Hipocresías aparte, todo el mundo sabe que Iñaki de Juana Chaos –ahora en huelga de hambre, aunque alimentado por la fuerza– sigue en la cárcel porque jueces y políticos se pusieron de acuerdo para «construirle una nueva imputación», según expresión del ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar. El ministro dejó claro que la cuestión de fondo era impedir a toda costa que pudiera ser puesto en libertad alguien «que no [había] demostrado ninguna actitud de resocialización» y que seguía representando «una amenaza». Para ello, y a instancias del Ministerio Fiscal, instruido al efecto por el Gobierno, la Audiencia Nacional se sirvió de dos artículos de prensa escritos por De Juana y publicados por el diario Gara, en los que tomó pie para «construir» una doble imputación de pertenencia a banda armada y de amenazas terroristas, pese a que el juez de la propia Audiencia Nacional Santiago Pedraz había estudiado previamente ambos escritos sin encontrar nada delictivo en ellos.
Dejo de lado el debate jurídico sobre la «construcción» de ese nuevo sumario, que pretende la condena de De Juana a otros 96 años de cárcel por la autoría de dos artículos de prensa. Tampoco voy a discutir en esta ocasión el problemático principio enunciado por López Aguilar, según el cual es inaceptable excarcelar a un condenado por terrorismo que no haya demostrado «una actitud de resocialización», es decir, de arrepentimiento, aunque haya cumplido su condena. Me abstendré igualmente de indagar en las razones por las que estos criterios resultan aplicables a De Juana, pero no a quienes secuestran, torturan, asesinan y entierran en cal viva a sus víctimas. Son, todos ellos, asuntos que ya han sido mencionados en uno u otro momento dentro de la polémica suscitada por este caso.
De lo que no he visto que se haya hablado es de otro aspecto que me parece, sin embargo, muy digno de reflexión. Me refiero a la exigencia de proporcionalidad entre la pena de cárcel cumplida por el reo y la gravedad de sus crímenes, a la que con tanta frecuencia suele aludirse. Se recordará que fueron muchos, en efecto, los que mostraron el año pasado su indignación ante la posibilidad de que De Juana quedara en libertad tras haber pasado menos de 19 años en la cárcel. Les parecía escandaloso que alguien condenado por el asesinato de 25 personas pudiera salir libre en tan corto plazo. Sin embargo, es lo que le correspondía según lo dispuesto por el Código Penal de 1973. De haberle aplicado el nuevo Código Penal –que es lo que finalmente van a hacer tras «construirle una nueva imputación»–, De Juana cumpliría 40 años de cárcel. ¿Compensaría ese tiempo de prisión el horror de 25 asesinatos? ¿Guardaría proporción? Por lo demás, ¿qué hacer, si al cabo de ese tiempo siguiera sin mostrar «una actitud de resocialización» (por otro lado imposible, tras cuatro décadas de reclusión)?
La exigencia de proporcionalidad entre el castigo y el crimen, que tantos consideran «de sentido común», sólo tiene una desembocadura lógica: la instauración del encarcelamiento a perpetuidad. Ni 20, ni 30, ni 40 años: hasta la muerte del recluso. «Que se pudran en la cárcel», como ya propuso Felipe González. Por debajo de eso no hay ni sombra de equivalencia, puesto que una sola vida –la de un criminal, para más inri– jamás podrá compensar la muerte de 25 inocentes.
Ahora bien: ¿qué sentido tiene mantener a alguien en la cárcel hasta que se muera? Dado el efecto de aniquilación psicológica del reo que eso produciría y los costes de todo tipo que impondría a la sociedad, procedería plantearse, como medida más práctica e incluso menos cruel, la aplicación de la pena de muerte.
En el fondo, no se está hablando de otra cosa.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Pena de muerte.