Yo, lo primero, ni créermelo -dice la vieja señora, paraguas en ristre.
El día no está para bromas, ni en la tierra ni en el cielo.
-¡Qué barbaridad! -apostilla apesadumbrado el lehendakari Ibarretxe desde la radio.
Con lo que se retrata. En sus buenas intenciones y en su error: «bárbaro» viene de barbarus, que quiere decir «extranjero». Y en este drama no hay presencia extranjera alguna. Jesús María Pedrosa -Jexus Mari, como le llamaban aquí, en Durango- era del pueblo. («De toda la vida», me dicen, sin darse cuenta de lo terrible de la expresión, habida cuenta de las circunstancias). Y quienes lo han matado a tiros no deben de ser tampoco de muy lejos.
Me acerco al domicilio de la víctima, en el bloque de viviendas San Ignacio, número 22-3 B. Es una urbanización modesta, con edificios de ladrillo visto. Hay algún geranio en los balcones y un jardincillo por delante, en el que los arbustos dejan caer en lentas lágrimas la suave lluvia de la tarde.
Llego justo cuando el vicepresidente primero, Mariano Rajoy, y el ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, salen del domicilio del difunto.
A Mayor se le ve habituado a estas situaciones. Ya ha pasado varias veces por tragedias semejantes. Rajoy camina con la mirada perdida.
Se les acerca un sacerdote bajito y de aspecto apesadumbrado. El ministro del Interior inclina la cabeza con respeto. Oigo la voz queda del cura: «Para lo que haga falta...», se ofrece. Es el obispo de Bilbao, monseñor Ricardo Blázquez.
«Un tal Blázquez», me acuerdo.
Frente a la casa del concejal asesinado, el puesto de prensa y revistas proclama: «Todos con la selección».
Durango es un bello pueblo. Incluso bajo el xirimiri. O quizá más bajo el xirimiri.
Protegidos de la fina lluvia por los enormes soportales de la Iglesia de Santa María de Uribarri, gótica del XVII, varios grupos de chavales charlan de sus cosas. Me acerco para escuchar de qué hablan hoy. Nada que ver con nada. No están ni a favor ni en contra del atentado. No están.
Quizá eso explique algo. No lo sé.
Camino hacia la plaza del Ayuntamiento, donde está reunido el Pleno municipal. Los beltzas -los antidisturbios de la Ertzaintza- vigilan a un pequeño grupo de jóvenes y no tan jóvenes que miran con desprecio a los escasos cientos que se han concentrado para mostrar su solidaridad con el concejal asesinado. Un municipal se asoma para colocar a media asta la ikurriña, la única bandera que ondea en el Ayuntamiento, regido por el Partido Nacionalista Vasco.
-Lo mismo podían colocar la española- ironiza uno.
Y es que aquí la muerte no vale nada, ni redime nada. El muerto sigue siendo igual de culpable. No se sabe de qué, pero lo mismo que en vida.
En la fachada del Ayuntamiento, adornada por las pinturas de unos angelotes grotescos, una pancarta oficial: Bakea behar dugu. Necesitamos la paz. En un mirador próximo, otra pancarta: Euskal presoak, Euskal Herrira. Los presos vascos, a Euskal Herria. Frente a frente, en medio del silencio general.
El único letrero que da nombre a la plaza dice que está dedicada a Txiki y Otaegi, en recuerdo de los dos militantes de ETA -Juan Paredes Manot y Angel Otaegi- ejecutados por el franquismo el 27 de septiembre de 1975.
Nadie habla abiertamente de la tragedia del día. Las conversaciones en voz alta son sobre cualquier otra cosa. La palma en los bares se la lleva el Osasuna, que sube a Primera División.
Radio Euskadi comenta que compartirá categoría con el Athletic, la Real y el Alavés.
En el batzoki [local del PNV] que frecuentaba a diario Jexus Mari Pedrosa, el camarero comenta que solía tomarse «unos vermús» allí casi a diario y que hablaba con todos. Dice que «hacías amistad, quieras que no».
No deja caer ese «quieras que no» a título de desprecio alguno. Es un «quieras que no» freudiano. Una disculpa inconsciente que formula para justificarse por haber hecho buenas migas con «uno del PP».
Pedrosa era del Partido Popular. Pero, mucho antes -y mucho más- fue un ciudadano de Durango, perfectamente integrado en y con su pueblo. Cuando aún era trabajador en activo, se afilió a ELA, el sindicato vinculado al Partido Nacionalista Vasco.
Todavía mantenía al día su carné de miembro del sindicato nacionalista. En sus declaraciones públicas, los líderes del PNV no se olvidan de recordarlo, y transmiten su pésame a la familia, a sus amigos, a sus compañeros de partido... y a sus compañeros de sindicato.
Pedrosa era uno de los cuatro concejales del Partido Popular en Durango. Miro el puñado de manifestantes que se han congregado en la Txiki eta Otaegi Enparantza y me pregunto dónde están los miles de ciudadanos de Durango que le dieron su voto. ¿No les ha importado lo sucedido? Claro que sí.
Tienen miedo. No se manifiestan porque tienen miedo. Las conversaciones sobre lo ocurrido se llevan en voz baja porque nadie quiere ser fichado.
Aquí hay ahora mismo demasiada gente que ficha.
Es difícil que fuera de Euskadi se entienda esta mezcla -extraña, casi onírica, surrealista- de maravilla y de espanto, de belleza y de horror, de calidad de vida incomparable y de opresión inaguantable.
Quien se coloca en un bando, quien se define, no elige sólo una opción política: opta por unos amigos, unos bares, un ambiente, un modo de vida. Cambiar de criterio sobre la marcha equivale a renunciar a casi todo. Jesús María Pedrosa puso todo su empeño en ser transversal: pensaba como el PP, quería ser amigo de los del PNV, acudía de forofo a todos los acontecimientos deportivos locales, txikiteaba con todos. ¿Uno del Partido Popular, amigo de todos? Es harto posible que eso fuera lo que le hizo ocupar el número uno de la lista de los ejecutables.
Se empieza por aceptar tipos como él y se acaba por no distinguir entre los verdaderos abertzales y los españoles infiltrados.
Conté al principio lo que la vieja señora del paraguas le dijo a su amiga en Durango, casi como si tradujera directamente del euskara:
-Yo, lo primero, ni creérmelo.
Pero no conté lo que su amiga, con los ojos vidriosos, al borde del llanto, le respondió en un tenue susurro:
-Apaga y vámonos.
Hay un aire de desánimo y de tristeza infinita. En Durango, y en Bilbao, y en San Sebastián. Cada vez son más en esta tierra, nacionalistas y no nacionalistas, los que parecen estar deseando apuntarse a eso: apaga y vámonos.
Apaga, para que no se vea, que es de vergüenza.
Y vámonos, pero no a otra parte, sino a llorar, a maldecirnos a nosotros mismos.
Este es un pueblo atrapado en una espiral macabra que se retroalimenta constantemente: de un lado, ellos; del otro, nosotros. En donde ellos son unos, y nosotros, los de enfrente. Pero hace tiempo que unos ellos, enarbolando sus jirones de verdad, han decidido que los otros ellos merecen morir.
Y que, además, una vez muertos, merecen ser tildados de asesinos.
En el cine Zugaza, junto al Gaztetxe [Casa de la Juventud] ocupado, con los balcones pintados de alegres colores, el público sacaba entradas ayer por la tarde para ver una película de título extrañamente adecuado: El Arte de Morir.
Jesús María Pedrosa cultivó el arte de vivir.
Murió de la única manera que pudo: como le dejaron.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de junio de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de junio de 2012.
Comentar