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2007/05/02 04:30:00 GMT+2

Exilios (y 2)

Un lector me escribe a cuento del apunte de ayer: «Y si tan difícil de sobrellevar te resulta el ambiente de Madrid, ¿por qué vives allí?»

La pregunta tiene más retranca de la que el lector imagina, porque en estos últimos tiempos me ha rondado la posibilidad de verme en la obligación de trasladar a otras latitudes mi campamento-base, por así llamarlo.

Pero ése es otro asunto, que hoy no hace al caso.

La cuestión central –y eso he respondido al lector que me hacía la pregunta– es que, si bien sigo residiendo buena parte del tiempo en la ciudad de Madrid, ya no vivo de hecho en el Madrid del establishment al que me referí ayer.

Allá por el año 2000, cuando me sentí ajeno y superado por el hábitat del poder, abandoné mis responsabilidades ejecutivas en El Mundo y elegí una especie de exilio interior; de alejamiento ambiental, aunque no físico, de ese Madrid de políticos encumbrados, de periodistas de sobremesas con muchos tenedores y de intelectuales de panza ahíta y risa vacua. Desde entonces, paso buena parte de mi tiempo en Madrid, pero me relaciono sólo con unos cuantos amigos. Apenas hago «vida social». Me centro en actividades que, como quiera que las hago en casa y las envío por escrito, a nadie le importa dónde las realice. Sólo asomo a la superficie en lugares que no me incomodan. Mis obligaciones son pocas, lo mismo que mis devociones, lo cual me permite tener un tipo de vida sometido a presiones comparativamente menores, aunque a mí me sigan pareciendo excesivas.

Pese a lo cual, con bastante frecuencia me escapo a mi doble retiro mediterráneo, donde puedo estar aún más apartado del mundanal ruido, o me dejo caer por la costa cantábrica, en la que tan fácil me es recordar los versos que el cubano Nicolás Guillén escribió en los viejos tiempos del dictador Batista:

El hombre de tierra adentro
está en un hoyo metido,
muerto sin haber nacido,
el hombre de tierra adentro.
Y el hombre de la ciudad,
ay, Cuba, es un pordiosero:
Anda hambriento y sin dinero,
pidiendo por caridad,
aunque se ponga sombrero
y baile en la sociedad.

No sé si consigo explicarme. Quiero decir que algunos inadaptados nos montamos nuestros propios exilios particulares, discretos, sin mucha más pretensión que la de sobrevivir en una sociedad para la que obviamente no estamos hechos, en una época que, definitivamente, no es la nuestra, cualquiera sabe por culpa de quién, si culpa hay.

Tampoco está tan mal. Bastante peor lo tienen –o lo han tenido, como decía ayer a propósito de Joaquín Navarro– aquellos a los que, por sus propias especiales circunstancias, no les queda más tutía que apechugar a diario con un mundo que les cae ancho por un lado y estrecho por el otro. (*)

Joaquín Navarro tuvo una suerte, importante para el recuerdo, aunque bien escasa renta le diera en vida: la de mantenerse fiel a sí mismo hasta el final.

Lo comentaba anteanoche con un amigo de Cantabria, poniendo la trayectoria de Navarro en contraste con la historia de un periodista que fue luchador tenaz la casi totalidad de su vida. Aquel hombre, mordaz e ingenioso, cuyo nombre callaré por pura caridad, se enfrentó durante muchos años a la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, aunque la sacristía fuera la de Pepe Bono, ganándose persecuciones, cárceles y condenas. Hasta que, allá por 1984 (¿o fue en el 85?), un mal día aceptó atender a los cantos de sirena de la banda de González, la OTAN y los GAL, y dijo que, a la mierda, para cuatro días, prefería dejarse de penurias y optar por la buena vida. La gente felipista, fiel a sus costumbres (¿verdad, Mohedano?), le obligó a pagar peaje y le impuso suscribir un manifiesto de ardoroso apoyo al mantenimiento de España en la OTAN. Y él lo firmó, a sabiendas de que todos sus conocidos de siempre, que seguíamos erre que erre, le íbamos a retirar el saludo. Pero el que algo quiere algo le cuesta, que diría Albiac, y aceptó romper con los andrajosos que seguíamos con aquello de «¡OTAN no, bases fuera!». Su problema –del que nunca tendría conciencia– fue que, en cosa de un mes o dos, le dio un mal y se fue al otro barrio, con un magro historial de traidor y un disfrute aún más magro de su traición.

Sólo alguien muy cruel sería capaz de reírse del ridículo de una traición como aquélla, que convirtió un historial de luchador en un fracaso de perra chica.

Admito mis imperfecciones: yo me reí.

No por el muerto, que había pasado en cosa de nada a importarme un bledo, sino por la estupidez de cuantos, como le sucedió a él, no se dan cuenta de que nuestro tránsito por este ridículo valle de lágrimas no vale lo que te puedan regalar los cerdos por compartir con ellos el festín de los desperdicios.

Discutí muchas veces con Joaquín Navarro, porque éramos bordes de diferente tipo (aunque, eso sí, bordes los dos). Pero él siempre entendió que hubiera convertido en máxima suprema de mi vida lo que Jorge Oteiza me dijo cuando yo era tan sólo un crío rabioso: «Nunca malogres tu carrera de perdedor con un éxito de mierda».

Él no lo hizo.

Espero estar en condiciones de acudir a mi propia tumba con el mismo timbre de gloria.

Javier Ortiz. Apuntes del natural (2 de mayo de 2007).

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(*) Aviso a mis correctores empedernidos. La expresión correcta es "tutía", en una sola palabra. La "tutía", originariamente un ungüento medicinal, se utiliza en esta expresión como sinónimo de "remedio".

Escrito por: ortiz.2007/05/02 04:30:00 GMT+2
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