Una trampa urdida por unos periodistas ingeniosos y con no demasiados escrúpulos ha permitido establecer que un tercio de los diputados italianos –diputado más, diputada menos– consume productos estupefacientes, verosímilmente de manera habitual. Los periodistas fingieron que entrevistaban a un grupo considerable de diputados, uno por uno, en un espacio televisivo y, durante las entrevistas, con la excusa de retocar el maquillaje, les hicieron pruebas cutáneas que permitieron poner en evidencia esa práctica de una parte de ellos, aficionados al cannabis los unos, a la cocaína los otros.
El resultado de estos análisis, conseguidos con tan discutible astucia, ha escandalizado a la opinión pública italiana, que sabe que el Parlamento de su país está a punto de aprobar una ley que coloca al consumidor de cualquier droga, incluido el cannabis y excluidos el alcohol y el tabaco, ante el riesgo de ser castigado con muy severas penas de cárcel.
A mí, el amplio recurso de los parlamentarios italianos a determinadas drogas no me ha sorprendido en absoluto. Me llama la atención, si acaso, la baja proporción de los que han sido cogidos en falta. La explicación puede estar en que, como han precisado los responsables de la celada seudotelevisiva, el sistema de análisis que han utilizado permite rastrear sólo el consumo de drogas que se ha efectuado en las últimas horas. De ser anterior, no lo detecta.
He oído muchas veces que son bastantes los políticos que se meten de todo tanto para estar en guardia durante muchas horas como para relajarse intensamente cuando tienen la oportunidad. No puedo certificarlo porque no lo he visto con mis propios ojos, salvo en algún caso concreto no necesariamente representativo. Pero no me cuesta nada imaginarlo. Porque es verdad que hay algunos que no dan palo al agua, pero los hay que no paran y que despliegan una actividad tan continuada y frenética que sólo cabe calificar de sobrehumana, esto es, de impropia de las capacidades humanas naturales.
Desde el punto de vista de la estricta racionalidad, resulta absurdo que haya determinadas profesiones –la de ciclista, por ejemplo– cuyo ejercicio está sometido a un implacable control anti-dopaje, pese a que no tenga mayores consecuencias sociales que sus practicantes se hayan tomado o inyectado lo que sea, en tanto otras actividades humanas, de las que dependen la vida y la hacienda de muchas personas –la de los responsables políticos, pongo por caso–, quedan al margen de cualquier vigilancia y supervisión médicas. Tal diferencia sólo se explica por el escaso interés que tienen los legisladores en que se les controle.
Estoy seguro de que un control anti-dopaje llevado a cabo por sorpresa a última hora de la tarde a la salida del Congreso de los Diputados en un día en el que se haya celebrado un debate importante daría unos resultados muy clarificadores. Y no digamos nada si los controles se realizaran durante las campañas electorales. Quedaría muy bien ilustrado el viejo refrán castellano: «Consejos vendo y para mí no tengo».
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Controles para todos.