Dentro de unos días, el 24 de enero, se cumplen 75 años del nacimiento de Javier Ortiz Estévez, «el sexto hijo de una maestra de Irun, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles», tal y como dejó escrito en su obituario.
Y hoy Ane, Charo y Mikel os queremos comunicar que es el momento de decir «hasta aquí hemos llegado». Es decir, queda congelada esta web y cerramos las redes sociales asociadas a la misma (@jortinez en Twitter y Javierortiznet en Facebook).
Javier escribió su primer apunte en la PWJO (Página Web de Javier Ortiz) el 25 de julio de 2000. Llevaba por título Las lágrimas del Apóstol. Su último escrito, la columna Tres tristes tercios, apareció el día de su fallecimiento en el diario Público, el 28 de abril de 2009. Es decir, en unos meses se cumplirán catorce años de su muerte, mientras que Javier estuvo dale que te pego en este rincón de la red durante casi nueve años.
Pero previamente ya había escrito un porrón de textos.
Por ello, nos volcamos para homenajearle en la primavera de 2019 con aquella antología titulada Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista (aún podéis comprar el libro en vuestra librería más cercana y a través de la web de la editorial Akal).
Releyendo textos varios hemos llegado a lo que escribió Garbiñe Biurrun en ese libro: «Javier Ortiz es cada vez más necesario y (...), para nuestra fortuna, cada vez escribe mejor».
También aquello de Isaac Rosa de que «en aquel tiempo de, "secretos a voces", autocensuras y consenso, Javier Ortiz fue periodista».
Y lo hizo, tal y como dice David Fernàndez, escribiendo artículos como Sueño con Jamaica, «una especie de manual básico para sobrevivir con dignidad en las aguas pantanosas y emponzoñadas del periodismo».
En el prólogo ya dimos las gracias a un buen número de personas (Un libro que internet ha hecho posible), y será el cierre de las Pedradas. Basta, por tanto, enlazar ese texto para reiterar nuestros agradicimientos.
Muchas gracias por vuestra atención y no olvidéis que «lo importante es razonar, es decir, animar a razonar. Vas tú y dices cómo ves las cosas, para que los demás hagan lo mismo, y así tratamos de ir aclarándonos».
La izquierda tiene una misión histórica concreta: hacer la Revolución. Se trata de una verdad que puede ser tachada de elemental. Sin embargo, mucho nos tememos que más de uno y más de dos no hayan esperado demasiado a olvidarse de lo más elemental.
Así nos encontramos hoy con un conjunto de partidos (que no sólo se dicen de izquierda, sino que a menudo aspiran a repartirse entre ellos el monopolio de ser la izquierda) y que ponen el centro de su perspectiva, como razón suprema, la obtención de votos. Votos, más votos, cuantos más votos mejor, todo para conseguir más votos. Todo en función del voto. Quita todo lo que aleje votos; coje todo lo que pueda traerlos.
El asunto es más grave de lo que pudiera parecer.
En primer lugar, porque cuando se subordina todo a la obtención de votos se impone ponerse a la cola de los estados de opinión momentáneos, de las ideas de mayor circulación en la situación dada. No a tenerla en cuenta -cosa lógica y necesaria- sino a subordinarse a ellas. Dicho en pocas palabras: si las ideas revolucionarias no se venden bien en el mercado electoral, entonces hay que sustituirlas por otras que se vendan. Así de simple. Resultado: lo mismo se «olvida» la posicion marxista ante las instituciones represivas del Estado que se adoptan enseñas perfectamente extrañas; lo mismo se habla en favor de la propiedad privada que se felicita -deportivamente, por supuesto- a Suárez... Cuestiones de marketing. Marketing en vez de principios.
En segundo lugar, porque el voto como objetivo supremo tiene sus servidumbres. Puestos a sacar votos, mejor que sean en propiedad. Me hace falta saber a mí, Fulano, y a mi partido, Mengano, cuántos son los votos que he logrado sacar. Entonces no me interesa ir en compañía de nadie a las urnas. Nada de unidad, nada de coaliciones: mis votos son cosa mía, y mis diputados tienen que llevar etiqueta de la empresa. Por lo menos esta primera vez. Luego, una vez enseñados mis poderes, quizá me preste a otro juego (el juego democrático le llaman: luego es un juego. Para ellos).
Pero el deber de los revolucionarios es hacer la Revolución. Y eso tiene exigencias muy concretas. Por ejemplo: subordinar la obtención de votos particulares al avance de posiciones en el combate general y colectivo. Por ejemplo: proponerse ganar votos, pero no cualquier tipo de votos y a no importa qué precio, sino votos en favor del programa que apunta a la transformación socialista de la sociedad.
De tal modo, que lo que hoy se plantea a la ciudadana y al ciudadano de izquierdas no es ya escoger entre unas y otras candidaturas de izquierda, sino el empezar por preguntarse si determinadas candidaturas, por más que estén integradas por hombres y mujeres (casi siempre, en realidad, por hombres) de izquierda, son realmente o no de izquierda por su contenido fundamental, por el sentido profundo de su acción. Y habrá que concluir que, en más de un caso, más que de candidaturas de izquierda hay que hablar de negocios privados hechos por gente de izquierda.
Cabe decir que la derecha ha hecho mucho, y bien, por dividir a la izquierda. Pero no hay en ello nada que valga de excusa: la derecha se ha limitado a cumplir con su deber. Es a la izquierda a la que hay que reprocharle no haber sabido cumplir el suyo.
Por un tiempo pareció que, de todas formas, había algunos intentos serios, protagonizados por algunos partidos de izquierda y determinadas organizaciones de masas, de dar cuerpo a una opción unitaria dentro de una perspectiva de lucha por el socialismo y la liberación de los pueblos. Ahora, cuando cerramos este número, nos llegan noticias que ponen en entredicho la realización de esos intentos, por lo menos en algunas nacionalidades y regiones. Es difícil saber en qué quedará la cosa. Ahí queda el «dossier» preparado, de todos modos, así sea como testimonio de lo que ha podido ser.
Para nosotros, pese a todo, sigue estando perfectamente claro que no basta con votar para que se pueda hablar de libertad. Que la libertad sigue formando parte de los objetivos a alcanzar con la lucha.
A. Fernández / Javier Ortiz / Ana Puértolas. Revista Saida. 4 de mayo de 1977. Subido a "Desde Jamaica" el 18 de febrero de 2021.
El pasado domingo publicamos una reseña («Memoria de un poeta donostiarra») de Jaime Aizpitarte. Hoy le toca el turno al prólogo que Javier Ortiz escribió para el poemario póstumo de su hermano Carlos Ortiz Bobi (1940-1984) «La destrucción o el silencio». El libro fue publicado por la editorial Taifa en 1985.
De propina, un poema.
Perfil de Carlos Ortiz
El pasado 29 de mayo de 1984, recién entrado en su curso el día, en el kilómetro 327 de la carretera Madrid-Irun, cerca de Miranda de Ebro, un accidente de tráfico acabó con la vida de Carlos Ortiz Estévez. Dejaba tras de sí, además de muchas amistades y camaraderías, una importante obra poética jamás publicada. Tenía 43 años.
Carlos Ortiz (Bobi, como siempre le llamamos) no puso interés en la edición de sus trabajos poéticos. Quizá sí en su primera juventud, a la hora de los entusiasmos generales; no después. «Mis versos -escribió a los 22 años- ni se pagan ni se dicen. / Nadie los conoce. / Poco importa. / No me dejan un pan sobre la mesa. / ¿Y eso qué vale?» Los escribía para buscar su equilibrio emocional por desahogo: como quien llora, maldice, clama al cielo o se trinca una botella. En la lucha por hallar la palabra justa, el ritmo adecuado, la emoción, encontraba su respiro temporal. Hecho lo cual, cogía el folio correspondiente y lo añadía al montón, sin más historias. «Me gustaría muchísimo ser un buen escritor -leo en una carta que tal vez olvidó enviar-, pero soy demasiado abandonado.»
Lo suyo fue vivir. Y sembrar su vida de inquietud, ganas, desasosiego. Nacido el 27 de julio de 1940 en San Sebastián, tercer hijo de un gestor administrativo y una maestra, estudió con los jesuitas y terminó el Bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media local. Su padre quería que fuera militar y («él mandaba entonces más sobre mí que yo») hubo de acudir por un tiempo a la Academia Militar de Zaragoza. Entretanto, pensaba en el periodismo. Como miembro de un grupo de teatro aficionado, representó lo que entonces se representaba, y hasta ganó un premio de interpretación. Luego marchó al servicio militar y se hizo radiotelegrafista. Y, a partir de ahí, la vorágine: vendedor de toalleros de bar, propagandista ambulante de una conocida marca de sopas, militante comunista por un tiempo, programador de ordenadores, jefe de ventas de una industria farmacéutica, gestor administrativo, crítico de teatro, agente de seguros, recogedor de papel viejo a domicilio, subdirector de un centro cultural municipal... Cito las ocupaciones en desorden y sin ánimo exhaustivo: es una muestra de su estilo. Se ocupaba de vivir, se ilusionaba, marchaba. Y siempre con la literatura -él la escribía con minúscula- como telón de fondo. A los 26 años se casó: su compañera Encarna, y su único hijo, Iván, estuvieron a su lado hasta el último día.
Lo apalabramos el mismo día en que, familiares y amigos de San Sebastián, lanzamos sus cenizas al Cantábrico, junto al Peine de los Vientos: publicar sus poemas, hacer una Fundación que lleve su nombre, instituir un premio de poesía -al menos de poesía- que sirva de mínima ayuda a aquellos a quienes nadie ayuda. La «Fundación Carlos Ortiz» está en gestación, el premio ya ha sido convocado (y fallado) y aquí damos cuenta de la tercera parte de la promesa.
Como él mismo relata en un poema, Carlos Ortiz era un corrector impenitente. Daba vueltas y más vueltas a cada escrito. Y guardaba las diversas versiones, a menudo simples borradores. Esto no ha hecho fácil la labor de selección. Tampoco tenía por costumbre fecharlos, y los hay de fecha imposible, puesto que fueron recibiendo diversos tratamientos a lo largo del tiempo. En este libro están incluidos aquellos poemas que él dio aparentemente por concluidos. No todos, ni mucho menos: sí aquellos que, a juicio de quien esto firma, pueden servir de símbolo del conjunto de la obra y proporcionar un retrato, literario y humano, de su autor. He dividido el libro en tres partes, con un criterio cronológico. En la primera se agrupan poemas de juventud, quedando la segunda y tercera para los de madurez.
«En suma, no tengo para expresar mi vida sino mi muerte», escribió César Vallejo, uno de los poetas a los que Carlos Ortiz guardó una devoción inalterable. Él también hubiera suscrito el verso de Vallejo. La muerte, el silencio, la opresión, aparecen como constantes de una obra que, en realidad, es simple queja de amor a la vida. No seré yo quien cante aquí las excelencias de la obra de mi hermano. La pasión -lo digo con orgullo- tal vez me ciega. Quisiera creer que él aprobaría esta selección de poemas. Pero me gustaría todavía más que tú, lector o lectora, encontraras en estos versos la razón de esa pasión.
Javier Ortiz, introducción al poemario «La destrucción o el silencio». Mayo de 1985 (fecha aproximada). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de enero de 2021.
Escribir. Escribir
Escribir. Escribir
para ver
si nos movemos.
Esto es difícil, pero posible;
es duro, aunque efectivo;
molesto, pero sí humano.
Poner las letras sin concierto.
Poner la «a» patas arriba,
hacer la «n» con la «u» puesta al revés
(horizontalmente es la «c»
a la hora de ver lo que se quiere).
Escribir. Escribir
para ciegos:
eso hacemos.
Escribir para cegar
de tanta confusión
puesta al derecho.
Porque hablar en castellano
seco y claro
es jugarse a cara o cruz
los días y los años
y el andar libremente de las manos.
Escribir. Escribir
de lo que vemos
sin decir lo que se dice.
Esto ocurre, hablando en lo que hablamos.
Solo queda escribir la «o» en todo lado,
que igual resulta cambiarla de postura
o darle la vuelta de costado.
Carlos Ortiz Estévez (Bobi), sin fecha. Está en la primera parte de las tres que cita Javier.
Hace 73 años, tal día como hoy, nació en San Sebastián un chaval a quien pusieron por nombre Javier Ortiz Estévez.
Hace unos días, David González (Ketari) me envió un artículo publicado en El Diario Vasco el 20 de mayo de 1985 y firmado por Jaime Aizpitarte. Se titula «Memoria de un poeta donostiarra» y en él Aizpitarte habla de Carlos Ortiz Estévez (Bobi), hermano de Javier, fallecido el 29 de mayo de 1984 en accidente de tráfico.
Aparece de refilón Javier y en memoria de ambos publicamos hoy la reseña en la web.
Eskerrik asko, David.
Memoria de un poeta donostiarra
Seguramente, muchos ni se enteraron. Cuando muere un poeta -como cuando muere un músico, o un numismático, o da lo mismo que un guardia municipal- no es frecuente que haya sacudimientos en el epitelio, generalmente tan grueso como el de un elefante, de la sociedad. Cuando un poeta muere no es que se «desmaye ninguna flor» como en el verso rubeniano, ni suspire ninguna princesa, ni tiemble levemente el plumón gozoso y blando de las aves. Cuando muere un poeta, como cuando morimos los demás mortales, lo más seguro que suceda es la indiferencia, o, acaso, ese desleimiento de «los caminos de la tarde» que no se sabe hacia dónde caminan, como ya lo vio en su poema Carlos Ortiz: «Si me quedo / -sin voz, sin habla, / sin sentido, / así, sin / esto que voy soñando / yo /- también, caminos de la tarde... /». Cuando se muere un poeta, como murió Carlos Ortiz (Bobi), el 29 de mayo de 1984, «recién entrado en su curso el día, en el kilómetro 327 de la carretera Madrid-Irun, cerca de Miranda de Ebro», acaso los únicos que se enteran del accidente son los funcionarios que acuden a hacerse cargo de su cadáver, a hacer el atestado, a levantar el plano de la desgracia, y acaso también, los familiares y algunos amigos.
Gracias a estos amigos que a veces se tienen sin saberlo, Carlos Ortiz Estévez (Bobi) ha encontrado la vía libre de su verso, que consiste solamente en publicar en libro los poemas, en hacer que se hundan en el tibio a veces, en el áspero también, en el tenebroso o luminoso corazón de las gentes. Su libro, «La destrucción o el silencio» está ya en la calle editado por Taifa, y el que quiera tantear, entre nebulosas que nos invaden, el bulto de un poeta que vivió y pasó entre nosotros no tiene otra cosa que hacer que sentarse junto a él, leer sus poemas, y, acaso, sentirse un poco muerto caminando como él se sintió: «Uno ya está muerto / y no fue de la guerra. / Anda por la calle, / estornuda, tose y se pasea /», porque en realidad, bien lo sabe quien levantó la punta del sudario de lo trascendente, como bien lo supo aquel poeta afecto a los gustos de Carlos Ortiz, el que andaba con su muerte a cuestas, sabiendo que se iba a morir en París y con aguacero, ese César Vallejo que, en recordación que nos hace el hermano de Carlos, Javier, ya manifestó que «no tengo para expresar mi vida sino mi muerte», porque el morir es una capital resurrección a muchas cosas, a este sentido de la amistad, poderosa y solidaria, que se ha cerrado en torno a la memoria de Carlos Ortiz, por ejemplo.
Época es ahora de recoger, entre los versos que nos dejó Carlos, ese sentimiento de vida y de muerte en que existió. Quien le conoció durante cierto tiempo puede hablar de su preocupación social, en tiempos en que este sentimiento florecía, y a un grupo de poetas jóvenes donostiarras les dio la «venada» de ir a ofrecer versos a los obreros de las fábricas, acaso porque creía -y hay que ser poeta, es decir, un poco iluso un mucho ingenuo, para creerlo- que «la poesía es / un arma y basta. / Y como tal debemos entenderla».
Acaso, desde el revés de sus versos podemos verle en mejor dimensión que en el real: en toda persona hay, siempre, una segunda y distinta tolerancia a nuestras opiniones, vamos sabiendo en qué consiste el entenderle, y no es raro que, en determinados momentos se nos transfigure. La sombra de Carlos Ortiz por entre las calles, parques y paseos; entre sus amigos y conocidos, se nos revela, nítida, por ejemplo, desde el dolor de su culpa de vivir en ella, él que supo marcharse tantas veces: «La culpa fue mía, por no marcharme, / por vivir en un pueblo de insaciables. / Mi ciudad es pequeña... / (Les contaré / mi ciudad, con pelos y señales). / Mi ciudad es pequeña: un alcalde y más de siete concejales. / Son hijos de Aitor, que ahora consiste / en comer carne, beber sidra y cosas similares. / Mi ciudad es pequeña, con poco sol / y largos períodos invernales. / Hay pobres, gallegos, gitanos / y muchos lujos bajo los pocos cristales / -como pasa en tantas otras / y tan pequeñas ciudades-, / salvo el vino y otros pequeños detalles».
Acaso, de los hombres sólo nos queda la memoria, aunque ya dijo el poeta que también, «el don preclaro de evocar los sueños». De Carlos Ortiz, y gracias a sus amigos, ha quedado una memoria quizás más tangible, más concreta, la proyectada desde esa Fundación que se ha creado en torno a su nombre. Nos lo dice Javier Ortiz, su hermano, en las notas biográficas que adelanta a su libro de versos: «lo apalabramos el mismo día en que, familiares y amigos de San Sebastián, lanzamos sus cenizas al Cantábrico, junto al Peine de los Vientos: publicar sus poemas, hacer una Fundación que lleve su nombre, instituir un premio de poesía -al menos de poesía- que sirva de mínima ayuda a aquéllos a quienes nadie ayuda. La Fundación Carlos Ortiz está en gestación, el premio ya ha sido convocado (y fallado)», y ya ha quedado dicho que, la tercera parte de la promesa, la edición y publicación de sus versos, también.
Del premio convocado y fallado ha de decirse que el ganador fue Ángel L. Prieto de Paula, con su obra «Ortigia». El autor es un salmantino de veintinueve años, actualmente catedrático de Literatura de Enseñanza Media en Villena (Alicante), según fallo otorgado el 24 de enero del presente año en Madrid, por un jurado compuesto por Claudio Rodríguez, Ana María Moix, Jesús Múnarriz, Javier Ortiz y Jesús Batlló. El accésit lo obtuvo el libro «La nada disponible» de Fernando Garcín Roméu y Rosa-Ángeles Fernández.
Nos queda, de esta manera, gracias a las gestiones de sus amigos, el perfil y la memoria de un poeta que vivió entre nosotros, y que, un poco a la manera de los elegidos, murió joven, en la carretera, que es la enfermedad de nuestro tiempo, ahora hace un año, bajo el imperio inapelable del destino....
Jaime Aizpitarte, El Diario Vasco. 20 de mayo de 1985. Subido a "Desde Jamaica" el 24 de enero de 2021.
Hoy hace once años que Javier hizo realidad aquello que nos adelantó en su 59 cumpleaños: no se equivocó en la causa (parada cardio-respiratoria), pero sí en el lugar (pensó que sería en Aigües, pero sucedió en Madrid).
La mayoría de los aquí presentes sabéis, porque me he encargado yo mismo de dar la turrada con ello, que editamos un libro en abril de 2019 con sus mejores jugadas: «Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista». Sigue a la venta en la web de la editorial Akal, pero yo os recomendaría, tal y como hice en la gira de presentación, que lo comprarais en vuestra librería de confianza.
Los más jóvenes no se lo creerán, pero hubo un tiempo en que el periodismo de los grandes medios estaba constreñido por una larga lista de temas intocables, de los que no se opinaba, editorializaba y a menudo ni siquiera se informaba, y cuando se hacía era para desautorizar a quienes insistían en hablar de esos temas. Y al escribir "hubo un tiempo" no estoy hablando del franquismo ni ninguna época remota. Me refiero a la democracia, esta democracia, y hace apenas quince años.
Temas que hoy son comidilla habitual de columnas periodísticas, munición de tertulianos, lugar común de presentadores radiofónicos o televisivos, y que hasta anteayer estaban fuera de agenda. No existían, no en los grandes medios.
La corrupción, por ejemplo, que hoy es moneda corriente en el periodismo de opinión, pero durante años solo circulaba cuando servía como arma arrojadiza contra el adversario político (como pasó en los últimos años del felipismo). Hasta que la gran bola acumulada en décadas nos acabó estallando en la cara, este era el país de los "secretos a voces": todo el mundo lo sabía, muy pocos lo contaban.
O la monarquía. Hoy que cualquier humorista mainstream hace chistes del rey -pero sin rapear, ojo-, y hasta la muy monárquica prensa de derecha habla de los chanchullos del anterior monarca (poniéndole todos los paños calientes posibles, claro), hay que recordar que hasta hace dos días (hasta Botsuana, más o menos), quedaban fuera del alcance mediático todas las sombras que afectaban a Juan Carlos de Borbón y que eran igualmente un "secreto a voces": sus negocios, su fortuna, sus amistades peligrosas, sus amantes, sus excesos. Circulaban por la corte en forma de rumores, casi leyendas urbanas, pero nadie investigaba ni opinaba sobre ellos.
La lista es larga y pesada, eran muchos los temas que chocaban contra el filtro blindado de los grandes medios, o llegaban a sus páginas y antenas bien peinados, desactivados, inofensivos: los atropellos judiciales en la lucha contra ETA, los crímenes de la OTAN, las sombras del modelo europeo y de su moneda única, el soberanismo vasco o catalán, la racista Ley de Extranjería, la criminalización de activistas sociales, los engendros judiciales de Baltasar Garzón, el cuestionamiento de la Transición, las cuentas pendientes del franquismo, las amenazas a las libertades o la barra libre con que contaba el Gran Poder financiero ("sin mencionar el botín").
En general, cualquier tema conflictivo que perturbase los consensos dominantes (y la España democrática prolongó varias décadas los consensos-rodillos de la Transición), encontraba poco espacio en los medios, salvo para ser negado, refutado o directamente criminalizado. De modo que por lo general solo aparecían en un puñado de revistas independientes, radios libres, fanzines de poca circulación, muy escasos periódicos críticos (dos de ellos acabaron cerrados por un juez), y muy pocos periodistas que peleaban su independencia, a menudo contra la dirección de sus medios en un pulso constante (y que solía terminar con el despido del periodista, tarde o temprano).
Hasta que los consensos saltaron en pedazos, y el nuevo periodismo digital hizo más difícil los "secretos a voces", de modo que hoy los temas arriba mencionados circulan con mayor o menor libertad (menor, cada vez menor, es cierto) en periódicos, radios, televisiones, tertulias, webs y redes sociales, sin que pese sobre ellos la anterior omertá.
Pues bien, en aquel tiempo de "secretos a voces", autocensuras y consenso, Javier Ortiz fue periodista. Fue un periodista digno de tal nombre, comprometido con la verdad y con unos nítidos principios éticos. Escribió sobre todos esos temas y muchos otros, todos espinosos, y lo hizo con toda libertad y honestidad, desde su compromiso con la dignidad de la profesión periodística, y también desde su compromiso ciudadano.
Suena a tópico hablar de él como un "francotirador", pero es cierto que Javier disparó en todas direcciones, jugándose mucho más que su sueldo en cada disparo. Javier escribió sin temor (que no significa sin obstáculos ni problemas) sobre las sombras de la democracia en un tiempo donde no abundaban las voces que cuestionasen el espejismo de una democracia joven y próspera que entre grandes eventos, pelotazos y mucho ladrillo, se proyectaba hacia un futuro esplendoroso. A la vuelta de unos años llegó la llamada "crisis", y todo se tambaleó o se vino abajo: la economía, el empleo, los derechos sociales, los grandes partidos, las instituciones, la monarquía, el modelo territorial, el sistema financiero, y por supuesto el periodismo. Entonces muchos se preguntaron "¿cómo ha podido pasar?", y aparecieron los habituales profetas del pasado, que nos explicaban con retraso lo que durante tantos años no habían sabido o no habían querido ver.
Alguna vez definí a Javier Ortiz como "uno que sí estaba aquí" (Diagonal, mayo de 2013): frente a la cantidad de periodistas perplejos que de pronto se caían del burro y parecían haber vivido durante décadas en el extranjero, Javier sí estaba aquí, siempre estuvo, y siempre vio lo que de fallida tenía la democracia española. Supo leer bien los conflictos que devoraban los cimientos del sistema desde la Transición, y los identificó y señaló en las páginas de un periódico que no era precisamente marginal ni antisistema: el diario El Mundo, a contracorriente de la cada vez más derechizada línea editorial del periódico.
De entre los muchos temas conflictivos a los que Javier se arrimó sin miedo, he dejado aparte dos que todavía hoy siguen siendo una línea roja para el periodismo.
Uno es sin duda la tortura, el gran agujero negro de la democracia española, tan persistente como invisibilizado mediáticamente: cuatro décadas acumulando casos de torturas y abusos policiales, denuncias de organizaciones sociales y organismos internacionales, negaciones de las autoridades, protección a los implicados, indultos y hasta condecoraciones. Cuatro décadas ocultando esta realidad desde periódicos, radios y televisiones.
Incluso hoy, cuando se han roto tantos filtros y los temas arriba mencionados circulan con más o menos libertad, la tortura sigue siendo un límite, una piedra de toque de la democracia, y también del periodismo, que se empeña en su ocultación.
Javier Ortiz hizo de la tortura una de sus primeras preocupaciones. Habiendo sido él mismo torturado en el final del franquismo, entendió que se trataba de un asunto político y a la vez una cuestión moral, que no admitía coartadas ni excepciones. Ni en el caso de la lucha contra el terrorismo de ETA, ni en la posterior "guerra contra el terrorismo" tras el 11 de septiembre. Javier denunció repetidamente el abuso que los gobiernos hicieron de la guerra sucia, la represión, la tortura y la persecución y criminalización de los denunciantes.
No solo en sus artículos: nos dejó una obra de teatro estremecedora, que enfrenta al espectador a un profundo dilema, y desvela el perverso fondo moral de la tortura. José K, torturado (Atrapasueños, 2010), cuya puesta en escena con impactantes actuaciones de Pedro Casablanc primero, y de Iván Hermes después, no llegó a ver su autor.
Pocos meses después de morir Javier Ortiz, me invitaron a un acto público en Madrid. Organizado por la Plataforma de Apoyo a Egunkaria, pretendía denunciar el cierre del periódico euskaldun antes de que comenzase el juicio contra sus responsables -que fueron finalmente absueltos, quedando en evidencia otra abusiva operación policial/judicial contra el independentismo vasco con la excusa de la lucha contra ETA-. Acudí a aquel acto sabiéndome sustituto de Javier, de la misma forma que le había sustituido en su columna diaria en Público a su muerte.
Aquel día Martxelo Otamendi, director de Egunkaria, relató en público las torturas sufridas en su detención -por las que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acabó por condenar a España años después-, y el acto se convirtió en un alegato contra la tortura y por la libertad de expresión, que derivó inevitablemente en un recuerdo y homenaje a Javier Ortiz, ya que sin duda él habría estado en aquella tribuna de haber seguido vivo. Fue uno de los pocos periodistas que en los medios madrileños denunció desde el primer minuto el cierre de Egunkaria y la persecución de sus responsables. Y lo hizo, insisto, estando en El Mundo, uno de los periódicos más alineados con la "teoría del entorno" que usaron y abusaron jueces, policías y ministros de Interior durante años.
El otro tema que no mencioné antes, y que preocupó especialmente a Javier Ortiz, fue el propio periodismo, que hoy es todavía un límite para los medios, al menos cuando se trata de hablar de la propiedad del propio medio y sus intereses empresariales.
Siendo Javier un "periodista enganchado" o "periodista militante", que se entregó por completo al oficio, vio con pesar cómo se iba deteriorando la profesión, se contaminaba de sus relaciones con el poder aceptando sumisiones y servidumbres, y hacer buen periodismo independiente se iba convirtiendo en un acto cada vez más heroico. Su muerte le evitó conocer el lamentable final de su último periódico, Público -cerrado por su propietario, Jaume Roures, aplicando a los trabajadores la misma reforma laboral contra la que había editorializado y dejando una deuda impagada a los colaboradores-, pero también asistir a la vertiginosa precarización de la profesión, entre miles de despidos, pérdida de derechos y extensión de la figura del freelance en cada vez peores condiciones. Por no hablar de la espectacularización informativa o la tiranía del clickbait y las redes.
¿Cómo habría vivido un periodista de carácter como Javier Ortiz ese deterioro? No hace falta mucha fantasía para imaginar que Javier se habría unido, cuando no encabezado, un nuevo proyecto periodístico como los que han aparecido en los últimos tiempos empujados por la crisis: independientes, horizontales, cooperativos. Con todas sus dificultades, encarnan hoy el tipo de periodismo que defendía Javier, que hoy denunciaría implacablemente la deriva represiva del Estado, las nuevas amenazas a la libertad de expresión, el populismo punitivo dominante, o el auge de la ultraderecha. Y, por supuesto, el conflicto catalán. Tampoco se necesita mucha imaginación para adivinar qué escribiría hoy Javier Ortiz sobre el encarcelamiento de políticos catalanes o el contraataque del nacionalismo españolista y sus banderas en los balcones, siendo este un tema que para los grandes medios, alineados en el españolismo, se va convirtiendo cada vez más en línea roja.
Muchos llevamos años añorando y preguntándonos "qué habría escrito Javier" de tal o cual tema actual. Ese tipo de orfandad en los lectores la han dejado pocos articulistas en la España reciente. Vázquez Montalbán, por ejemplo, cuya muerte dejó muchos lectores huérfanos que todavía nos preguntamos "qué habría escrito Manolo" de esto o aquello.
No he citado al escritor catalán en vano: leyendo el artículo aquí recogido en el que Javier Ortiz hacía una semblanza de Vázquez Montalbán a su muerte, bien pueden aplicarse a Javier sus propias palabras que dedicó a aquel, pues compartían el mismo apasionamiento, la misma preocupación por "la eficacia de lo escrito, no su belleza", la capacidad para "poner en evidencia la ridiculez de los mandarines", y por supuesto "su pluma al servicio de los más débiles".
En el citado artículo Ortiz recuerda cómo Vázquez Montalbán, con su habitual lucidez y sorna, decía en 1985 que "el escenario político se ha desplazado de tal manera hacia la derecha que ahora, manteniéndome en las mismas posiciones, todo el mundo me toma por un peligroso izquierdista radical".
Si pensamos en este 2019 en que el péndulo de la historia se desplaza cada vez más hacia la derecha, la ultraderecha o directamente el fascismo, algo así ocurriría hoy con Javier de seguir entre nosotros. Él, que se declaraba radical, en el sentido auténtico de "defender reformas extremas, especialmente en sentido democrático", no habría tenido que moverse un centímetro de sus posiciones para que el desplazamiento del escenario político lo hubiese convertido en un "peligroso izquierdista radical".
Y qué falta nos hacen hoy esos radicales peligrosos como Javier.
En la parte inferior, hemos pegado un audio que contiene la música de Jesús Cutillas y la voz de Javier Ortiz. Esta última proviene de una entrevista que no recuerdo quién o quiénes hicieron. Todo ello se pudo escuchar en el homenaje a Ortiz de abril de 2010 en el KM donostiarra.
David Fernández
"Vendrán más tiempos malos y nos harán más ciegos, vendrán más tiempos ciegos y nos harán más malos" Rafael Sánchez Ferlosio
Repasar, releer y revisitar las palabras andantes de Javier Ortiz en este invierno aciago da para mucho. Lo llena casi todo y es altísimamente recomendable y necesariamente prescriptible para nuestra salud mental colectiva. También contra las inclemencias. Javier abriga. Y abriga mucho. Como espejo del tiempo, es como revivir el bucle -Kafka reloaded- y constatar un déjà vu impertérrito de sinvivires acumulados. Como si poco o nada, a pesar de las falsas apariencias del escaparate, hubiera cambiado en los sistemas de poder, en las relaciones sociales desiguales y en la ambigua y ambivalente condición humana, capaz de lo terrible y de lo sublime todavía. La nómina de farsantes se va agigantando. Definitivamente -algo ya sabido, pero olvidado demasiado a menudo- siempre se puede ir a peor -también a mejor, sólo si nos implicamos, claro está. Pero corren tiempos de canallas al alza y vísceras en boga y concurre la sensación compartida de que cada día damos un pasito más hacia el abismo, como escribe Jorge Riechmann, y algunos días nos da por dar hasta una gran zancada. Y así nos va.
Pero volver, subrayar otra vez y quedarse quieto de nuevo repensando a Javier, da la medida del valor de la palabra alzada, la capacidad liberadora de su puño y letra y esa mochila imprescindible -bagaje y legado, herencia y recorrido- de todo lo que nos ha dejado pensado y escrito. Es extraño: una mezcla insondable y un equilibrio impracticable de nostalgia y celebración, de ausencia y agradecimiento. La añoranza -herrimina donostiarra- siempre es un país exiliado de doble filo. Pero habrá que empezar por ahí, por un principio sin final: que se le echa mucho de menos, en demasía, en cada contradicción presente y ante un futuro algo más que inquietante. Lucidez e inteligencia, compromiso y honestidad, escaseaban y escasean todavía. Y para escribir con claridad, matizaba Joseba Sarrionandia, hay que aprender a descifrar la oscuridad.
Memoria de un futuro anterior, tuve la breve y buena suerte -brevísima y buenísima- de conocer a Javier, fugaz pero intensamente, una fría tarde, con noche incluida, en Lavapiés. Era febrero de 2009 en la librería La Malatesta. Tuvo a bien, de manera generosa, animarse a presentarnos un libro, Crónicas del 6, que era un viaje ingrato hurgando y escudriñando las aristas tristes y grises de la razón de Estado, pesadilla de los justos. Entre ellos, Javier, cabe recordarlo: a él también le entraron a revolverle los cajones, en su casa alicantina y con higiénica depuración de rastros, los agentes de Interior, los Smith de turno. En aquella charla, que todavía resuena, lo dejó bien claro y parece que nos hable desde el más inmediato presente: "por supuesto que es una guerra contra la disidencia, pero su intensidad es más baja o más alta, en unos u otros periodos de la Historia, según sea la intensidad de la propia disidencia; ellos están siempre dispuestos a todo".
Frases que podían haber sido escritas ayer por la noche. Febrero de 2009 para recordar y agradecer que Javier era de los pocos que, en el Madrid del momento, estaban dispuestos a dar la cara por los movimientos sociales que sufrían la lógica autoritaria y ya enloquecida de las mil caras de la represión. Mención obligada, el enlace de aquel acto -"Esto es cosa para él"- fue otra persona que, como Javier, se deja aún todas las horas, las noches y las madrugadas en la pista de la vida y las libertades: Jorge del Cura, la persona más comprometida que conozco en la lucha por la erradicación de la tortura, ese tabú permanente en el Estado español. José K, torturado bien lo sabe en su propia piel. Fue el primer día -el único- que conocí a Javier en vivo y en directo. Y desde entonces es como si siempre estuviera y como si siempre hubiera estado. A su manera. Y libre como el viento.
Antes, cabe aclararlo, nuestra generación baby boom ya había topado con él en papel prensa. Nacimos -lo supimos después- bajo la democracia de la amnesia y en la precariedad vital como forma ininterrumpida de vida bajo el capitalismo neoliberal. Pero aún llegamos a la universidad y allí, entre asamblea y asamblea -que si la insumisión, que si Chiapas, que si las ETT- comprábamos El País y El Mundo. Que no se emocionen en el Grupo Prisa o en Unidad Editorial: comprábamos sólo El País para leer la columna en la contra y a la contra de Vázquez Montalbán. Y comprábamos exclusivamente El Mundo para poder leer el faldón de Javier Ortiz. Fotocopia y pa'lante, al tablón de la asamblea de estudiantes. La búsqueda de aquellos precarios a la deriva era incesante y aquellas columnas libres de Javier operaron entonces como flotador, patera y salvavidas. Como un refugio a la intemperie. Nos moldearon también: sin gastar salvas en pólvora, la mirada y el estilo de Javier iban de la mano. Barroquismo cero, escasos circunloquios, brevedad contundente y concisión cartesiana, iba al grano y al nudo gordiano. Hoy seguimos agradeciéndoselo.
Uno tendría, ahora y aquí, la tentación incontinente de spoiler, de anticiparse indebidamente y de pedir solícito que por favor se fijen, sobre todo, en el artículo que desmonta los cuentos reales, en los pliegues de los dolores -el Javier cronista- de una visita a Durango, en el humor con dardo de los 100 años de PSOE -y 25 de maletines y la mejor disección biopolítica de Felipe González- o en décadas dedicadas a estudiar el enorme fiasco que supuso la Transición española, ahora que celebran 40 años de unas cuantas impunidades y otras tantas frustraciones. Palabra de Javier Ortiz: "mitologías al margen aquello no fue la conquista de la libertad política por un pueblo ansioso de ella, un estallido de abajo arriba, sino la remodelación superficial de un régimen que se vio urgido por imperiosas necesidades de adaptación político-económica a los parámetros imperantes en la Europa Occidental". Punto y seguido: "Ni sé el tiempo que he invertido en poner de manifiesto que es eso precisamente lo que explica que los grandes vencedores de la Transición hayan sido, alternativamente, los herederos de la dictadura y los que jamás hicieron nada ni arriesgaron nada en contra de ella". Amén.
Hoy aquellas columnas siguen firmes y continúan desplegando aquella misma función crítica y emancipada, pero con carácter ampliado. Dudo que haya mayor ni mejor loa: vigencia y actualidad y espejo. Precursor anticipado, bisturí analítico de la realidad desnudada y hemeroteca resistente. La selección, con cuidados y estimas, de Mikel Iturria es de nuevo aire fresco y viento sur, con la buena compañía de Isaac y Garbiñe. Pero aún hay más: en estos tiempos digitales, autopistas de big data y metadatos, y sobresaturación de relatos ficcionados, la web de los artículos de Javier, que con tanto cariño preservan, se ha convertido ya en una auténtica fuente documental para los que sospechamos que hay muchos pasados en este presente y en las posibilidades, siempre frágiles, de otro futuro. Aprendida ya la lección ortiziana que la democracia es algo más, bastante más, que votar cada 1.500 días mientras la plutocracia campa a sus anchas y por sus respetos. Espejo retrovisor, la memoria en donde ardía y las broncas de siempre.
Guindilla final con gilda. No hay rebelión más noble que la que nada espera del combate. Algo similar se lee cuanto se entra en la librería Documenta de Barcelona: la millor lluita és la que es fa sense esperança. Antes del después, mucho antes de estas palabras, había quedado callado y absorto, dudándolo todo, tras leer repetidamente el artículo de Javier Sueño con Jamaica, una especie de manual básico para sobrevivir con dignidad en las aguas pantanosas y emponzoñadas del periodismo. Debe de ser el artículo que más he leído nunca. A ello ha contribuido, sin duda alguna, que ya han transcurrido muchos madrugones desde que ese artículo cuelga en el tablón de corcho de casa, a mano izquierda del ordenador. Porque con Javier aprendimos que a la vida y a los compromisos hay que ir a cante jondo y siempre por jamaicanas. Sin esperar nada a cambio, huyendo de la jaula y reconstruyendo desde márgenes y tangentes.
Obsesionado con llegar a Ítaca contra los rituales cantos de sirenas, la dialéctica ortiziana para la libertad, siempre entre el fraude y la esperanza, se condensa en que siempre hay que seguir intentándolo. Y que a pesar de todos los pesares, que no son pocos, hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores. Eso es lo que hizo siempre Javier: intentarlo. Una vez tras otra. No hacerlo es autoderrota anticipada. Su victoria cotidiana fue no desistir nunca de probarlo. Y ese es el regalo que nos deja: que nunca sea por nosotros, que nunca tengamos que decir que no fue porque no lo intentamos. Jamaica siempre. Que demasiada muerte nos programan cada día. Gràcies, amic.
Gracias a un tuit de aviso que nos dejó ayer Luis de la Cruz vimos que la Fundación Anselmo Lorenzo había subido a la red un número de la revista Saida.
Hoy os dejamos para lectura el número 14 de 'Saida', de febrero de 1978, con el dosier "Los anarquistas hoy" y los artículos "Situación actual de la CNT", "Las juventudes libertarias", "Anarquismo y movimientos marginales", "Prensa libertaria en los kioskos" o "La CNT contesta". pic.twitter.com/FATqu65uDn
En una nota biográfica de Javier Ortiz, aparece lo siguiente: «En 1977, fundó la revista Saida, cuyos principales méritos fueron dos: ser secuestrada varias veces por orden ministerial y ver encarcelados a cinco de sus colaboradores, que asumieron generosamente la autoría de un artículo editorial suyo titulado «¡Viva la República!».
Ramón Collar fue uno de los seudónimos o alias que utilizaba. El número subido por la Fundación Anselmo Lorenzo que podéis consultar aquí (Revista Saida: Los anarquistas hoy) es el correspondiente al mes de febrero de 1978. Por su interés, transcribimos el editorial «Libertarios».
Libertarios
El movimiento libertario está siendo en la actualidad objeto de numerosos ataques por parte de elementos diversos. Algunos proceden de tendencias políticas hostiles, que no tienen excesivo pudor a la hora de desprestigiar y que, como dicen los franceses, hacen fuego con cualquier madera. Otros, los más, proceden del aparato del Estado, directamente.
Un incendio presuntamente criminal, presuntamente causado por unos cócteles molotov lanzados por un grupo de personas presuntamente miembros de la CNT, contra la sala de fiesta SCALA de Barcelona -con el trágico balance que todos sabemos-, ha bastado para que la autoridad gubernativa, con el apoyo de los medios de difusión estatales, organizara todo un montaje propagandístico contra la CNT. En esta ocasión no se ha tenido ni poco ni mucho en cuenta que el asunto, por lo demás oscuro, esté sub judice. El Gobierno Civil de Barcelona se descuelga con una nota de tintas cargadamente anticonfederales, y la TV se dedica a ilustrarla con imágenes de banderolas de la CNT, de propaganda abstencionista para las elecciones sindicales, etc., por si hubiera alguien que no hubiera cogido la intención.
Y luego viene un ministro, el del Interior, que con gesto grave utiliza las pantallas cómplices -tantas veces cómplices- y se permite declarar a los cuatro vientos que la presencia de movimientos libertarios en Barcelona representa «una amenaza para la convivencia política», «amenaza» que viene al parecer demostrada precisamente por el presunto atentado de SCALA, sobre el cual los tribunales -repetimos- no se han pronunciado.
Quien conozca nuesra línea editorial sabrá con certeza que Saida no es una revista de orientación libertaria; que, en la división histórica entre los herederos de C. Marx y los de M. Bakunin, la mayor parte de nuestros redactores y colaboradores tiene su opción tomada claramente en favor del primero -aunque no falten quienes sitúen sus simpatías del lado del segundo. Queda así claro que nuesta reacción no persigue la defensa de una causa privada. Se trata, sin embargo, de una causa que también es nuestra: porque en ningún caso podemos pasar en silencio o mostrar indiferencia cuando se trata de dejar «fuera de juego» y atizar con malas artes a la opinión pública contra una corriente de las que están luchando en nuestro lado de la trinchera.
De ahí que no hayamos dudado dos veces en dedicar nuestro dossier quincenal a la actualidad del movimiento libertario en el Estado español. No es un desagravio, porque malamente puede desagraviar quien no ha agraviado. Es más propiamente un «hoy por ti, mañana por mí». Porque con esta gente qué duda cabe de que todos vamos a tener nuestra buena ración de calumnias.
Ramón Collar (uno de los seudónimos utilizados por Javier Ortiz). Saida (Febrero de 1978). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de abril de 2020. Muchas gracias a Luis de la Cruz por el aviso y a la Fundación Anselmo Lorenzo por ponerlo en la red.
Si queréis echar un ojo al número en su integridad.
Ahora que se va a cumplir el primer aniversario de la publicación del libro «Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista», creemos que ha llegado el momento de poner por aquí los perfiles de Javier escritos por Garbiñe Biurrun, David Fernàndez e Isaac Rosa. Ahí va el primero.
Eskerrik asko, Garbiñe.
Garbiñe Biurrun Mancisidor
Escribo sobre Javier Ortiz. En 2019, cuando se van a cumplir diez años del 28 de abril de 2009. Diez años, una medida del tiempo... Esa dimensión inabarcable y, sobre todo, engañosa y traicionera, a la que, sin embargo, obedecemos a pies juntillas. Diez años que parecen obligarnos a pensar en él como si hubiera desaparecido. Pero, ¿quién puede afirmar esto? ¿Ortiz, desaparecido? ¡Venga ya! Si lo lees y lo percibes aquí mismo, escribiendo sobre lo de hoy y lo de mañana, como lo ha hecho siempre, reflexionando sin pensar en el tiempo, sin estar al hecho concreto, del que solo se sirve para poner su dedo en la llaga, pero con proyección eterna, al menos en mi dimensión. Leer a Javier es leer sobre lo que hoy nos preocupa y mañana va a ocuparnos, sobre nuestro permanente presente.
Un presente sostenido, como mi amistad con él. De hecho, podría decir, como lo siento, que es un amigo de siempre, un buen amigo de toda la vida. Si no fuera porque el tiempo traidor me revela que objetivamente no es así. Pero el tiempo no sabe lo que es la vida ni lo que es un amigo y lo cierto es que Javier es ese amigo que está ahí, sin saber cómo, pero cuya presencia has necesitado siempre.
He tratado de repasar cuándo lo conocí, pero no es fácil; me parece imposible fijar un momento concreto porque un amigo se incorpora a tu vida y pertenece a ella y la vida es una y no se trocea. Pero he de reconocer que no conozco de siempre a Javier, ni siquiera desde hace largo tiempo.
Tengo que matizar. Conocía lo que Javier escribía en su columna de El Mundo, pero ni lo seguía con mucha asiduidad ni conocía su blog. Para mí era un periodista de izquierdas, de las personas que se dedican a ponernos frente a la realidad sin paliativos. Esto me gustaba de él, pero sin más alcance.
No puedo recordar exactamente qué día lo conocí personalmente, pero fue sin duda en junio de 2006; nada más puedo concretar, salvo que, sin duda, era martes; un buen martes. Fue en el programa Pásalo, de ETB2 (Euskal Telebista), en cuya tertulia Javier ya venía colaborando y al que yo me incorporé. Fue un buen encuentro, comenzamos a coincidir en muchas ideas y, sin darme cuenta, como pasan las cosas buenas, se convirtió en ese buen amigo de toda la vida. Un amigo con el que comer o tomar un café; un amigo al que escribir y comentar las desazones, dudas, miedos e ilusiones; un amigo que nunca te dice lo que querrías escuchar, alguien a que pedir un consejo que nunca me negó y cuyo criterio sigo teniendo muy en cuenta.
No descubro nada si digo que Javier es un sentimental, un cascarrabias - él mismo se tacha de "borde" en uno de sus escritos - y un tierno. Esto me llamó la atención inmediatamente y, más adelante, lo fui confirmando leyendo algunos de sus textos más íntimos, aunque públicos, como los relativos a la muerte de su madre o a cómo conoció a Charo, charlando con él y viviendo los momentos duros de la enfermedad y muerte de su hermano Josemari. Es un hombre bueno -temo su bronca por decir esto- y por ello ha dedicado su mayor atención a la Justicia, con mayúsculas, o, mejor, a la injusticia del hambre, la emigración, la prostitución, la guerra, el asesinato, la amenaza, la tortura...
Me he preguntado muchas veces, inevitablemente, qué pensaría Javier de determinados hechos. Ha sido un grave error por mi parte, porque Javier sigue pensando y escribiendo, sobre todo lo que ocurre, sobre todo lo que nos preocupa. Releer sus textos ha sido como abrir periódicos de hoy e, incluso, de mañana; ni una sola de las cuestiones actuales está ausente de sus reflexiones.
Sabe Javier que la libertad de expresión es un derecho humano y, al mismo tiempo, una obligación ciudadana y profesional que cuesta demasiado esfuerzo y exige un tremendo sacrificio y que, por tanto, en todo tiempo y lugar pende de un hilo. Y hoy vivimos tiempos nefastos, en los que cada día es más difícil mantener un pensamiento libre y expresarlo, tiempos que en 2009 yo no habría imaginado, pero sí Javier. Tiempos en los que pensar y escribir con honestidad o manifestarse satíricamente son un ejercicio de alto riesgo, en los que incluso el humor es perseguido, en los que muchas voces acaban entre rejas.
Javier lo sabe bien, porque es el periodismo vivo; lo digo yo que no soy periodista ni lo pretendo ni conozco el periodismo más que como consumidora interesada. Lo digo porque él lo ha escrito así, cuando describe el periodismo que quiere y el que rechaza, refiriéndose a lo que llama el "quehacer periodístico", desde su pasión por el "periodismo diario", apostando por ese periodismo enganchado, honesto, con complejas relaciones con el poder - está claro que, en su caso, así ha sido -, en las antípodas del cáncer del periodismo funcionarial - yo, que soy funcionaria, me enfadé con esto, la verdad -. Un periodismo tan vivo y tan diario, tan enganchado que, según el propio Javier dificulta extremadamente mantener relaciones de amistad o amor, en regla que, en su caso, no se cumple.
Javier es la decencia en el debate. Así lo hemos vivido. De un lado, él mismo aportaba distintos puntos de vista sobre las cuestiones que abordaba, en un ejercicio dialéctico sin trampas. Con una honestidad que se aprecia nítidamente cuando, en una de las múltiples ocasiones en que se manifiesta sobre la libertad de expresión, lanza su inquietud de que se silencien opiniones incluso de las que se discrepa sustancialmente, pues, según siente, la censura del Estado alcanza no solo a quien es directamente censurado, sino también al resto, pues le obliga a callar, por elemental honestidad al no ser capaz de discutir con quien no puede contestarle. Y, cómo no, admite todas las caricaturas sin sangre porque todo es aceptable, incluso, por supuesto, que quien es objeto de la caricatura responda para hacer realidad el viejo dicho oriental de "que florezcan cien flores y rivalicen cien escuelas de pensamiento".
Por eso, Javier, que se declara luchador activo contra el racismo y la xenofobia, escribe contra la penalización de la difusión de opiniones racistas o xenófobas, entendiendo que todo el mundo debe ser libre de decir lo que piensa y que estas ideas se deben combatir, pero no mediante la represión, porque no se protege la democracia impidiendo que la ciudadanía oiga o lea tales despropósitos, siendo preciso que la mayoría perciba que son, precisamente, disparates. De ahí que entienda que la ley no debe prohibir la expresión de ideas, pues es contraproducente y absurdo, ya que supone discriminar a alguien por su ideología para evitar que pueda defender discriminaciones.
Me pregunto en este sentido cómo pudo haber escrito para otras personas, cómo expresó lo que se esperaba de ellas, a través de su pluma. Porque Javier, según confiesa y desmitifica honestamente en su propio obituario, que publicó en su cumpleaños de 2007, ejerció de "negro" en momentos de particular penuria y también a veces por amistad.
Javier es también amigo de las mujeres, de las mujeres en general, sin matices, y de aquellas con las que se relacionó, expresando muchas veces su amor por las suyas y por su favorita, su hija Ane. Lo es de siempre, sin apuntarse a modas que no le interesan y rechaza vivamente. Lo es sin complacencias, mostrando su cercanía a las mujeres libres, a las que siguen luchando por su libertad y su dignidad. Y en este ejercicio de amistad se pronuncia sobre cuestiones complicadas, acerca de las que el propio movimiento feminista discrepa, como la prostitución, apoyando abiertamente la regulación de su ejercicio voluntario y constatando que más bochornoso que la venta o el alquiler del cuerpo lo es el de otras potencialidades de la persona, lo que remarca para el mundo del periodismo.
Javier sigue atento la actualidad y, por eso, ya en 1995, ante el entonces nuevo Código Penal, se atreve ya - oh, tiempos - a constatar que solamente será delito de rebelión aquel en el que los independentistas se alcen en armas para que su deseo de independencia se haga realidad, afirmando - ¿ilusamente? - que va a permitirse profesar la fe independentista, aunque otra cosa será que el Estado acepte que llegue a plasmarse en la realidad - ¿regresó del futuro? - y afirma también que, en su caso, tan delito de rebelión habría de ser alzarse en armas contra la unidad de España como para defenderla - uf..., esto en 2019, ¿cómo se digerirá? -.
Soporta mal Javier las crueles actuaciones contra la inmigración ilegal, notablemente la procedente de África, porque conoce sus razones, que sitúa en la colonización europea y el destrozo de las estructuras económicas locales y en su abandono tras su expolio, dudando radicalmente de la justicia de la ley que se viola migrando ilegalmente.
Pero Javier goza también de placeres, seguramente de muchos, como la música, que lo vincula al resto del mundo. Me siguen fascinando sus escritos sobre música, canciones, cantantes... cómo ama a Emmylou Harris - no sé si ella ya lo habrá descubierto - o cómo se emociona con algunos recuerdos musicales.
Sin embargo, hay cosas de Javier que todavía no comprendo. No he llegado a entender su deseo de jubilarse, que reiteraba con frecuencia, que me llamaba profundamente la atención y lo discutía con él. No sé cómo podía estar dispuesto a dejar de escribir profesionalmente cuando llegara el 24 de enero de 2013, aunque él lo explica bien: seguir escribiendo, sin prisas, disfrutando de Aigües, gozando del esfuerzo de su vida. Sigo sin entenderlo, pero da igual. A lo mejor quería asegurar que seguía por aquí ese 24 de enero de 2013 y que no había marchado a Jamaica. O, a lo mejor, quería asegurarse de poder ejercer el periodismo desde la definitiva libertad. ¡Quién sabe!
Puede ser también que buscara salir de su exilio interior, del que también habla en ocasiones, de ese alejamiento necesario para sobrevivir y mantenerse fiel a sí mismo hasta el final. Regresar del exilio para pertenecer abiertamente solo a su mundo, a ese mundo que le permitiera seguir cumpliendo la máxima de su vida, la que Jorge Oteiza le dijo cuando, según sus propias palabras, era solo un "crío rabioso", aquello de que "Nunca malogres tu carrera de perdedor con un éxito de mierda".
Y no la ha malogrado, desde luego que no. Ha expresado su asco, hastío, cansancio, pérdida de fuerzas, miedo..., pero también su indignación y su rabia; ha manifestado sentimientos aparentemente contradictorios, con poca fe en la posibilidad de transformar radicalmente el mundo, pero con la abierta intención de ser fiel a sus convicciones, entre ellas, la de que hay que seguir intentándolo.
Javier es libertad y radicalidad y por eso ha soñado con Jamaica, esa tierra donde todo estaría por hacer, donde todo sería aún posible y el futuro existiría, donde el tiempo apenas contaría. Dice Javier que es probable que no vea nunca Jamaica, que le vale por ser quimera, el espacio del no-aquí en el que podríamos ser otros. Él sabe que no es cierto, sabe que Jamaica existe porque ha trabajado y sigue trabajando por ello toda su vida y yo sé que Jamaica está en Javier y en la gente como él, que sueña lo mismo que él y que es mucha.
Releyendo sus escritos, sigo pensando que Javier Ortiz es cada día más necesario y que, para nuestra fortuna, cada vez escribe mejor.
Hoy os informamos de que la obra podrá verse en Madrid todos los sábados de octubre y noviembre más los domingos 10 y 17 del próximo mes (noviembre) en el Teatro del Barrio. Nos enteramos de refilón gracias a las redes la semana pasada y esta semana se me ha ido la olla con otros temas.
Esperamos que vaya mucha peña y todo eso. O sea, estaría bien que se lo pasaráis a vuestras amigas, amigos y demás personas queridas.
Finalmente, una última recomendación: quereros mucho y no os tiréis los trastos a la cabeza más de lo necesario. Buscad espacios en común y no lugares para hostiaros.