Las despedidas suelen ser dolorosas, pero no en este caso, porque no tengo palabras para agradecer suficientemente a todos los que han mantenido activo el recuerdo de Javier y a los amables lectores de estas páginas.
Un abrazo sincero en el que todos estáis incluidos.
A continuación reproduzco el texto que escribí días después de su muerte.
A Javier Ortiz, una semana después
Te has ido, Javier, y ya no estás con nosotros. Por eso no pudiste verme apesadumbrado ni evocar aquella balada de Brel, al que ambos admirábamos tanto: "Voir un ami pleurer".
Te fuiste mientras yo enviaba, a esta Estrella Digital que me acoge desde hace ya unos años, la columna de todos los martes. Por eso he esperado una semana para dedicarte un recuerdo en estas páginas electrónicas, a ti, Javier, cuyo nombre, tecleado en ese Google tan socorrido para los escribidores impenitentes, ha surgido unos cientos de miles de veces en una fracción de segundo; "la tira de veces", hubieras dicho tú. Más sencillo. Más explícito.
Durante los días que han transcurrido he tenido tiempo de enjugar alguna lágrima y de escribir estas líneas como a ti te gustaba hacerlo, con sobriedad, intención y corrección. Me faltarán tu humor y tu sarcasmo. Pero, sin duda alguna, me han facilitado la tarea las sonrisas que brotaban espontáneas cuando leía tu espléndido "autoobituario" (sé que me aceptarías este neologismo), donde ha quedado la mejor fotografía de tu vida, que guardaré con esas otras fotos de los momentos que compartimos con nuestras incomparables y abnegadas compañeras en la vida: Charo y Elena.
No sé cómo me saldrán estas líneas. Son, sobre todo, sinceras líneas de evocación, y este no es el género en el que mejor me desenvuelvo. Tú me ayudaste a entrar de lleno en ese mundo periodístico en el que yo había comenzado a moverme de refilón, casi por chamba, y por afición más que por devoción. Compartimos actividades en algunos diarios y poco a poco fuimos conociéndonos mejor.
Previamente habíamos compartido también otras cosas, sin saberlo. Los dos vivimos en Donostia los primeros años de nuestra vida, en el mismo barrio de Gros, y hasta fuimos al mismo colegio infantil, con algunos años de diferencia, claro: los que yo te llevaba. Procedíamos de orígenes profesionales distintos, más aún: opuestos. Pero la vida nos fue llevando hacia un camino común, por el que nos movimos años después bastante al unísono.
Mientras yo daba mis pasos en la ortodoxia propia de un militar profesional en los tiempos del franquismo, tú ya luchabas contra todo aquello que no te gustaba. Cómo pudimos llegar a encontrarnos, entendernos y apreciarnos recíprocamente, daría materia para un pequeño estudio de sociología aplicada, que evidentemente no voy a hacer aquí.
Pero ahora no voy a ponerme serio, Javier. Como todos los que, con cierto fundamento, sospechamos que una vez muertos sólo sobreviviremos en el recuerdo de los demás, prefiero evocar algún reciente ágape conjunto, regado con un vino aceptable y adobado con una conversación insólita y apasionante, para despedirte diciendo ¡Hasta siempre!, porque decir ¡Salud! resultaría ahora un poco paradójico.
Si empecé este recuerdo citando a Brel, lo concluiré con palabras de Alberto Cortez: "Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío...". Y la vida, mientras dura, se nos va llenando de espacios vacíos. ¡Qué le vamos a hacer!
Publicado en Estrella Digital, el 5 de mayo de 2009.
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