
Javier ha muerto a los 61 años, a una edad en la que todavía podía sentirse joven. Fue siempre deslumbrante la lucidez de sus artículos, la franqueza de su palabra, y la risa franca que abría paso a una conversación dulce y sincera. Él se consideraba antipático e impertinente, pero una mirada bondadosa y perspicaz fue de antemano su carta de presentación, y a pesar de los golpes que le deparó el discurrir del tiempo, mantuvo siempre una mente abierta, y una predisposición gentil y atenta para aquellos que pudimos conocerle.
Fue sobre todo, una curiosidad humilde y tierna, que fió siempre a su intuición, la que le acompañó en sus quehaceres, en sus charlas, en su forma de escuchar, en las veladas que compartió con amigos. Apreció encuentros que estimaba como únicos. “Nada de tomar un café para vernos, Ana”, me decía. “Una comida con su sobremesa”.
Por eso llegó a conocer tanto y a tanta gente. Precisamente porque

El segundo Exilio que escribió termina así: “Discutí muchas veces con [el juez] Joaquín Navarro, porque éramos bordes de diferente tipo (aunque, eso sí, bordes los dos). Pero él siempre entendió que hubiera convertido en máxima suprema de mi vida lo que Jorge Oteiza me dijo cuando yo era tan sólo un crío rabioso: «Nunca malogres tu carrera de perdedor con un éxito de mierda».
Él no lo hizo.
Espero estar en condiciones de acudir a mi propia tumba con el mismo timbre de gloria”.
A fe que así lo ha hecho.
Ana Delicado Palacios. A Javier Ortiz. 30 de abril de 2009
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