Acaba de salir a las librerías el libro «José Bergamín, ángel rebelde» de Xabier Sánchez Erauskin, publicado por Foca. Sánchez Erauskin, veterano periodista, profesor y luchador, fue compañero privilegiado de Bergamín durante su exilio en Euskadi.
Tuve un breve encuentro con Bergamín en Madrid, cuando estaba ya a punto de coger los bártulos y marcharse, asqueado de la capital del Reino, a pasar sus últimos años en tierra vasca. El novelista Rafael Chirbes y yo le hicimos una entrevista para Servir al Pueblo, el periódico del Movimiento Comunista. El genial Bergamín, católico heterodoxo pero sincero, nos dijo, como a tantos otros rojos a lo largo de su vida, aquello de: «Yo con vosotros, los comunistas, estoy dispuesto a ir hasta la muerte, pero ni un solo paso más». Era su modo de bromear con nuestra falta de fe en el más allá y, a la vez, con su propia fe. Se mostró muy duro con la Transición y con el régimen político que se había reestructurado en España tras el supuesto finiquito de las instituciones franquistas. Dándolo por imposible, la España oficial –la casta dominante a todos los efectos, públicos y privados– había renunciado a ganárselo para su causa. La una y el otro asumieron que su entendimiento quedaba excluido y obraron en consecuencia: la una optó por hacer como si no existiera y el otro dejó de existir a esos efectos, evitando su vecindad.
Bergamín, que se definía ya como «escritor póstumo», habló de «un nuevo exilio». Pero no lo decía porque considerara que Euskadi era extranjera –extraña– a España. Él no huía de España, sino de «Madrid». Madrid, vista desde su perspectiva, no era la ciudad, y mucho menos su población, sino el ente burocrático que conforma eso que los anglosajones llaman «el establecimiento» (el establishment), que no son sólo los ministerios y la administración del Estado, sino el conjunto de tinglados de toda suerte que integran el poder en sentido amplio. Un poder que en nuestro caso vive instalado en Madrid, que sirve de centro, céntrico y centralista.
La vida cultural de Madrid, incluida la que está en manos más o menos privadas, es parte sustancial del Leviatán burocrático del poder. Incluso su intelectualidad artística, cultural y mediática tiene alma ministerial, con independencia de que esté al margen de manera momentánea (casi siempre por el aquel de la alternancia) de unas u otras estructuras funcionariales. Ese «Madrid» –que no es la ciudad de Madrid ni el pueblo de Madrid, insisto– puede volverse odioso e intolerable para quien lo quisiera opuesto, crítico, rebelde, enfrentado al poder, como lo fue (parcialmente, claro) en tiempos en los que llegó a albergar muchas ideas y no pocas gentes invendidas, algunas por invendibles, otras porque había mucha más gente dispuesta a venderse en cuerpo y alma que demanda mercantil de vendidos).
Me ha venido al recuerdo el caso de Bergamín y su exilio pensando no en la peripecia del propio Bergamín, sino en la del juez Joaquín Navarro Estevan, que murió hace tres días. No pocos amigos con los que he hablado en horas recientes de lo duros que le resultaron a Joaquín sus últimos años de calvario madrileño –valga aquí la referencia a Madrid en los términos que he evocado más arriba– han estado de acuerdo conmigo en lo bien, en lo magníficamente bien que le habría sentado haber tenido la posibilidad de emprender alguna forma de exilio, a lo Bergamín, apartándose del ruido oficial, prescindiendo de los dimes, diretes, zancadillas, cotilleos e insidias de una Villa y Corte que a él le tocó soportar en una de sus variantes más sucias, hipócritas y arteras: la del poder judicial. Pero, en buena parte por su carácter irremediablemente peleón y obstinado, que parecía crecerse con el castigo –aunque eso nunca sea del todo cierto en ningún caso: si lo sabrán los toros bravos–, en buena parte también porque las economías personales son las que son y a pocos les permiten hacer lo que más les apetece, Joaquín («el juez Navarro», como muchos lo llamaban) tuvo que pegarse una y otra vez contra los mismos muros. Pero ni él era Josué, ni Madrid Jericó, ni su voz potente y encendida restalló en milagro alguno (dejada sea aquí la referencia bíblica en homenaje a su inagotable afición por las citas, fruto de su amplia cultura y de su excelente memoria).
Ha tenido él que morirse y yo que ver el modo en que los medios del establishment han optado por maltratar su biografía, unos por desdeñosa ausencia y otros por emponzoñada presencia, para hacerme cargo de lo rematadamente mal que llevaban todos ellos la incapacidad de Joaquín Navarro para el acomodo y su razonabilísima mala uva.
Tras la primera reacción de cabreo, he llegado a la conclusión de que resulta más justo y preferible que sea así. Si determinada escoria le hubiera rendido homenaje de respeto, habría tenido muchas razones para revolverse en la tumba y clamar lo que Augusto Bebel –más de una vez comentamos él y yo la anécdota– exclamó cuando vio que un periódico del poder había hablado de él en términos elogiosos. No es la primera ocasión que recuerdo aquí lo que dijo, sarcástico, el fundador del socialismo alemán: «¡Ah, viejo Bebel! ¡Qué tontería habrás hecho para que esa gentuza te alabe!»
Javier Ortiz. Apuntes del natural (1 de mayo de 2007).
Nota: al día siguiente Javier publicó Exilios (y 2).