Lo que más me sorprende de las manifestaciones que se están produciendo estos días en Budapest contra el primer ministro húngaro, el socialdemócrata Ferenc Gyurcsány, es que participe en ellas tan poca gente. Según dicen los observadores, la popularidad del socialista millonario Gyurcsány ha bajado notablemente pero, según todas las trazas, se mantiene todavía en cotas lo bastante altas como para permitirle negarse a dimitir sin que el país entero se le eche encima. Hay quien trata de explicar la baja participación popular en las protestas –la más concurrida no ha congregado a más de 10.000 personas– aduciendo que están siendo manejadas por la extrema derecha local. La excusa no se tiene en pie: si se sumaran a ella las fuerzas democráticas, los grupitos ultras ahora tan visibles quedarían de inmediato relegados.
Todos los húngaros han podido oír la grabación de la intervención de Gyurcsány en una reunión partidista en la que reconoció haberles mentido sistemáticamente, ocultándoles la realidad económica del país para lograr su apoyo electoral. Hizo más: admitió haberse servido de métodos inconfesables para lograr esos fines. Sin embargo, una parte muy importante de la población sigue otorgándole su apoyo, lo mismo que su propio partido, el MSZP.
A mucha distancia –no sólo geográfica, sino también económica, política y cultural–, el golpe militar que sufrió ayer Tailandia tiene un punto de semejanza con la crisis húngara: allí también la corrupción y las mentiras del primer ministro, el multimillonario Thaksin Shinawatra, eran del dominio público, pero las protestas por sus desmanes implicaban tan sólo a una minoría ilustrada, salvo en las tres provincias del sur, de mayoría islámica. El último gran escándalo protagonizado por Shinawatra se produjo cuando decidió vender a un consorcio de Singapur una de sus principales empresas, la Shin Corp, estratégica en el sector de las telecomunicaciones tailandesas. Su desprecio por los intereses nacionales fue doble porque, para más inri, se las arregló para que los enormes beneficios de la transacción llegaran a su bolsillo burlando al fisco. Las protestas subieron muchos grados, pero no hasta el punto de obligarlo a irse. Disolvió el Parlamento y convocó elecciones, que la oposición decidió boicotear ante la evidencia de que las volvería a ganar, con el adecuado apoyo de su imperio mediático (es conocido como «el Berlusconi tailandés»).
Otro enorme salto, en miles de kilómetros y en condiciones sociales, nos lleva hasta Brasil, donde el presidente Lula da Silva está siendo investigado por el Tribunal Superior Electoral, que cree ver su mano detrás de un complot destinado a presentar imputaciones falsas contra sus principales rivales electorales. La implicación de varios de sus colaboradores más cercanos en esa maniobra de juego sucio no ofrece duda, y alguno se ha visto ya obligado a dimitir, pero el Tribunal cree que hay base suficiente como para implicar en la trama también al propio Lula y a su ministro de Justicia, Marcio Thomaz Bastos. Pese a lo cual, todos los analistas coinciden en que Lula no tendrá problemas para vencer en los comicios del próximo 1 de octubre, y los sondeos le auguran un respaldo electoral de entre el 40% y el 50%. Una gran parte de la ciudadanía brasileña, a la que es poco probable que sorprendan esas noticias –recuérdese el escándalo del año pasado, cuando se supo que el PT de Lula había comprado el voto de un centenar de diputados de la oposición–, transige con ello.
Vale la pena reflexionar sobre este fenómeno, visible a escala mundial: muchos pueblos (sus mayorías) no sitúan la honradez en la primera fila de sus preferencias. Tampoco se escandalizan cuando se enteran que están gobernados por corruptos. Los mecanismos creadores de permisividad e indiferencia, cuando no de directa complicidad, son muy eficaces.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: La complicidad popular.