Este es el último texto que aparecerá en mi blog de la página de Javier Ortiz. Va a hibernar. Y llevo días pensando qué escribir. Me sería difícil escribir un texto de despedida precisamente por ser un adiós, pensaba; aunque sería sencillo hacerlo, mejor o peor: uno sabe hacia dónde dirigirse, me respondía.
Estaba en estas cuando me he cruzado esta mañana a un tipo que tenía un sorprendente parecido con Ortiz. En cierto modo. Llevaba un gorro de lana y, aunque su complexión y sus rasgos se me antojaban increíblemente similares, había algo en su impronta y en el rictus que le era diametralmente opuesto. No era aquella su mirada lúcida. “Un Javier Ortiz de invierno”, me ha surgido decir de repente.
¡Era invierno! El cielo, plomizo, había decidido de repente proclamar el invierno. Un invierno de verdad –como los de antes, se entiende–. El suceso tuvo lugar a la salida del tren de Cercanías de Leganés.
El primero que se dio cuenta fue un señor de tez morena al que he visto otra vez en la cola del comedor social Paquita Gallego. Hundía la cabeza en su propio cuerpo y arrugaba la nariz, tratando de hacer llegar sangre a la punta.
Los estudiantes, normalmente risueños camino de la universidad, arrastraban sus pies hacia allí en silencio. Los dientes del vendedor de cupones de la once castañeteaban rítmicos; las palomas, que apuraban los restos de una pizza en la basura de una cafetería, picoteaban al compás, y la portera de una finca se frotaba las manos con fruición flamenca. Quise contar, intenté descifrar la cadencia y establecer un patrón. Pero no había ni rima interna, ni mucho menos una estructura virtuosa. Era ruido y era caos como corresponde a la galerna.
Cuesta pensar con el frío cristalizando los huesos, pero al fin, tras todos los anteriores, fui yo quien reparé en la presencia del invierno, con su característica luz blanca tratando de escapar entre los resquicios de la atmósfera plomiza.
Me sorprendí de pronto hurgando en la memoria, haciendo recuento de ilustres estaciones invernales. Recordé que el primer día de 1994 bajaron de la montaña y se levantaron los indígenas de Chiapas. Yo tenía 17 años y generacionalmente me tocaba sentir un golpe en el pecho propio de una primavera. También aquel 1 de enero, muchos años antes de nacer, otros, barbudos, habían entrado en La Habana.
De repente, me vi con 11 años el 14 de diciembre (los inviernos llegaban antes) aprendiendo que la politización se puede adquirir ambientalmente, que la ciudad a veces vibra al son de un sístole colectivo (ruido y caos, como corresponde a la galerna) y parecen emerger los bulevares desadoquinados de Saint Michel o las calles de Grândola. La plaza de Sol aquel mes de mayo en que nos turnábamos la mochilita con una J. de un año.
Pero el ciclo se renueva eternamente. Ni el otoño de los unos ni el invierno de los otros impedirá jamás que cada año vuelva a asomar la terca y soñadora primavera. Ni tampoco que vuelva otra vez el invierno como un telón grueso, que nos hace introspectivos y nos prepara para la próxima reunión febril de los cuerpos sin miedo.
Esto no es un hasta luego, es un seguimos contaminado –ya no puede ser de otro modo– de todo lo que vivimos y viviremos alrededor de la comunidad de personas enredadas en las palabras de Javier.
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