos me contradicen, peor para los hechos». Es obvio que la versión oficial de los atentados del 11-M -la que la mayoría
parlamentaria da por buena- deja sin aclarar o aporta explicaciones
insatisfactorias de diversos aspectos de importancia. Pero apoyarse en las
insuficiencias de una investigación que aún no ha concluido para conceder
carta de naturaleza a la hipótesis de que la «autoría intelectual» de los
atentados corresponde a ETA supone descender bastante por debajo de los
límites mínimos de la racionalidad. Ya sé que les vendría tan bien que ETA hubiera tenido
algo que ver en el 11-M como mal les viene que haya sido obra de un comando
islamista. Pero es patético su empeño en sustituir la realidad con sus
deseos. Saben que la Policía no ha encontrado hasta ahora nada que invite a
apuntar en esa dirección, por más que los presuntos autores de los atentados
fueran dejando tras de sí un reguero de llamadas telefónicas detectadas y de
agendas bien nutridas. De acuerdo en que nunca conviene descartar ninguna
hipótesis, pero no es inteligente desconfiar de lo que se sabe en nombre de
las infinitas posibilidades de lo que cabe elucubrar. Trato de imaginarme a ETA subcontratando a un comando
islamista que, una vez cogido en falta, se suicida. Si me dijeran que tienen
pruebas de que es eso lo que ocurrió, exigiría que me las enseñaran. Como para aceptarlo cuando ni siquiera hay indicios. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 31 de julio de 2004] Para
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El arte del buen perder |
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JAVIER ORTIZ Los sandinistas fueron derrotados en las urnas. La coalición de opositores obtuvo el 55% de los votos y ellos desalojaron el Gobierno sin oponer resistencia. Todo el mundo alabó su buen perder. Pero lo suyo -creo
yo- no demostró que supieran perder. Una cosa es encajar con elegancia los reveses
y otra saber perder, en sentido estricto. Para saber perder, lo primero que
debe hacer uno es contar con que ese riesgo existe, por improbable que
parezca. Acto seguido, ha de planificar con todo detalle los pasos que daría,
en todos los terrenos, caso de sobrevenirle la desgracia, para minimizar las
pérdidas y situarse lo antes posible en condiciones de reemprender el
combate. Tiendo a pensar que Borge fue sincero cuando dijo que no
habían tomado en consideración la posibilidad de perder. O no lo hicieron o
lo hicieron muy poco y muy mal. De hecho, la derrota dejó al FSLN groggy, abocado a una grave crisis
política y moral. Por aquel entonces, Tomás Borge se declaraba marxista.
Pero no creo que eso tenga nada que ver. Ho Chi-minh, que también se decía
marxista, actuaba conforme a criterios muy diferentes, si es que no opuestos.
El líder vietnamita tenía una divisa fundamental: «Siempre preparados para lo
peor». Según me dice el humanista y politólogo Xosé Luis
Barreiro, que sabe de lo que habla -y de los que habla-, muchos de los
dislates que están cometiendo los dirigentes del PP desde el 14-M se deben a
que la derrota les cogió totalmente por sorpresa. No se la esperaban de
ningún modo. Creo que, en efecto, el problema de Aznar, Rajoy, Zaplana, Acebes
y compañía es que no han sabido perder. En ninguno de los dos sentidos: ni
han acertado a encajar la derrota con el fair
play que conviene al caso ni fueron capaces de abandonar el Poder del
modo ordenado y sereno que les hubiera convenido. De haber sabido ordenar su retirada, habrían dejado
mejor recuerdo… y muchos menos papeles comprometedores. No se verían en
aprietos como el del lobby de la
medalla de Aznar, incluyendo sus abochornantes facturas maquilladas. Ese tipo
de asuntos no figurarían de ningún modo en la carpeta de pendientes. Saber perder no es sólo cuestión de talante. Implica
seguir un plan que incluye la adopción de muchas precauciones. Quizá el PP esté empezando a comprenderlo ahora. Algo
tarde, me temo. [Es copia
del artículo publicado por El Mundo el
28 de julio de 2004] Para
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Cataluña, Estado |
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JAVIER ORTIZ Algunos han creído ver en ello un reflejo del deseo de los socialistas catalanes de convertir a Cataluña es un Estado-nación. Es una conclusión abusiva, si es que no maliciosa. Lo que Maragall apuntó es que, puesto que la estructura territorial del Estado es autonómica, los órganos de gobierno de las comunidades autónomas son Estado, es decir, ejercen la representación del Estado en su territorio. No en todos los ámbitos -ya sabemos que hay funciones del Estado que no son descentralizables, por imperativo constitucional-, pero sí en la mayor parte de los asuntos. Por ello mismo, resulta erróneo identificar al Gobierno
central con el Estado. El Estado está integrado por la suma de todas las
instituciones, sean cuales sean sus respectivos ámbitos de actuación. En
consecuencia, tampoco es correcto interpretar que, cuando una comunidad
autónoma reclama que se le transfiera el control de este o aquel órgano de
gestión, esté tratando de arrebatar al Estado una competencia. No es así
porque, una vez tales funciones estén en sus manos, seguirá siendo el Estado
-una parte de su aparato- quien las
ejerza. Otra conclusión, no menos inevitable, derivada del
carácter autonómico del Estado: Pasqual Maragall es la máxima autoridad
permanente del Estado en Cataluña. Igual que Juan José Ibarretxe en Euskadi. Ya sé que este planteamiento choca a muchos, que siguen
abordando las relaciones del poder central con los órganos de gobierno de las
nacionalidades vasca y catalana como una continuación de la guerra por otros
medios y no como una vía para tratar de superar de manera relajada y amistosa
los viejos defectos de fábrica de
los que aún adolece el Estado español. Para ellos, cada atribución que
obtienen los gobiernos de Cataluña o Euskadi es una amputación que sufre
«España». No digamos nada si los gobernantes catalanes o vascos que la
obtienen son nacionalistas. Entonces la sombra del crimen de lesa patria
oscurece inevitablemente el conjunto de la escena. Es sólo en esa línea de pensamiento en la que me encaja
el hecho de que tantos comentaristas hayan abordado la entrevista del
miércoles entre Rodríguez Zapatero y Maragall como si el primero estuviera
allí en representación del Estado español, o incluso de «España», y el otro
hubiera acudido a La Moncloa a arañarle poder para nutrir con él una
institución extraña, si es que no hostil. De todos modos, tampoco cabe olvidarse de la trampa que
hizo Maragall. ¿«Cataluña es Estado»? El sabe muy bien que no. Quien es
Estado -un poder territorial del Estado- es la Generalitat. Pero la
Generalitat no es Cataluña. Cataluña es una nación sin Estado. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 24 de julio de 2004] Para
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¿De qué se quejan? |
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JAVIER ORTIZ Tanto lo dicen y con tanta convicción lo repiten que resulta imprescindible no perder de vista los datos de lo que realmente sucedió, para no dar por bueno lo que está lejos de atenerse a la verdad. Tal como cuentan la historia los jefes del PP, se diría
que hubo una porción muy amplia del electorado que estaba presta a votar a su
partido pero que, tras los atentados y lo sucedido en las horas posteriores,
cambió sus planes y se decidió a respaldar al PSOE. En lo esencial, eso es falso. El PP recibió en las
pasadas elecciones generales sólo medio millón de votos menos que en los
comicios del año 2000. El PSOE, en cambio, obtuvo tres millones de votos más.
El trasvase de sufragios, en la medida en que se produjera, no pudo ser ni
mucho menos decisivo. Lo que más influyó en la frustración de las expectativas
de Rajoy no fue el cambio de opción de sus electores sino, sobre todo, la
amplísima movilización de abstencionistas habituales que se gestó los días
11, 12 y 13, y que hay que cifrar entre 2,5 y 3 millones. Lo que inclinó
definitivamente la balanza del 14-M fue la participación de esos
abstencionistas casi militantes, que se decidieron a tomar cartas en el
asunto y a respaldar al PSOE. Muchos constatamos ese fenómeno en nuestro entorno.
Hablo de una muy importante franja del electorado situada dentro del ámbito
ideológico de lo que suele llamarse «la izquierda sociológica», que no suele
mostrar interés por el juego electoral y sus protagonistas, porque está
escaldada y no confía ni en el uno ni en los otros, y que, en razón de ello,
acostumbra a acompañar en la abstención a los muchos que se desentienden
permanentemente de la cosa pública. El 14-M, en cambio, se sintió aguijoneada
-herida incluso- y fue a votar. Tal como vi el fenómeno, creo que esos votos
fueron más en contra del PP que a favor del PSOE. Tomaron al PSOE,
sencillamente, como el único partido que podía hacer en la práctica las
funciones de no-PP. Así las cosas, las referencias quejosas de los ideólogos
del PP a la excepcionalidad de las condiciones en que se celebraron los
comicios del 14-M sólo pueden referirse a la -en efecto- excepcional
participación electoral que se produjo ese día. Pero, ¿cómo puede un político
que se pretende demócrata lamentarse de que disminuya la abstención, sea por
las razones que sea? ¿De qué se quejan? ¿De que el resultado reflejara con
más amplitud que en otras ocasiones -es decir, con más fidelidad- las
verdaderas preferencias de la población? [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 21 de julio de 2004] Para
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Zapatero y el Sáhara |
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JAVIER ORTIZ El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, ha justificado ese viraje alegando que la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sáhara provocaría una fuerte crisis en todo el Magreb. Se me ocurren un par de objeciones. La primera, y
bastante elemental, es que él no puede saber qué provocaría ese referéndum
porque, para que se pudiera realizar, habrían de producirse algunos cambios
de importancia en la zona. En particular, la ONU debería tomar en sus manos el
control del proceso. Sólo a la vista de la situación surgida con esos cambios
cabría evaluar qué peligros corre el Magreb, y en qué medida los corre. La segunda objeción es de superior peso, porque es de
principios: que un objetivo resulte inviable a corto plazo no es excusa para
abandonarlo, si el objetivo es justo. ¿Acaso está al alcance de la mano la
paz entre israelíes y palestinos? Si las reivindicaciones soberanistas del
pueblo saharaui ponen en peligro el equilibrio del Magreb es, pura y exclusivamente,
porque el Reino de Marruecos ha decidido quedarse con la ex colonia española
en virtud del derecho de conquista, digan lo que digan las leyes
internacionales y las resoluciones de las Naciones Unidas. Pone su soberbia
por delante. Inclinarse ante ella sería -además de un pésimo precedente para
la propia España, que dista de estar a salvo de conflictos con la monarquía
alauita- un desastroso reconocimiento de la preeminencia de las armas sobre
el Derecho. Rodríguez Zapatero ve bien las posiciones del Gobierno
francés en relación al Sáhara y quiere que Francia participe en la resolución
del conflicto. Hace como que no ve que París respalda incondicionalmente la
posición de son ami le Roi porque
no tiene más interés en el Sáhara que el que pueda derivarse de la
explotación de sus recursos. El Gobierno de Madrid, que también en ese juego
de la explotación lleva las de perder, ha de responder de otros compromisos
históricos. En particular, debe estar a la altura de las obligaciones
derivadas del modo vergonzoso en que el Estado español capituló ante la
Marcha Verde. Y si Zapatero y Moratinos no quieren verlo, quizá
debamos ir viendo el modo de hacérselo ver desde la calle, gritándolo tan
alto como haga falta. Porque somos muchos los que estamos de corazón con el
pueblo saharaui. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 17 de julio de 2004] Para
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Las urnas no lo lavan todo |
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JAVIER ORTIZ Ahora que han quedado al desnudo sus chapuzas, sus negligencias y sus mentiras en relación al accidente del Yak-42, Rajoy le sigue la corriente: ya no es ministro; no hace al caso ensañarse con él. Ha saldado su deuda. Decía antes que el subterfugio no es de uso exclusivo
del PP, ni mucho menos. También los felipistas lo emplearon con generosidad
tras la victoria de Aznar en las elecciones de 1996. Cada vez que alguien
amagaba con pasarles factura por alguno de sus desafueros pasados -varios de
ellos descritos en el Código Penal con notable precisión-, contestaban de
manera invariable: «Ya hemos dejado el poder. ¿Os parece poca penitencia?». El abandono del poder es grave desgracia, desde luego,
sobre todo para quien lo ambiciona como ninguna otra cosa, pero no lava de
toda culpa a quien pasa por tan amargo trago. Un partido gobernante puede
perder las elecciones por razones diversas. Cabe que a la mayoría del
electorado no le convenzan las recetas que está aplicando, por honradas y
lícitas que sean. Sin más. En ese caso, el voto no es de repudio, sino de
mera preferencia. Además, cuando un gobierno es derrotado, pierden todos sus
integrantes, no sólo aquellos que se han servido de sus cargos de manera
inescrupulosa. En suma: los purgatorios colectivos no sirven para
expiar los pecados individuales. Trillo se quedó sin Ministerio, como el
resto de sus compañeros y compañeras de gabinete, pero de sus yerros, sus
trampas y sus engaños particulares ha de dar cuenta él, específicamente. Por
eso tiene pleno sentido reclamar que renuncie a su acta de diputado. Se extiende estos días entre los afines al PP una línea
argumental semejante para referirse a los trabajos de la Comisión
parlamentaria sobre el 11-M: «No vale la pena dar más vueltas a lo que
hicieron o dejaron de hacer Aznar, Acebes y Zaplana los días 11, 12 y 13 de
marzo. Ya pagaron sobradamente el 14 por sus errores». Estamos en las mismas.
Fuimos muchísimos los que el 14 de marzo no votamos al PP sencillamente
porque no le hubiéramos dado nuestro voto de ningún modo, al margen de lo
ocurrido en las horas anteriores. Mientras no quede claro qué sucedió
realmente, no sabremos si cabe considerar que su actuación es cosa ya juzgada
o si cumple pedirles responsabilidades suplementarias. Nada de echar tierra a nada. Lo primero de todo, conocer
la verdad.Y lo segundo, sacar las consecuencias. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 14 de julio de 2004] Para
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Mienten, pero no lo saben |
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JAVIER ORTIZ Ya sabemos, en consecuencia, quién puso en circulación el dato falso. ¿Y? Jamás se me pasó por la cabeza que lo de la Titadine
fuera un invento personal del entonces ministro del Interior, ni se me
ocurrió reprocharle semejante cosa. De lo que sí le consideré y sigo
considerando responsable es de haberse aferrado a esa historia más allá de
todos los límites de la razón y la prudencia, incluso cuando no se tenía en
pie. De insistir en atribuir la masacre a ETA cuando todo apuntaba ya hacia
el terrorismo islámico. Santiago Cuadro habló de Titadine en la misma mañana del
11. Fue una frivolidad por su parte. Pero a las 5 de la tarde ya se había
desdicho, y a las 6 el ministro estaba al tanto de su rectificación. De
hecho, a Acebes le daba igual, porque cuando admitió que la dinamita era Goma
2 ECO, declaró que también ése es un explosivo típico de ETA. Incluso cuando
estaba ya bastante avanzada la investigación del mecanismo de la bomba sin
estallar que se encontró dentro de una mochila en Vallecas -incluida la
célebre tarjeta del móvil, que condujo a las primeras detenciones-, insistió
en que el hallazgo corroboraba que la autoría de la masacre correspondía a
ETA. El sábado 13, este periódico publicó una entrevista con
Mariano Rajoy en la que el líder del PP decía: «Hay algunos datos que, en mi
fuero interno (sic), me hacen
pensar que se trata de ETA. (…) Tengo la convicción moral (sic) de que es así». Cuando las voces
interiores y los pálpitos sustituyen a la consideración objetiva de los
hechos, cualquier cosa es posible. No me cuesta creer que tanto Rajoy, que se situó en un
prudente segundo plano, como Aznar, Acebes y Zaplana, que se lanzaron a por
todas, dijeran lo que dijeron sin tener conciencia clara de estar mintiendo.
Necesitaban creer que el atentado había sido obra de ETA y no de un grupo
terrorista árabe. Ambas cosas. La necesidad de creer es la condición primera de la fe. Tenía que ser así; luego era así. El subjetivismo hace ese tipo de estragos. Acepto la
posibilidad de que Aznar se creyera en su día el cuento de las armas de destrucción
masiva de Sadam Husein. Hasta cabe que siga creyéndoselo. Es del mismo género
que Jaime Ignacio del Burgo, representante del PP en la Comisión de
investigación, que está convencido de que el terrorismo islámico y ETA
trabajan de consuno y desespera porque ningún responsable policial se lo
corrobora. «Algún día se sabrá la verdad», ha sentenciado. (El ya la sabe. Se
la ha revelado su fuero interno.) Sinceramente: preferiría que mintieran a sabiendas.
Demostrarían más conciencia de la realidad. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 10 de julio de 2004] Para
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Afición y forofismo |
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JAVIER ORTIZ Me da que no tanta. Me explico. Si uno es melómano, disfruta con el trabajo de una gran
variedad de compositores e intérpretes. Si es amante de la pintura, aprecia
la obra de cientos de autores. No concibo un verdadero enamorado del jazz al
que sólo le interesen las interpretaciones de Thelonius Monk y Miles Davis,
por geniales que sean, ni un entusiasta de la pintura que desprecie todo lo
que no haya salido de los pinceles de Goya y Kandinsky, por citar otros dos
de aquí te espero. ¿Imagina alguien a un admirador del buen ajedrez perdiendo
el interés por el desarrollo de un torneo así que su maestro predilecto queda
apartado de la lucha por el título? Sin embargo, en España son muchísimos los supuestos
aficionados al fútbol que sólo ponen interés cuando quienes juegan son los suyos. Lo hemos podido comprobar
en la recién concluida Eurocopa de Portugal. En cuanto la selección española
fue eliminada, buena parte de los aficionados volvieron la espalda al
campeonato, y otro tanto hizo la prensa especializada. Empezaron a prestar
más atención a la designación del nuevo seleccionador nacional y a los
eventuales fichajes para la próxima temporada que a los cuartos de final de
la contienda que tenía lugar en el país vecino. Ya se sabe que las competiciones deportivas sirven para
transferir -y con suerte también para desbravar- algunos sentimientos
problemáticos de los individuos. El de la afirmación de la tribu propia por
oposición a las demás, muy en especial. Siendo así, no tiene nada de
sorprendente que haya diversas banderías, con sus correspondientes grados de
pasión. Lo que llama la atención es que una vez perdida la bandería y la
pasión no quede prácticamente nada. No es algo que afecte sólo al fútbol. Sucede lo mismo -y
de modo aún más radical- con otras prácticas deportivas. De repente, un
español triunfa en algo. De inmediato, varios millones de personas se
apasionan por ese algo. ¿Que el español en cuestión pierde fuelle y ya no
gana ni a la de tres? El interés desaparece tan velozmente como vino. He visto a lo largo de los años desvanecerse el
entusiasmo popular por los deportes más variopintos, desde los ejercicios de
gimnasia olímpica a la persecución tras moto, pasando por el boxeo, según
hubiera o dejara de haber un paisano triunfador con quien identificarse. Se deduce de ello que hay mucho más forofismo que
afición real. Que a muchísimos no les importa tanto la calidad del juego como
disfrutar viendo ganar a los suyos,
en lo que sea y a costa de lo que sea. Supongo que, en el fondo, lo que quieren
es obtener satisfacciones por delegación (tribal: local, nacional), para
compensar de algún modo las pocas que obtienen por su cuenta y para sí
mismos. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 7 de julio de 2004] Para
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Los dos tienen razón |
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JAVIER ORTIZ Ambos parecen partir del injustificado principio de que sus posiciones son incompatibles. Y no. En absoluto. Vi el otro día en el canal Historia -recalo en él a
menudo, cuando tengo ganas de distraerme sin perder el tiempo del todo- un
documental sobre las guerras de gánsteres en el Chicago de los años 20 y, más
especialmente, sobre la célebre matanza
del día de San Valentín, sucedida el 14 de febrero (claro) de 1929. El
documental no estaba novelado y se atenía con precisión a los hechos, cosa a
la que no estaba obligado Roger Corman cuando rodó en 1967 su justamente
aplaudida The St. Valentine's Day
Massacre. Aquel día de copiosa nevada, Al Capone envió a cuatro de
sus pistoleros para que acribillaran a la plana mayor de su peor rival,
George Buggs Moran. Hicieron
auténtico picadillo con cuatro lugartenientes de Buggs, el chofer de un
camión y un conocido que estaba de visita, pero no con el propio Moran, que
se olió la tostada y escapó de la cita trampa, que diría Mayor Oreja. Al
saltar la noticia, que provocó auténtica conmoción en EEUU -hasta entonces
los mafiosos se mataban de uno en uno, como quien dice-, Capone, que estaba
en su casa de Florida, dijo: «Ese crimen lleva el sello de Moran». Moran, por
su parte, replicó: «Ese crimen lleva el sello de Capone». Lo cierto es que
cualquiera de los dos habría sido capaz de ordenar una matanza así. Se
acusaban el uno al otro de ser asesinos de la peor especie, y ambos tenían
razón. Por cierto, que los defensores de Moran alegaban que se
había granjeado el odio de Capone porque no aceptaba explotar el negocio de
la prostitución. Y era verdad. Los defensores de Capone, por su parte,
replicaban que Scarface fue durante
años el potentado más caritativo de Chicago, que montó muchos comedores y
albergues nocturnos gratuitos para los pobres. Y también decían la verdad. Ni
siquiera los más malos son nunca absolutamente malos, más que nada porque en
la realidad -en cualquier forma de realidad- los absolutos no existen. El negocio de Capone era muchísimo más poderoso que el
de Moran. Desbordaba ampliamente las fronteras de Illinois y abarcaba muchos
estados. Su rival controlaba sólo un barrio de Chicago (aunque, eso sí, con
mano de hierro). La pena es que en aquella batalla fuera el criminal de
menos monta el que se llamaba George Buggs.
De ser al revés, la comparación entre el enfrentamiento de los dos célebres
gángsteres y el de estos dos de ahora resultaría todavía mejor. [Es
copia del artículo publicado por El
Mundo el 3 de julio de 2004] Para
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Columnas publicadas con
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(desde julio de 2003)
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