Benedicto XVI lamenta que una parte del discurso que pronunció el pasado 12 en Ratisbona (Alemania) haya sido malinterpretado por los seguidores de la fe coránica.
Perfecto: para mejorar las cosas, ahora les acusa también de no enterarse de lo que leen.
Todo sea por no reconocer que se equivocó. Porque es cierto que sus palabras tenían un contexto, sin duda, pero él sabe muy bien, como sabemos todos, que cuando alguien apela a lo escrito por otro sin hacer ninguna observación crítica es porque lo está utilizando como cita de autoridad.
Pero es que, además, el contexto de su controvertida cita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo iba en la misma dirección, como por otro lado es lógico. Él quería poner al Islam como ejemplo de religión que pretende imponerse por la fuerza bruta, y eso es exactamente lo que hizo.
No deja de tener su aquel que Joseph Ratzinger apelara precisamente a Manuel II para apoyar su tesis. Porque las amargas palabras sobre Mahoma que escribió a comienzos del siglo XV quien fuera hijo de Juan V eran hijas de un rencor nada teórico. La islámica Turquía le trajo durante toda su vida por la calle de la amargura y dejó su imperio reducido a la mínima expresión. Él mismo hubo de declararse vasallo del turco y pagar un tributo para conservar las exiguas posesiones que le quedaron. Pero, para situar las reflexiones del malhadado emperador bizantino en su debido contexto –éstas también–, conviene precisar que, cuando fue atacado por el sultán Bayaceto I, Manuel II llamó en su auxilio a cruzados occidentales, que acudieron a la pelea tan deseosos de imponer su fe por las armas como los propios turcos. Sólo que no les fue bien y fueron derrotados, en aplicación de lo observado en la famosa coplilla satírica: «Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos».
En todo caso, el error cometido por Benedicto XVI no ha sido sólo ideológico –ya me detuve ayer en ese aspecto–, sino también, y sobre todo, político. Porque se ha metido en un lío que era tan innecesario como inconveniente para los intereses de la Iglesia que encabeza. Fueron muchos los años y los esfuerzos dedicados por Juan Pablo II a suavizar las contradicciones entre las principales confesiones. En lo relativo al Islam, Joseph Ratzinger los ha malbaratado de un plumazo. Ha sido la suya una actuación de trazas tan torpes que suscita la sospecha. ¿Realmente no fue consciente de la que iba a montar, o lo ha hecho a propósito? Pero, de ser así, ¿con qué propósito? ¿Quiere convertir al catolicismo en la religión oficial de la Nueva Cruzada?
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Entre Manuel II y Benedicto XVI.