2006/10/12 07:00:00 GMT+2
Una trampa urdida por unos periodistas ingeniosos y con no demasiados escrúpulos ha permitido establecer que un tercio de los diputados italianos -diputado más, diputada menos- consume sustancias estupefacientes, verosímilmente de manera habitual. Los periodistas fingieron que entrevistaban a un grupo considerable de diputados, uno por uno, en un espacio televisivo y, durante las entrevistas, con la excusa de retocar el maquillaje, les hicieron pruebas cutáneas que permitieron poner en evidencia esa práctica de una parte de ellos, aficionados al cannabis los unos, a la cocaína los otros.
El resultado de estos análisis, conseguidos con tan discutible astucia, ha escandalizado a la opinión pública italiana. A mí no me ha sorprendido en absoluto. Me llama la atención, si acaso, la baja proporción de los parlamentarios que han sido cogidos en falta. La explicación puede estar en que, según han precisado los responsables de la celada seudotelevisiva, el sistema de análisis que han utilizado permite rastrear sólo el consumo de drogas que se ha efectuado en las últimas horas. De ser anterior, no lo detecta.
He oído muchas veces que son bastantes los políticos que se meten de todo tanto para estar en guardia durante muchas horas como para relajarse intensamente cuando tienen la oportunidad. No puedo certificarlo porque no lo he visto con mis propios ojos, salvo en algún caso concreto no necesariamente representativo. Pero no me cuesta nada imaginarlo. Porque es verdad que hay algunos que no dan palo al agua, disposición anímica que no precisa de ningún estímulo artificial, pero los hay que no paran y que despliegan una actividad tan continuada y frenética que sólo cabe calificar de sobrehumana, esto es, de impropia de las capacidades humanas naturales.
Desde el punto de vista de la estricta racionalidad, resulta absurdo que haya determinadas profesiones -la de ciclista, por ejemplo- cuyo ejercicio está sometido a un implacable control antidopaje, pese a que no tenga mayores consecuencias sociales que sus practicantes se hayan tomado o inyectado lo que sea, en tanto otras actividades humanas, de las que dependen la vida y la hacienda de muchas personas -la de los responsables políticos, pongo por caso-, quedan al margen de cualquier vigilancia médica. Tal diferencia sólo se explica por el escaso interés que tienen los legisladores en regularse ellos mismos.
Estoy seguro de que un control antidopaje llevado a cabo por sorpresa a la salida del Congreso de los Diputados en un día en el que se haya celebrado un debate importante daría unos resultados muy clarificadores. Y no digamos nada si los controles se realizaran durante una campaña electoral. Quedaría bien ilustrado el viejo y recurrido refrán castellano: Consejos vendo y para mí no tengo.
Javier Ortiz. El Mundo (12 de octubre de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: Controles para todos. Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/10/12 07:00:00 GMT+2
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2006/10/09 07:00:00 GMT+2
Hipocresías aparte, todo el mundo sabe que
Iñaki de Juana Chaos –ahora en huelga de hambre, aunque alimentado por la fuerza (*)– sigue en la cárcel porque jueces y políticos se pusieron de acuerdo para «construirle una nueva imputación», según expresión del ministro de Justicia,
Juan Fernando López Aguilar. Es lo que hicieron, tomando pretexto en dos artículos escritos por De Juana y publicados por el diario
Gara: le «construyeron» una doble imputación de pertenencia a banda armada y de amenazas terroristas, pese a que el juez de la propia Audiencia Nacional
Santiago Pedraz había estudiado previamente ambos escritos sin encontrar nada delictivo en ellos.
Dejo de lado el debate jurídico sobre la «construcción» de ese nuevo sumario, que pretende la condena de De Juana a otros 96 años de cárcel por dos artículos de prensa. Tampoco voy a discutir en esta ocasión el problemático principio enunciado por López Aguilar, según el cual es inaceptable excarcelar a un condenado por terrorismo que no haya demostrado «una actitud de resocialización», es decir, de arrepentimiento. Me abstendré igualmente de indagar por qué estos criterios resultan aplicables a De Juana, pero no a quienes secuestran, torturan, asesinan y entierran en cal viva a sus víctimas. Son asuntos ya planteados en la polémica sobre este caso.
De lo que no he visto que se haya discutido es de otro aspecto que me parece, sin embargo, del mayor interés. Me refiero a la muy mentada exigencia de proporcionalidad entre la pena de cárcel cumplida por el reo y la gravedad de sus crímenes. Se recordará que fueron muchos, en efecto, los que mostraron el año pasado su indignación ante la posibilidad de que De Juana quedara en libertad tras haber pasado menos de 19 años en la cárcel. Les parecía escandaloso que alguien condenado por 25 asesinatos pudiera salir libre en tan corto plazo. Aunque fuera eso lo que le correspondiera según el Código Penal de 1973.
Con la aplicación del nuevo Código Penal –que es lo que finalmente van a hacer, tras «construirle una nueva imputación»–, De Juana será condenado a pasar 40 años en la cárcel. ¿Y? ¿Compensarán esos 40 años el horror de 25 asesinatos? ¿Guardarán proporción?
La exigencia de proporcionalidad entre el castigo y el crimen, que tantos consideran de sentido común, sólo tiene una desembocadura lógica: la instauración del encarcelamiento a perpetuidad. «Que se pudran en la cárcel», como ya propuso Felipe González. Por debajo de eso, todo es filfa: la reclusión limitada de un criminal jamás podrá compensar la muerte de 25 inocentes.
Ahora bien: ¿para qué mantener a alguien en la cárcel hasta su muerte? ¿A qué aniquilarlo poco a poco a expensas del erario? Mejor, más práctico e incluso menos cruel, sería restaurar la pena de muerte.
En el fondo, es de eso de lo que se trata.
Javier Ortiz. El Mundo (9 de octubre de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: Pena de muerte. Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2018.
__________
(*) Esta columna fue enviada al periódico e incluida en su edición del 9 de octubre de 2006 antes de saberse que De Juana había decidido abandonar su huelga de hambre.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/10/09 07:00:00 GMT+2
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2006/10/05 07:00:00 GMT+2
Ignorante como soy de los arcanos de la economía, llevo varios días repasando las secciones correspondientes de un buen puñado de publicaciones serias a la búsqueda de análisis también serios sobre las últimas grandes operaciones de adquisición de acciones que se han producido en el sector energético español y que han tenido como protagonistas a importantes empresas constructoras. Me he topado varias veces con la misma explicación, expresada de diferentes modos: todas llaman la atención sobre el hecho de que las grandes constructoras españolas disponen en estos momentos de una enorme capacidad financiera que no quieren circunscribir a su sector, al que atribuyen un futuro problemático, lo cual les ha llevado a buscar posiciones en el mercado eléctrico, que tiene perspectivas de crecimiento menos acelerado, pero mucho más apacible y constante.
Lo que me llama más la atención de todo cuanto he leído en relación con este asunto es la escasísima -la casi nula- atención que demuestran los gurús de la cosa por un extremo que, sin embargo, a mí me parece del máximo interés. Me refiero al hecho de que esas grandes empresas constructoras españolas hayan conseguido, a veces en un lapso de tiempo muy breve, hacerse con el astronómico potencial financiero del que ahora están dando prueba. Es la evidencia misma de los gigantescos márgenes de beneficio de los que han estado disfrutando en las últimas décadas, sin que ninguna autoridad, central o local, haya hecho nada para ponerles coto. Más bien todo lo contrario.
Para nadie es un secreto la procedencia de esos ríos de capital. Todos sabemos cómo funciona el gremio de las obras públicas y la construcción: la desvergonzada especulación del suelo, unida a la disposición de las administraciones públicas a contratar obras gigantescas a precios elevadísimos, rentabilizados todavía más gracias a las condiciones laborales del sector (empleo precario, subcontratas en todo y para todo, superexplotación de la mano de obra inmigrante, siniestralidad laboral récord en Europa...).
Con el negocio de la construcción de pisos, en el que también están presentes, ocurre tres cuartos de lo mismo. Por culpa de ello, la adquisición de una vivienda se ha convertido en el peor de los infiernos para las magras economías del ciudadano español medio.
De modo que la gente trabajadora paga, sea por vía directa o a través del fisco, y ellos se forran. Dicho así, suena a demagógico, pero los hechos son los que son. Me recuerdan una coplilla andaluza que se cantaba en los años 60: «Es la virtud del trabajo / la desdicha del obrero, / que quien trabaja no tiene / tiempo de ganar dinero».
Entre tanto, ellos pasan por inteligentísimos y muy probos empresarios que han logrado, gracias a su astucia, que su dinero se multiplique solo.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de octubre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: Ladrillos de oro. Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/10/05 07:00:00 GMT+2
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2006/10/02 07:00:00 GMT+2
Lo primero y más elemental que cabe pedirle a un Gobierno que se pretende espejo de honradez es que no trate de engañar a la ciudadanía. Cuando la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, asegura que el acuerdo al que ha llegado con la Conferencia Episcopal Española «vincula los ingresos de la Iglesia de manera directa y expresa a la voluntad de los contribuyentes», miente, y ella lo sabe.
Trata de que nos creamos que, a partir de 2007, la Iglesia católica se financiará con el dinero que quieran darle sus feligreses. Y eso no sólo es completamente falso, sino que lo es, además, por partida doble.
En primer lugar, porque los católicos que quieran contribuir a los gastos eclesiales no van a pagar ni un céntimo más que el resto de los ciudadanos. En lo que a la declaración de la renta se refiere, ellos se limitarán a mostrar su deseo de que pague el Estado. A partir de lo cual, será la Hacienda pública la que detraerá una parte (el 0,7%) de lo que ellos hayan pagado en concepto de IRPF para dárselo a la Conferencia Episcopal. Como ese dinero será restado de los ingresos totales del erario, los perjudicados seremos todos, incluidos quienes alienten otras creencias religiosas y los que carecemos de ese registro anímico concreto. Los católicos no darán ni un euro que no estuvieran obligados por ley a pagar, como todo quisque. La financiación de su Iglesia les seguirá saliendo gratis.
En segundo lugar, es igualmente falso que «los ingresos» de la Iglesia Católica vayan a estar vinculados «de manera directa y expresa a la voluntad de los contribuyentes» a partir del año próximo. La cantidad deducida del IRPF no es más que un porcentaje mínimo del dinero que el Estado aporta a la estructura eclesial dependiente del Vaticano. Es cierto que buena parte del enorme caudal de euros que pasa de las arcas públicas a las de la Iglesia está destinado a financiar tareas de educación y asistenciales –tareas que aprovecha para hacer proselitismo y crear ámbitos regidos por su peculiar rigorismo moral–, pero no menos cierto es que otra parte de ese dinero se dedica al pago de los haberes y la manutención del clero encargado de todas esas funciones, algunas tan impropias de un Estado no confesional como es la de los capellanes castrenses, los cuales ostentan el rango de oficiales y están dirigidos por un arzobispo al que el Estado reconoce el grado de general de División (sic). ¿En dónde queda en todo eso «la voluntad de los contribuyentes»?
Una parte del propio PSOE ha torcido el gesto ante este acuerdo, que tanto ha gustado, por contra, a la jerarquía vaticana. ¿La idea no era que todas las estructuras eclesiales se sostuvieran a partir de las contribuciones ad hoc de sus fieles? Sí, ésa era la idea. Pero la práctica, ya se ve, va por otro lado. Como siempre.
Javier Ortiz. El Mundo (2 de octubre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: No quiero mantener obispos. Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/10/02 07:00:00 GMT+2
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2006/09/28 07:00:00 GMT+2
La precampaña de las elecciones presidenciales francesas –se toman la cosa con adelanto: se celebrarán el próximo año– está viéndose dominada por un fenómeno que en realidad no es nuevo, pero que nunca había adquirido tanta importancia. Creo que ha sido el diario Libération el que lo ha bautizado con el nombre, un tanto extravagante, de peopolisation, palabro inscrito en la línea de lo que los franceses llaman «el franglés». El término alude a lo mucho que recurren las dos personalidades más en boga (la dirigente socialista Ségoléne Royal y el líder derechista Nicolas Sarkozy) al respaldo de estrellas de la música y el cine.
No es nuevo que haya artistas e intelectuales que hagan saber sus preferencias políticas. Lo nuevo es que ahora son situados en primer plano y casi a la par con el dirigente cuya promoción sostienen: ellos revelan su admiración por el político... y el político revela su admiración por ellos. Así ha sido con ocasión de la comentadísima aparición conjunta en actos públicos del veterano rockero Johnny Hallyday –y también, en varias ocasiones, del actor Jean Reno– junto a Nicolas Sarkozy. ¿Qué dicen el cantante y el actor? Eso no parece que le importe a nadie: la cosa es que están.
Se trata de una muestra acabada del proceso de degeneración que está experimentando la política de altos vuelos en toda Europa: las imágenes reemplazan a los programas, los números efectistas ocupan el lugar de los razonamientos, es mucho más importante cautivar que convencer. Ségoléne Royal es, ella misma, un ejemplo perfecto del mal que avanza: exultante, atractiva, siempre sonriente, resulta mucho más fácil fotografiarla en la playa en bañador que sacarle una declaración precisa sobre cualquier asunto conflictivo. Es posible que acierte al actuar así, porque, según leo, las revistas del corazón que publicaron las fotos playeras de la dirigente socialista se han vendido este verano como churros, en tanto las publicaciones serias dedicadas al análisis de sus propuestas programáticas apenas han atraído la atención pública.
No se pide a las vedettes que aporten votos directos, sino que contribuyan a hacer más simpática, más accesible y más atractiva la imagen del candidato de sus amores. Todo está montado para que el ciudadano deje de lado la reflexión personal y vote en función de emociones primarias y superficiales.
Europa se está acercando a marchas forzadas al modelo estadounidense: los integrantes de la farándula pasarán pronto de apoyar a los candidatos a convertirse ellos mismos en candidatos. Cuentan que el PSOE quiere estrenar en Madrid en las próximas elecciones municipales esta nueva variedad de la política venida a menos, presentando de candidato a la alcaldía a una estrella del show bussines. A saber. Yo ya me creo cualquier cosa.
Javier Ortiz. El Mundo (28 de septiembre de 2006). Hay también dos apuntes que tratan el mismo asunto: La «peopolisation» y Artistas al poder. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/28 07:00:00 GMT+2
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2006/09/25 07:00:00 GMT+2
A
José María Aznar le irrita que los musulmanes exijan al
Papa que se disculpe por haber vinculado la fe coránica y la violencia mientras que ellos no piden disculpas «por haber conquistado España y haber mantenido su presencia [aquí] durante ocho siglos».
¡Que los islamistas pidan perdón por conquistar España y quedarse ocho siglos! ¿Y a quién podrían pedírselo? ¿Quizá a los descendientes de las poblaciones magdalenienses que invadieron la Península al final del cuaternario? ¿Tal vez a los herederos de los fenicios que llegaron hasta Gades, hoy conocida por Cádiz, y allí se quedaron? Sugiero a los musulmanes que alcancen un acuerdo con los romanos, que no sólo nos invadieron, sino que nos impusieron su lengua y sus costumbres, para repartirse las culpas. Podrían hacer extensivo el pacto a la parentela de los suevos, vándalos y alanos, que se dejaron caer por aquí en el siglo V, y a la de los visigodos, que vinieron tras ellos (y a por ellos).
Los musulmanes no invadieron «España» –lo que hoy entendemos por España, si es que entendemos algo–, por la muy elemental razón de que los reinos malamente asentados en la península Ibérica a la altura del año 711 ni constituían ni habían constituido nunca una entidad única y diferenciada. Invadieron una serie de reinos independientes cuyos territorios ni siquiera se circunscribían a los de la España actual, porque llegaban en unos casos más allá de los Pirineos y en otros a las tierras de la actual Portugal. No cabe invadir lo que no existe. Para poder hablar con cierta propiedad de «España» hay que esperar al siglo XV, cuando se produce la unión confederal de los Reyes Católicos. Por lo demás, los musulmanes tampoco se quedaron ocho siglos, no sólo porque ya a partir del propio siglo VIII fueron tomando cuerpo en la mitad norte peninsular varios reinos cristianos, por más que enfrentados entre sí (lo mismo que los musulmanes, todo sea dicho), sino también porque bastantes gentes de origen musulmán más o menos lejano se quedaron tras la conquista cristiana de sus tierras.
Tampoco parece saber Aznar que, si de predominio de los valores de la razón se habla, aquellos musulmanes «invasores» dieron muestra de mucha más tolerancia y apego al espíritu libre de la Ciencia que sus enemigos cristianos que, en cuanto pudieron, se afiliaron al oscurantismo, instauraron la Inquisición y organizaron feroces persecuciones contra quienes no profesaban su fe.
¿De dónde habrá sacado Aznar esa visión tan extravagante, a fuerza de anacrónica, de la presencia musulmana en la península ibérica? ¿De la lectura de los tebeos de El Guerrero del Antifaz?
Reconozcamos que algo sí hay de común entre el islamismo que vino del otro lado del Estrecho en aquel tiempo pretérito y el islamismo –los islamismos– de nuestro tiempo: Aznar los desconoce todos por igual.
Javier Ortiz. El Mundo (25 de septiembre de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: Aznar historiador. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/25 07:00:00 GMT+2
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2006/09/21 20:00:00 GMT+1
El 21 de septiembre de 2006 se presentó en Madrid el libro «El tiempo y la memoria», escrito por Julio Anguita con la colaboración, en algunos capítulos, del escritor y columnista Rafael Martínez-Simancas. La parte más extensa de la presentación -descontada, por supuesto, la intervención del propio Julio Anguita- corrió a cargo de Javier Ortiz, que leyó el siguiente texto:
Buenos días.
Cuando, hace una veintena de días, Julio Anguita me escribió un correo electrónico para pedirme que interviniera en este acto, le respondí de manera muy escueta: «Será un honor». Quiero reiterarme en ello aquí y ahora: considero un honor que haya pensado en mí para presentar en público este trabajo de memoria y reflexión que ha materializado con el respaldo de Rafael Martínez-Simancas.
El libro del que hablamos hoy me lo devoré en un par de largas sentadas. Se lee muy fácil.
Otra cosa es digerirlo. Para eso se requieren determinadas condiciones que no abundan en la España de hoy. Condiciones -virtudes, en mi criterio- que el propio Anguita recomienda y que practica. En la vida, en general, y en este libro, en particular.
La primera condición que se requiere para digerirlo es clave: hay que atreverse a pensar. No rendirse de antemano a ningún tópico, por muy en boga que esté, o incluso por muy de izquierdas que parezca. Preguntarse el porqué de cada cosa, y el porqué del porqué, y el porqué del porqué del porqué, si es que hace falta.
«Atreverse a pensar» quiere decir también no tener miedo de las conclusiones a las que pueda llevarnos el razonamiento. No esperar que los hechos confirmen nuestros deseos, o nuestros juicios previos.
A Ernesto Guevara le gustaba decir que «la verdad es siempre revolucionaria». Esa afirmación del Che plantea un problema peliagudo, en cuanto que presupone que es posible determinar en toda circunstancia dónde está la verdad. Más modestamente, prefiero reivindicar la honradez intelectual, esto es, el deber de integrar en nuestros análisis todos los aspectos relevantes de la realidad que seamos capaces de abarcar, incluyendo aquellos que nos contrarían y nos disgustan.
La segunda condición que se precisa para entender las claves de este libro es compartir con su autor el desagrado por el modo en que está organizada la sociedad, así como su firme voluntad de contribuir a transformarla. Supongo que alguien que se sienta más o menos cómodo con el sistema económico y social vigente, y que comparta el individualismo y el sálvese quién pueda de la ideología que predomina en los tiempos que corren, encontrará este libro aburrido, si es que no absurdo y extemporáneo. Me parece lógico.
Como Julio Anguita sabe bien, yo no he sido nunca miembro del Partido Comunista de España. Estuve muy alejado de él desde mis primeras inquietudes políticas juveniles, realmente muy juveniles, allá por los años 60, y mantuve mis diferencias durante muchos años. Las sigo teniendo, aunque tanto el PCE como yo hayamos madurado no poco, con resultados tan poco alentadores en el plano físico como estimulantes en el plano intelectual. Sin embargo, con Julio Anguita las cosas han seguido sus propios derroteros. El paso del tiempo ha ido propiciando un acercamiento, no sé si estrictamente político, pero sí, creo yo, en nuestras respectivas visiones de la vida. En nuestra concepción del mundo y en nuestro modo de encarar la realidad.
Este libro me ha permitido clarificar en no poca medida las razones de ese acercamiento. Voy a tratar de explicar algunas de ellas sin enrollarme demasiado.
Según un tópico muy al uso en los medios de prensa, Julio Anguita se ha quedado «antiguo». Lo consideran anclado en viejos y anquilosados esquemas propios del marxismo-leninismo del siglo pasado, inservibles para abordar las realidades del siglo XXI.
Es falso.
Convengo en que Anguita utiliza en ocasiones un lenguaje que es deudor de la terminología del materialismo dialéctico, tan caro a la ortodoxia comunista clásica. Pero los que se quedan en ese aspecto, tan superficial como secundario, demuestran que no han captado para nada su filosofía, que es cualquier cosa menos dogmática.
Señalaré un par de aspectos que considero cruciales.
La ortodoxia comunista nacida de la III Internacional daba por hecho que las sociedades llegan al socialismo como resultado de una dialéctica histórica ineluctable. Para ella, el socialismo es un fruto maduro de la evolución histórica, la síntesis que resulta, quieras que no, de las contradicciones fundamentales del sistema capitalista. Convirtiendo ese criterio en caricatura, Stalin llegó a escribir que el socialismo se impondría en el mundo incluso aunque no hubiera revolucionarios socialistas que lucharan por conseguirlo; para él, la función de los revolucionarios era, sencillamente, ayudar a que el socialismo adviniera cuanto antes y en las mejores condiciones. Hacer de comadronas de la nueva sociedad. Pero, sin llegar a esos extremos, el convencimiento de que el socialismo es inevitable, corolario principal del llamado materialismo histórico, se ha tenido siempre como una seña de identidad clave de la ortodoxia comunista.
Anguita rechaza de plano esa concepción teleológica de la Historia. Escribe en la página 223 de este libro: «Se nos ha imputado que esta cosmovisión (que lo es) está impregnada de escatología determinista laica. En principio, yo reniego de esa concepción que contemplaba el desarrollo del socialismo, la anarquía o el comunismo como algo ineluctable en el devenir de la historia. El mundo será lo que los humanos, sus contradicciones y sus actos provoquen». (Fin de la cita.)
Esta toma de posición general ante los proyectos de transformación de la sociedad, incluido el proyecto comunista, equivale a desdeñar por completo todo el cargamento de presunto cientificismo que ha lastrado durante muchos decenios la teoría y la práctica de los partidos comunistas.
Lo cual tiene también no poca trascendencia práctica. Porque el convencimiento que asistía a los comunistas de ser el único partido que actuaba en política con criterios científicos les llevaba no sólo a dar por sentada su superioridad sobre todos los demás, sino también a justificar cualquier exceso cometido en el presente en nombre del futuro luminoso del que ellos actuaban como únicos representantes homologados.
No es que Anguita crea que los cambios sociales históricos son producto de la mera voluntad de las personas. Ni siquiera considera que vayan a producirse necesariamente en un futuro próximo y en nuestras cercanías. Sabe que, para que tales cambios sean posibles, la realidad debe reunir toda una serie de condiciones favorables. Pero sitúa el proyecto que hace suyo en igualdad de derechos con cualquier otro que se presente: si quiere progresar, habrá de conseguir el favor del pueblo. Ganarse las voluntades.
Es el adiós al mesianismo. Quien identifique esa posición de Anguita con la vieja ortodoxia comunista es que no tiene ni idea de lo que habla. (Cosa, por otro lado, pasmosamente frecuente.)
Otro punto clave de la concepción del mundo que manifiesta Anguita, de la que deja clara huella en este libro, es su entendimiento del impulso revolucionario (revolucionario por su pretensión de una profunda transformación social: revolucionario y pacífico) no como el frío resultado de una reflexión teórica, sino, en lo esencial, como expresión de una profunda opción ética personal. Leo en la página 228: «En el origen y la raíz de una apuesta por el comunismo está la rebeldía a aceptar un orden económico, social, político, ideológico y cultural que tiene como objetivo central, meta y guía de conducta el beneficio económico de una minoría. Es una rebeldía casi luceferina, un "non serviam" cargado de consecuencias, retos y ejemplaridad en lo cotidiano». (Fin de la cita.)
De toda esta frase (cuyo sentido último comparto, aunque discutiría la formulación), lo que me conmueve más, lo que me parece que retrata mejor la idea de fondo, es la referencia a la «rebeldía casi luciferina».
Siempre he considerado a Lucifer, el ángel caído, como la expresión literaria más acabada de la rebeldía; la rebeldía en estado puro. En efecto: jamás ha habido rebelión más abocada al fracaso que la que él dirigió contra Dios, quien, siendo infinitamente perfecto, no podía ser derrotado, por definición. Lucifer sabía que su combate estaba destinado al fracaso. Pese a ello, su radical incompatibilidad con Dios le movió a emprenderlo.
La «rebeldía casi luciferina» de Anguita nos habla de alguien que lucha no porque cree que su rebeldía triunfará en el futuro, sino porque se siente moralmente incapaz de transigir con las injusticias del presente. El poeta Ángel González escribió en 1961 un espléndido poemario que tituló «Sin esperanza, con convencimiento». La dicotomía viene a ser la misma: se obra por el convencimiento de que es imprescindible hacerlo, no porque se tenga esperanza en el éxito.
La experiencia nos ha dado cuenta de muchos que asentaron su posición política izquierdista, allá por los años 60 y 70, o incluso más tarde, en unos análisis supuestamente muy profundos que demostraban, según ellos, que el futuro de España iba a ser rojo rojísimo. Ya casi se veían con la tortilla vuelta y ellos con la sartén por el mango. Resultó luego que el futuro marchó por otros cerros. Pero no se arredraron: como lo esencial era llegar a tener la sartén por el mango, les bastó con pasarse al bando de los que ya la tenían en sus manos.
Yo he visto bastantes evoluciones de ese género, pero me da que Julio Anguita podría hacer una lista incomparablemente más completa que la mía, aunque no creo que tenga mayor interés en hacerla. Supongo que la experiencia le habrá valido, eso sí, para afirmarse mucho más en su concepción de la rebeldía política como expresión de una elección eminentemente ética.
Podría dar cuenta de bastantes otras ideas y sentimientos que Anguita recoge en este libro y que despiertan mi inmediata simpatía. He constatado con satisfacción -ya sé que es un asunto muy menor, pero me ha hecho gracia- que siente una viva aversión por los actos sociales, en general, y, en particular, por las comidas y cenas de compadreo entre políticos y periodistas, tan dadas a los chismes de sobremesa y a las confidencias off the record, la mayor parte de las veces tan inútiles como inutilizables, cuando no directamente falsas. Él lo describe con precisión de entomólogo en la página 138 del libro: «De Madrid me asombraban -cuenta- las relaciones, en ocasiones de excesiva camaradería, entre políticos y periodistas: compartían copas, cenas y conquistas. Unos criticaban a los otros pero no podían pasar sin ellos porque se había formado una casta cortesana que en su nivel superficial era muy agradable, por lo divertida que resultaba, pero que de sano no tenía nada. Se confirmó mi intuición de que en Madrid, como lo era en Sevilla, las cosas funcionaban a la manera de una villa y corte: a base de restaurantes, de copas, de acudir al sitio de moda y de relacionarse con las personas oportunas». (Fin de la cita.)
No quisiera incurrir en generalizaciones abusivas. Yo he tenido más de una comida y más de una cena interesantes, e incluso muy interesantes, con algunos dirigentes políticos. Entre ellos, con el propio Anguita. Pero comprendo muy bien a qué se refiere, porque me ha tocado vivirlo... y también huir de ello.
Pondré punto final a mi intervención con un par de guasas, señalando que también he sentido profundas discrepancias con lo dicho por Anguita en algunos pasajes del libro.
Me chocó, y no puedo compartir con él, por ejemplo, su afición al ruido de la calle. Ya me supongo que entre la calle de su casa natal cordobesa y la calle en la que vivo yo aquí, en Madrid, en la zona de Ventas, habrá una cierta diferencia de sonidos, pero, sea como sea, no puedo compartir de ningún modo ese gusto suyo. Le colocaba yo debajo de la ventana de su casa a mi vendedora de cupones de la ONCE, que clama durante todas las tardes y cada cinco segundos: «¡Últimos para hoy!». Al cabo de un par de semana podríamos volver a discutir la cuestión, caso de que no le hubieran detenido por estrangularla.
Tampoco me ha gustado ni poco ni mucho que haya incurrido en el feo tópico de llamar a Franco «el pequeño dictador». De los muchísimos rasgos que distinguían a Su Excremencia el anterior jefe del Estado, uno de los pocos realmente inocuos -y además no elegido por él- era su altura. Estoy seguro de que a Anguita ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de describirlo como «el dictador de ojos marrones». Sin embargo, el color de sus pupilas era un rasgo equiparable al de su altura. Creo hablar en nombre de todos los bajitos, y en particular de los rebeldes, al manifestar mi más respetuosa pero firme protesta por tan poco satisfactoria referencia a la altura del nefando personaje.
Y aquí lo dejo.
Muchas gracias por haberme soportado.
Javier Ortiz. (21 de septiembre de 2006). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de diciembre de 2017.
© Javier Ortiz.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/21 20:00:00 GMT+1
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2006/09/21 07:00:00 GMT+2
Lo que más me sorprende de las manifestaciones que se están produciendo estos días en Budapest contra el primer ministro húngaro, el socialdemócrata Ferenc Gyurcsany, es que participe en ellas tan poca gente. Ha descendido su popularidad tras haber quedado en evidencia como mentiroso, pero la indignación ciudadana tampoco ha sido tan apabullante como para forzar su dimisión. Dicho de otra manera: todos los húngaros saben que su primer ministro es un tramposo y un falsario, capaz de mentirles sistemáticamente y sin ningún pudor, pero buena parte de ellos no ven que ésa sea razón suficiente para exigirle que se retire.
Otra buena pieza es el primer ministro tailandés, el multimillonario Thaksin Shinawatra, depuesto anteayer por un golpe militar. A comienzos de año montó un gran escándalo porque decidió desconsiderar los intereses nacionales y vender a un consorcio de Singapur una de sus principales empresas, la Shin Corp, estratégica en el sector de las telecomunicaciones. Hizo más: se las arregló para que los enormes beneficios de la transacción llegaran a su bolsillo sin pasar por el fisco. Las protestas por la corrupción generalizada que ya estaban en marcha subieron muchos grados, pero no hasta el punto de obligarlo a irse. Disolvió el Parlamento, convocó elecciones y las ganó. A su modo, con todas las chapuzas que se quiera y alguna más, pero las ganó.
Las trampas y la corrupción política están también a la orden del día en Brasil, cuyo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, está siendo investigado por el Tribunal Superior Electoral, que cree ver su mano detrás de un complot destinado a presentar imputaciones falsas contra sus principales rivales electorales. Un estrecho colaborador suyo ya se ha visto forzado a dimitir. Pese a lo cual, los sondeos coinciden en que Lula no tendrá problemas para vencer en los comicios del próximo 1 de octubre. (No será la primera vez que buena parte de la ciudadanía brasileña hace la vista gorda ante sus desmanes: recuérdese el escándalo del año pasado, cuando se supo que el PT de Lula había comprado el voto de un centenar de diputados de la oposición).
He puesto tres muestras bien actuales de un fenómeno que es visible a escala mundial. Muchos pueblos (sus mayorías) no sitúan la honradez en la primera fila de su jerarquía de valores políticos. Tampoco se escandalizan cuando se enteran de que están gobernados por corruptos. Las razones de su transigencia pueden ser diversas: intereses, temores, banderías partidistas... La mayoría de los que tragan y respaldan a tales o cuales políticos corruptos están convencidos de que sus rivales son todavía más corruptos, y con eso les basta para sentirse exculpados.
Desengañémonos: los de arriba no podrían ser como son si los de abajo no fueran también como son.
Javier Ortiz. El Mundo (21 de septiembre de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: La complicidad popular. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/21 07:00:00 GMT+2
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2006/09/18 07:00:00 GMT+2
Benedicto XVI lamenta que una parte del discurso que pronunció el pasado 12 en Ratisbona (Alemania) haya sido malinterpretado por los seguidores de la fe coránica, que no han tenido en cuenta el contexto de su exposición.
No ha habido mala interpretación. Es cierto que sus palabras tenían un contexto, pero él sabe muy bien que cuando alguien cita lo dicho por otro sin oponer ninguna observación crítica, se entiende que lo utiliza como refuerzo de autoridad. El contexto de su controvertida cita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo iba en la dirección en la que ha sido interpretada: el Papa quiso poner al Islam como ejemplo de religión que pretende imponerse por la fuerza bruta, y eso es exactamente lo que hizo.
En realidad, resulta bastante clarificador que Joseph Ratzinger apelara precisamente al bizantino Manuel II para apoyar su tesis sobre violencia y razón. Porque las amargas palabras sobre Mahoma que pronunció a comienzos del siglo XV el segundo hijo de Juan V eran hijas de un rencor nada teórico. La islámica Turquía le trajo durante toda su vida por la calle de la amargura y le dejó su imperio reducido a la mínima expresión. Él mismo hubo de declararse vasallo del turco y pagar un tributo para conservar las exiguas posesiones que le quedaron.
Hagamos caso del Vaticano y situemos las reflexiones del malhadado emperador bizantino –éstas también– en su debido contexto: sépase que, cuando fue atacado por el sultán Bayaceto I, Manuel II llamó en su auxilio a cruzados occidentales, que acudieron a la pelea tan deseosos de imponer por las armas su religión como los turcos a los que se enfrentaron. Sólo que no les salió bien y fueron derrotados, en aplicación de lo observado en la famosa coplilla satírica: «Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos».
No voy a discutir las preferencias de Benedicto XVI en lo tocante a métodos de imponer la fe por la fuerza. Supongo que, puesto a poner ejemplos, podría haber empezado por denostar las muchas guerras declaradas en nombre del Dios de los cristianos y bendecidas por la Iglesia de Roma a lo largo de la Historia, incluida la Cruzada que tuvimos por aquí hace 70 años. Pero lo principal no es eso. Lo más discutible de su discurso no tiene que ver con cuestiones teóricas, sino prácticas: se ha metido en un lío tan innecesario como inconveniente para los intereses de la Iglesia que encabeza.
Fueron muchos los años y los esfuerzos dedicados por Juan Pablo II a suavizar las contradicciones entre las principales confesiones. En lo relativo al islam, Joseph Ratzinger ha malbaratado con un solo discurso buena parte del legado de su antecesor.
Se me hace difícil creer que lo haya hecho sin querer. Será intelectual, pero no está en el limbo.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de septiembre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: El error de Benedicto XVI. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/18 07:00:00 GMT+2
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2006/09/14 07:00:00 GMT+2
De entre las declaraciones públicas que realizó el todavía president Pasqual Maragall con motivo de la última Diada, hubo una que me chocó de manera particular. Afirmó que los socialistas catalanes no pretenden la independencia de Cataluña porque eso «sería ridículo en la Europa de hoy». «¿Independencia de qué, si todos somos europeos?», se preguntó, a modo de sarcasmo apabullante.
Es ésa una línea argumental que goza de mucho predicamento en la actualidad. Pretenden quienes la manejan que la estructura común de la Unión Europea, de la que son expresión los órganos de poder con sede en Bruselas, ha desdibujado definitivamente la importancia de los estados.
Siguiendo esa misma onda discursiva, alguien interpeló hace tiempo al lehendakari vasco pretendiendo hacerle ver que hoy en día muchos estados europeos apenas ejercen competencias con las que no cuente el Gobierno de Vitoria, y que además el País Vasco tiene un territorio demasiado pequeño y una población comparativamente muy reducida como para aspirar a cotas más altas de entidad política. A lo cual Ibarretxe respondió: «Yo, con que nos reconozcan en el seno de la UE los derechos y competencias con los que cuenta Luxemburgo, que es mucho más pequeña que Euskadi y tiene muchos menos habitantes, me conformo».
Es bien cierto que los estados europeos han delegado en los órganos de poder comunitarios muchas de las potestades definitorias de la independencia nacional. Hace apenas unos decenios, habría sido inconcebible un Estado que no controlara su moneda, o sus fronteras, o su política industrial. Pero conviene no engañarse: la capacidad de acción que conservan los estados del Viejo Continente sigue siendo muy grande. Tampoco conviene olvidar algo que es todavía más importante: la UE es una unión de estados. No de pueblos.
Si la independencia nacional hubiera quedado realmente vacía de contenido en la Europa actual, ¿a cuento de qué se tomaría nadie el trabajo de negársela a quien la reclamara?
Maragall, como cualquier otro catalán, es libre de no desear que Cataluña se independice y cree un Estado propio. Tan libre como otros catalanes lo son de aspirar a lo contrario. Aunque mi opinión apenas cuente –sobre todo porque no soy catalán–, no tengo por qué ocultar que yo tampoco quisiera que Cataluña se independizara: me siento muy unido al pueblo catalán y estoy muy satisfecho de que se encuadre dentro del mismo marco político, social, económico y cultural en el que transcurre mi existencia.
Puede haber sólidas razones para no simpatizar con la idea de la independencia de Cataluña, y todas y cada una merecen ser consideradas y evaluadas. Todas, menos ésa de que en el marco de la UE las independencias –los estados– ya no tienen valor.
Ese seudoargumento no vale ni para una discusión de barra de taberna.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de septiembre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: De independencias. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
Escrito por: ortiz el jamaiquino.2006/09/14 07:00:00 GMT+2
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