2006/09/22 07:35:00 GMT+2
Si dedican a tu desdicha un Día
Internacional de ésos que se celebran todos los días, échate a temblar: eso
quiere decir que dan por hecho que lo tuyo va para largo. Porque si pensaran
que se va a solucionar en un plazo relativamente corto, no
institucionalizarían el problema.
Hoy es uno de esos días
irritantes: el «Día Internacional Sin Coche». Se supone que debemos ser
estupendos y dejar el coche aparcado. Como si la gente recurriera por manía al
vehículo privado. Habrá quien se ponga al volante por razones más o menos
psicopatológicas, pero la inmensa mayoría lo hace porque es lo que le viene
mejor, pese a todos sus inconvenientes.
Estaba hace un rato oyendo las
noticias de Radio Euskadi. Han recogido opiniones de algunos ciudadanos sobre
esto de la jornada sin coches. Una señora decía, con tono de evidente
irritación: «Tengo que ir todos los días desde Durango a Lakua. No hay ningún
transporte público que efectúe ese recorrido. ¿Qué se supone que debo hacer,
entonces?». Otra apuntaba en la misma dirección: por donde ella vive no pasa
ningún autobús.
Cada dos por tres me desplazo de
Madrid a Alicante. No puedo ir en tren –cosa que me encantaría– porque para
llegar desde Alicante a mi casa de Aigües necesito el coche: suelo llevar
bastantes bultos y la comunicación Alicante-Aigües es indirecta, muy esporádica
y mala. Aunque no llevara bultos: de elegir ese sistema de transporte (primero
el tren a Alicante, luego el trenecillo de la costa hasta El Campello, luego el
autobús que sube a Aigües), ni sé las horas que perdería. Si todos los trenes
llevaran vagón de transporte de coches, se me solucionaría el problema, pero no
lo llevan.
Hay veces que no viajo a
Alicante desde Madrid, sino desde Bilbao. Sería estupendo realizar el viaje de
noche en tren, durmiendo tranquilamente, pero no es posible: hay que hacer
trasbordo en Madrid en mitad de la madrugada, lo que te parte el sueño por el
eje. Pero da igual, porque tampoco es posible llevar el coche en el tren, con
lo que volvemos al problema anterior.
Lo de Madrid es de otro género. El
alcalde de la capital ha conseguido crear una situación de efectos disuasorios
fulminantes: es absurdo desplazarse en coche, porque la circulación está
saturada hasta tal punto que uno se arriesga a perder toda la mañana para hacer
un simple recado. Supongo que la mayoría de los que circulan en vehículo
privado de cuatro ruedas proceden del extrarradio. Se meten con el coche hasta
la cocina porque en las entradas de la capital no hay grandes aparcamientos disuasorios
que permitan desprenderse del cacharro y recurrir a la red de Metro. (Lo cual
en cierto sentido es de agradecer, porque el Metro también circula
congestionado en las horas punta. Como se añadieran los que ahora van en coche,
reventaría.)
Yo circulo por Madrid en
motocicleta. Es lo mejor. Te juegas la vida, dado el modo en que conduce el
personal, pero, si no te matan, llegas relativamente pronto a cualquier sitio.
Y aparcas también en cualquier sitio.
Bueno, el caso es que celebrarán
hoy el Día Internacional de marras, el alcalde se hará fotografiar yendo a su
despacho en Metro –un día al año no hace daño–, algún ministro quizá tenga la
ocurrencia de hacerlo en bici, sonreirán mucho, que para eso están, y a otra
cosa, mariposa. Hasta el año que viene.
_________
P.S. Ayer participé en la
presentación del libro de Julio Anguita El
tiempo y la memoria. Quien quiera leer mi intervención puede hacerlo
pinchando aquí.
Escrito por: ortiz.2006/09/22 07:35:00 GMT+2
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2006/09/21 06:00:00 GMT+2
No voy a entrar a discutir lo
que dice el PP sobre el «lado oscuro» de la investigación del 11-M porque, la
verdad, me parece un aburrimiento. Cabe, eso sí, estudiar los pros y los
contras del empecinamiento en el que se han instalado –hace unos días escribí
sobre ello–, pero no le veo el menor interés a señalar sus contradicciones,
mostrar cómo han manejado con el paso del tiempo hipótesis incompatibles entre
sí, poner de manifiesto cómo han denunciado en un momento dado una cosa y dos
semanas después otra imposible de encajar con la anterior, etc.
Lo que sí me parece que vale la
pena, de todos modos, es bajarles las ínfulas que se dan cuando afirman, con
aire de mucho orgullo, que ellos están poniendo ahora el dedo en las llagas del
PSOE con «el mismo rigor ético» que demostraron «en la denuncia de los crímenes
de los GAL».
Cualquiera que haya seguido de
cerca la labor de denuncia y persecución de los crímenes de los GAL –yo lo
hice, y no desde una atalaya cualquiera– sabe que el PP, que se incorporó tarde
y con limitaciones a esa causa, se limitó a servirse de ella para socavar las
posiciones de Felipe González. Una vez que consiguió su objetivo y colocó a
José María Aznar en la Moncloa, perdió todo interés en el asunto. Lejos de movilizar
los resortes del poder para contribuir al esclarecimiento total de lo ocurrido,
los utilizó para neutralizarlo y sacarlo del orden del día político. Aznar dejó
clara su posición desde los inicios mismos de su primera legislatura como
presidente, cuando se negó a desclasificar los papeles del Cesid. A partir de
entonces, se atuvo a esa pauta.
El PP casi dice la verdad. Sólo le falta un detalle para que su
autodefinición sea exacta. Porque es cierto que está actuando ahora igual que
lo hizo entonces: utilizando el asunto de manera cínica y oportunista. Bastaría
con que, en vez de afirmar que están obrando «con el mismo rigor ético»,
dijeran «con la misma carencia de rigor ético», y sería perfecto.
Quedaría, de todos modos, una
diferencia abismal entre lo de entonces y lo de ahora. Los GAL existieron. Hubo
una trama organizada de terrorismo de Estado. Entonces no hubo que fabular
nada. Nadie se dedicó a especular: se averiguaron hechos constatables, se
desvelaron las identidades de algunos de los culpables, la autoridad judicial
pudo intervenir, hubo procesamientos, hubo juicios y se dictaron condenas.
Habría
sido preferible llegar hasta el final, sin duda, pero lo que se avanzó fue
siempre pisando tierra firme. Ahora no tienen nada de eso.
Escrito por: ortiz.2006/09/21 06:00:00 GMT+2
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2006/09/20 07:40:00 GMT+2
Lo que más me sorprende de las manifestaciones que se están produciendo estos días en Budapest contra el primer ministro húngaro, el socialdemócrata Ferenc Gyurcsány, es que participe en ellas tan poca gente. Según dicen los observadores, la popularidad del socialista millonario Gyurcsány ha bajado notablemente pero, según todas las trazas, se mantiene todavía en cotas lo bastante altas como para permitirle negarse a dimitir sin que el país entero se le eche encima. Hay quien trata de explicar la baja participación popular en las protestas –la más concurrida no ha congregado a más de 10.000 personas– aduciendo que están siendo manejadas por la extrema derecha local. La excusa no se tiene en pie: si se sumaran a ella las fuerzas democráticas, los grupitos ultras ahora tan visibles quedarían de inmediato relegados.
Todos los húngaros han podido oír la grabación de la intervención de Gyurcsány en una reunión partidista en la que reconoció haberles mentido sistemáticamente, ocultándoles la realidad económica del país para lograr su apoyo electoral. Hizo más: admitió haberse servido de métodos inconfesables para lograr esos fines. Sin embargo, una parte muy importante de la población sigue otorgándole su apoyo, lo mismo que su propio partido, el MSZP.
A mucha distancia –no sólo geográfica, sino también económica, política y cultural–, el golpe militar que sufrió ayer Tailandia tiene un punto de semejanza con la crisis húngara: allí también la corrupción y las mentiras del primer ministro, el multimillonario Thaksin Shinawatra, eran del dominio público, pero las protestas por sus desmanes implicaban tan sólo a una minoría ilustrada, salvo en las tres provincias del sur, de mayoría islámica. El último gran escándalo protagonizado por Shinawatra se produjo cuando decidió vender a un consorcio de Singapur una de sus principales empresas, la Shin Corp, estratégica en el sector de las telecomunicaciones tailandesas. Su desprecio por los intereses nacionales fue doble porque, para más inri, se las arregló para que los enormes beneficios de la transacción llegaran a su bolsillo burlando al fisco. Las protestas subieron muchos grados, pero no hasta el punto de obligarlo a irse. Disolvió el Parlamento y convocó elecciones, que la oposición decidió boicotear ante la evidencia de que las volvería a ganar, con el adecuado apoyo de su imperio mediático (es conocido como «el Berlusconi tailandés»).
Otro enorme salto, en miles de kilómetros y en condiciones sociales, nos lleva hasta Brasil, donde el presidente Lula da Silva está siendo investigado por el Tribunal Superior Electoral, que cree ver su mano detrás de un complot destinado a presentar imputaciones falsas contra sus principales rivales electorales. La implicación de varios de sus colaboradores más cercanos en esa maniobra de juego sucio no ofrece duda, y alguno se ha visto ya obligado a dimitir, pero el Tribunal cree que hay base suficiente como para implicar en la trama también al propio Lula y a su ministro de Justicia, Marcio Thomaz Bastos. Pese a lo cual, todos los analistas coinciden en que Lula no tendrá problemas para vencer en los comicios del próximo 1 de octubre, y los sondeos le auguran un respaldo electoral de entre el 40% y el 50%. Una gran parte de la ciudadanía brasileña, a la que es poco probable que sorprendan esas noticias –recuérdese el escándalo del año pasado, cuando se supo que el PT de Lula había comprado el voto de un centenar de diputados de la oposición–, transige con ello.
Vale la pena reflexionar sobre este fenómeno, visible a escala mundial: muchos pueblos (sus mayorías) no sitúan la honradez en la primera fila de sus preferencias. Tampoco se escandalizan cuando se enteran que están gobernados por corruptos. Los mecanismos creadores de permisividad e indiferencia, cuando no de directa complicidad, son muy eficaces.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: La complicidad popular.
Escrito por: ortiz.2006/09/20 07:40:00 GMT+2
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2006/09/19 06:00:00 GMT+2
Señala Rodríguez Zapatero, aunque no apunta con el dedo –ya se sabe que eso es de mala educación–, que España asiste al establecimiento de «una nueva extrema derecha [que] pretende revisar la Historia, deslegitimar las instituciones y poner en cuestión el resultado electoral». No mencionó el presidente del Gobierno a los miembros del núcleo duro del entramado FAES-PP, pero nadie ha dudado que se refería a ellos.
En alguna ocasión reciente creo haberme referido ya –a veces tengo dificultades para recordar qué reflexiones he desarrollado en estos Apuntes y cuáles se me ha quedado en meras anotaciones de cuaderno– a la crisis que ha experimentado lo que tantos han considerado tantas veces como una de las virtudes principales del PP: haber cortado el paso a la aparición en España de un partido ultraderechista con peso político real. Se subrayaba que el éxito del PP desanimaba a quienes se situaban en posiciones más extremistas. Éstos se daban cuenta de que la tendencia natural de las derechas a sumar esfuerzos no les dejaba ninguna posibilidad electoral.
Los admiradores de la capacidad aglutinadora del PP no tuvieron suficientemente en cuenta otros factores de importancia. Por ejemplo que, para no decepcionar a sus electores más ultras, los dirigentes del PP iban a verse impelidos a adoptar posiciones en relativa consonancia con ellos. O que, siendo esos sectores mucho más propicios a la movilización política que los más moderados de la derecha, la cúpula de Génova los iban a ver más, con lo que corría la tentación de tomarlos por la genuina representación del sentir de «la calle».
Todavía menos en cuenta tuvieron la posibilidad de que la propia dirección del PP, enfurecida por la pérdida del Gobierno, optara por dejarse de molestos disfraces centristas y tirara mayoritariamente por la vía de la radicalización derechista, que es lo que ha ocurrido.
La papeleta para el PSOE y para su Gobierno es fina. Porque, de un lado, sólo puede llegar a acuerdos con un partido ultraderechista aquel que se rebaja hasta la cercanía de sus posiciones. Pero, por otro lado, llevar adelante toda la acción parlamentaria y de Gobierno dejando totalmente al margen al partido único de la derecha, que actúa respaldado por cerca de diez millones de votos y cuenta con 148 diputados, no es tampoco tarea sencilla, así fuera sólo porque hay acuerdos y nombramientos que requieren de una mayoría parlamentaria cualificada, imposible de alcanzar sin el concurso del PP. Añádase a ello el nada pequeño detalle de que el PP está arropado por un amplio y belicoso aparato mediático, capaz de someter al Gobierno a una presión tan constante como agotadora.
Así, de entrada, yo sólo le veo una posible salida al embrollo: castigar duro al PP, también en los medios de comunicación, subrayando la deriva ultra en la que se ha metido, hasta que sus dirigentes se den cuenta de que, si insisten en esa vía, se les pueden descolgar electoralmente muchos ciudadanos que son de derechas, pero tranquilos; que no tienen ganas de morder a nadie. En ese caso, y sólo en ese caso, si ven que sus posiciones electorales pueden verse mermadas, tendrán que replantearse lo que están haciendo en la actualidad. Pero será, de todos modos, un repliegue meramente táctico. Lo que realmente quieren y sienten ya ha quedado más que claro.
Escrito por: ortiz.2006/09/19 06:00:00 GMT+2
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2006/09/18 07:50:00 GMT+2
Rodríguez Zapatero afirmó ayer
que el drama de la inmigración clandestina es lo suficientemente serio como
para que resulte indecente hacer política con él. «Hablamos de seres humanos con muchas dificultades. Por eso siempre me ha repugnado hacer política con la inmigración», dijo.
No es la primera vez que denuncio
la concepción de la política que alimenta afirmaciones como ésa. Pero me parece
importante insistir en ello, porque no tiene nada de lapsus. Es toda una
confesión ideológica.
El modo en que se aborda la
inmigración ilegal es política. Política de inmigración, en concreto. La propia
prohibición de la libre circulación de las personas a lo largo y ancho del
mundo –que los diversos estados establezcan requisitos para la entrada de extranjeros
en su territorio, condición necesaria para la existencia de inmigración ilegal–
es una decisión política. ¿Que resulta imprescindible? Hay quien lo discute,
pero a los efectos de lo aquí argumentado da igual: es una opción política.
Quienes defienden que hay que
afrontar los problemas derivados de la inmigración ilegal «sin hacer política» parten
de dos ideas implícitas. La primera, que cabe encarar esas dificultades con una
metodología ideológicamente aséptica, semejante a la de las ciencias positivas.
La segunda, que abordarlas desde una perspectiva ideológicamente comprometida
es innoble.
Pongo otro ejemplo, sólo que ahora
por el extremo opuesto.
Ha habido general cachondeo al conocerse
que las dos principales encausadas en la llamada Operación Malaya, la ex alcaldesa marbellí Marisol Yagüe y la ex
primera teniente de alcalde Isabel García Marcos, han declarado tras su excarcelación
provisional que ellas han sido «presas políticas». Curiosamente, algunos de los
que se han tomado esas declaraciones a chirigota son de la misma cuerda de los
que afirman que «no hay que hacer política» con la inmigración. Así pues, según
los casos, se toman la política como una actividad mezquina o como una labor esencialmente
ajena a cualquier interés espurio.
La política no es ni lo uno ni
lo otro. Lo es todo y, a la vez, no es nada. Cada cual defiende un modo de
afrontar –tanto da que sea consciente o no– las relaciones entre las personas y
la administración de las cosas. Eso es la política. A partir de ahí, hay
planteamientos políticos estupendos y planteamientos políticos espantosos. Un
mismo planteamiento puede ser estupendo para unos y espantoso para otros, y al
revés. Depende de los intereses de cada cual y de qué tipo sean sus intereses (altruistas
o privados, individuales o de clase, etc.).
En realidad es muy sencillo.
Pero es de ese género de sencilleces que muchos prefieren no admitir, porque
dificultan el montaje de sus coartadas ideológicas... y políticas.
Escrito por: ortiz.2006/09/18 07:50:00 GMT+2
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2006/09/17 07:15:00 GMT+2
Benedicto XVI lamenta que una parte del discurso que pronunció el pasado 12 en Ratisbona (Alemania) haya sido malinterpretado por los seguidores de la fe coránica.
Perfecto: para mejorar las cosas, ahora les acusa también de no enterarse de lo que leen.
Todo sea por no reconocer que se equivocó. Porque es cierto que sus palabras tenían un contexto, sin duda, pero él sabe muy bien, como sabemos todos, que cuando alguien apela a lo escrito por otro sin hacer ninguna observación crítica es porque lo está utilizando como cita de autoridad.
Pero es que, además, el contexto de su controvertida cita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo iba en la misma dirección, como por otro lado es lógico. Él quería poner al Islam como ejemplo de religión que pretende imponerse por la fuerza bruta, y eso es exactamente lo que hizo.
No deja de tener su aquel que Joseph Ratzinger apelara precisamente a Manuel II para apoyar su tesis. Porque las amargas palabras sobre Mahoma que escribió a comienzos del siglo XV quien fuera hijo de Juan V eran hijas de un rencor nada teórico. La islámica Turquía le trajo durante toda su vida por la calle de la amargura y dejó su imperio reducido a la mínima expresión. Él mismo hubo de declararse vasallo del turco y pagar un tributo para conservar las exiguas posesiones que le quedaron. Pero, para situar las reflexiones del malhadado emperador bizantino en su debido contexto –éstas también–, conviene precisar que, cuando fue atacado por el sultán Bayaceto I, Manuel II llamó en su auxilio a cruzados occidentales, que acudieron a la pelea tan deseosos de imponer su fe por las armas como los propios turcos. Sólo que no les fue bien y fueron derrotados, en aplicación de lo observado en la famosa coplilla satírica: «Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos».
En todo caso, el error cometido por Benedicto XVI no ha sido sólo ideológico –ya me detuve ayer en ese aspecto–, sino también, y sobre todo, político. Porque se ha metido en un lío que era tan innecesario como inconveniente para los intereses de la Iglesia que encabeza. Fueron muchos los años y los esfuerzos dedicados por Juan Pablo II a suavizar las contradicciones entre las principales confesiones. En lo relativo al Islam, Joseph Ratzinger los ha malbaratado de un plumazo. Ha sido la suya una actuación de trazas tan torpes que suscita la sospecha. ¿Realmente no fue consciente de la que iba a montar, o lo ha hecho a propósito? Pero, de ser así, ¿con qué propósito? ¿Quiere convertir al catolicismo en la religión oficial de la Nueva Cruzada?
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Entre Manuel II y Benedicto XVI.
Escrito por: ortiz.2006/09/17 07:15:00 GMT+2
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2006/09/16 09:10:00 GMT+2
Quienes dicen haber leído
íntegro el discurso que pronunció el pasado 12 en Ratisbona Joseph Ratzinger, aka Benedicto XVI, aseguran que la
referencia que hizo a Mahoma evocando una frase del emperador bizantino Manuel
II Paleólogo, de allá por el siglo XIV, no tenía otra pretensión que la de
ilustrar sobre las vías específicamente espirituales, y por ello pacíficas, que
han de llevar –en el supuesto de que lleven, supongo– a la fe religiosa.
Yo no he leído el discurso, pero
estoy muy dispuesto a aceptar que ésa fuera la intención del Papa. Lo que no
veo es que ello mejore gran cosa la catalogación que merece la ofensa inferida
por el jefe de la Iglesia Católica a los profesos de otra religión.
Fue la suya una
ejemplificación muy poco feliz. Para hacer ver los graves males que han
producido a lo largo de la Historia los intentos de imponer por la fuerza una
determinada religión, Benedicto XVI tenía un ejemplo mucho
más acabado y cercano: la Iglesia Católica, la iglesia de las Cruzadas, la iglesia
patrocinadora de tantas y tantas guerras durante la Edad Media europea, la
iglesia de la evangelización forzosa en América, la iglesia del Santo Oficio,
que él conoce tan de cerca. Esa Iglesia recurrió a la guerra santa, a
la imposición, a la represión y a la tortura de manera sistemática a lo largo
de muchos siglos.
Pero ese aspecto no abarca la
totalidad del asunto, ni mucho menos. Porque es la propia tesis central de
Benedicto XVI la que merece ser discutida. Joseph Ratzinger sostiene que la
difusión de la fe por vías no sangrientas –sin más precisión que ésa– es
lícita. Es decir, da por buena, o al menos aceptable, toda difusión de la fe que no utilice métodos sangrientos.
No
puedo estar de acuerdo. Él sabe –tiene que saber, por fuerza– que la
Iglesia Católica también se ha servido profusamente a lo largo de la Historia de
formas de prevalencia no basadas en la fuerza física, sino en la violencia
ideológica y psicológica. El oscurantismo, la represión del pensamiento
científico, el repudio de la libertad individual, la exaltación de la sumisión
a los poderes despóticos, la imposición al conjunto de la sociedad de su peculiar
idea de la moral y de sus reglas de relación interpersonal... La Iglesia
Católica ha recurrido día a día y durante muchísimos siglos a toda una panoplia
de métodos que no cabe calificar de sangrientos, pero sí de violentos. El
constreñimiento espiritual es también violencia.
Me viene ahora mismo a la cabeza
un ejemplo que puede parecer nimio, pero que resulta significativo. Me refiero
a las enormes dificultades que siguen poniendo hoy en día los encargados del aparato burocrático de la jerarquía
católica española para que quienes fuimos bautizados sin nuestro consentimiento
podamos ser borrados de la nómina oficial de fieles. ¿Qué es eso, sino un
intento de mantener por la fuerza en el seno de su grey a quienes no lo desean,
así lo hagan con fines tan poco espirituales como los estadísticos, de los que
luego se derivan consecuencias económicas?
Si Benedicto XVI quiere abrir un
debate sobre religión y violencia, ábralo con todas sus consecuencias. Pero no
lo haga mirando por encima del hombro a nadie. Mejor prepare sus hombros para
cargar la losa que le corresponde.
Escrito por: ortiz.2006/09/16 09:10:00 GMT+2
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2006/09/15 09:20:00 GMT+2
Se inaugura mañana en París una
gran exposición titulada Il était une
fois Walt Disney («Érase una vez Walt Disney»). Parece que han tirado la
casa por la ventana y que va a tratarse de un tinglado tan espectacular como
bien montado.
Suele decirse que es un rasgo
propio de la senectud la capacidad de recordar mejor lo ocurrido hace cuatro o
cinco décadas que lo sucedido la pasada semana. No estoy muy seguro de que sea
así. Sospecho que en no pocas ocasiones lo que recuerda el viejo o la vieja no
es lo que realmente pasó, sino la recreación que de ello fue haciendo con el
paso del tiempo. No lo tengo observado en mí mismo –sería difícil–, pero sí en
gente próxima, que cuenta sucesos que yo presencié y los cuenta añadiendo y
quitando elementos a su guisa, sin tener conciencia de que los está
falsificando. Algo muy típico es que incorporen al suceso dichos o hechos suyos
que pensó a toro pasado que debería haber dicho o hecho, pero que ni dijo ni
hizo realmente.
Yo tengo muy marcados en la
memoria bastantes sucesos de mi infancia y, aunque también es posible que los
haya deformado en el recuerdo, tiendo a pensar que no, porque son casi todos
bastante desagradables. Algunos hay que los conservo bastante fielmente
porque me propuse que así fuera. Adquirí esa costumbre a partir de un día en el
que oí a mis hermanos mayores contar lo bien que se lo pasaban de críos en el
colegio con las travesuras que hacían. Como quiera que entonces yo era crío,
estaba en el mismo colegio y no me lo pasaba nada bien, ni mucho menos, y las
travesuras me salían muy caras, pensé: «Cuando sea mayor, me acordaré de que en
el colegio me lo paso fatal». A partir de ahí, fui haciendo una selección de
hechos de ese tipo, fijándome siempre en las historias que los mayores contaban
de su niñez y que para mí era evidente que no tenían apenas nada que ver con la
realidad de la infancia.
Una de las cosas que más me
tocaban las narices era la manía de los mayores de dar por hecho que la gente
menuda es inocente, cándida e ingenua y está henchida de buenos sentimientos.
Mi experiencia concreta –el conocimiento de los niños que me rodeaban y la
evidencia de mi propio comportamiento– me indicaba a las claras todo lo
contrario. Podríamos ser todo lo ignorantes que se quisiera, pero de inocentes,
nada. Más bien perversos, crueles e implacables.
De aquella conciencia inicial
nació con el tiempo mi convencimiento de que los niños, por lo general, son
fascistas espontáneos, a los que sólo un trabajo sistemático de educación puede
convertir en verdaderos demócratas.
Disney lo sabía. Por eso sus
historias rezumaban –y siguen rezumando– violencia, sexismo, crueldad, clasismo
y, en general, ganas de fastidiar. Todo ello, eso sí, edulcorado y disfrazado
de falsa ingenuidad. Es lo que explica lo mucho que sus cuentos han gustado
siempre a los niños.
Disney fue siempre niño. O sea,
un fascista irredento.
Escrito por: ortiz.2006/09/15 09:20:00 GMT+2
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2006/09/14 07:10:00 GMT+2
Vuelve el PP al ataque
apoyándose en los puntos oscuros de la investigación del 11-M. Su tesis, que
unas veces formula de manera explícita y otras se conforma con insinuar, es que
los islamistas pudieron ser los ejecutores del atentado, pero que la «autoría
intelectual» fue cosa de ETA o, por lo menos, conjunta. El portavoz
parlamentario popular, Eduardo
Zaplana, renunció a defender ayer esa tesis en la tribuna del Parlamento, pero
trató de alentarla haciendo una relación de los puntos que no encajan en la
reconstrucción policial y judicial de los hechos.
He escrito ya en bastantes
ocasiones que la investigación de cualquier hecho delictivo complejo, en el que
intervienen muchas personas, deja siempre, por fuerza, cabos sueltos. No veo
que tenga nada de especial que lo sucedido el 11-M no haya sido esclarecido al
100%, y menos todavía que el juez haya recogido declaraciones contradictorias. También
he afirmado no pocas veces que, en lo que mi conocimiento abarca, jamás ETA ha
encargado a otra organización la comisión de un atentado. Me resulta imposible creer que se haya saltado esa norma para confiar en una banda heteróclita de
delincuentes comunes y fanáticos religiosos. Hubo un tiempo en el que se afirmó
muy seriamente, e incluso se consideró probado, que ETA trabajaba mano a mano
con algunas redes de narcotraficantes. Que yo sepa, ningún estudioso
medianamente serio del historial de ETA retoma en la actualidad esa pretensión.
Pero no es de lo infundado de la
tesis subyacente del PP de lo que
quería tratar hoy, sino del enorme interés político que el principal partido de
la oposición muestra en remover este asunto una y otra vez en el mismo sentido.
Da la sensación de que cree que puede obtener de ello algún rédito electoral. Y
yo, por más que lo miro, no veo esa posibilidad por ningún lado.
No me cabe duda de que hay un
cierto sector de la población española que está dispuesto a creer, o que
incluso quiere creer que ETA estuvo
detrás de los atentados del 11-M. Pero ¿qué parte de ese sector está compuesta
por ciudadanos que no son ya votantes decididos del PP? ¿Cabe esperar que haya
mucha gente hasta ahora ajena a la base electoral del PP que se anime a
respaldar en las urnas a ese partido en virtud del ruido que está montado en relación con el 11-M? Me parece imposible,
sobre todo porque, para seguir tomándose en serio a estas alturas lo de la
implicación de ETA, se requiere un elevado grado de parcialidad política, muy
difícil de encontrar fuera de la militancia.
A cambio, me parece harto posible
que haya no pocos ciudadanos que votaron al PP hace dos años y que estén ya
hartos de la insistencia con la que los dirigentes de ese partido continúan
lamiéndose las heridas de su derrota.
En mi criterio, es más fácil que
el PP pierda votos, y no que los gane, con su empeño en volver y volver a dar la
murga con el lado oscuro del 11-M.
Otra cosa cabe decir de los
medios de comunicación que están en las mismas. Porque, para un medio, con que
haya dos millones de personas que simpaticen con sus tesis, o al menos se
interesen por ellas, le basta y le sobra. Puede darse incluso con un canto en
los dientes. Pero lo que necesita el PP es superar la cifra de 9.763.144 votos,
que son los que obtuvo en marzo de 2004. Y por esta vía no lo va a lograr.
De modo que, por mí, que siga insistiendo. Aunque me aburra.
Escrito por: ortiz.2006/09/14 07:10:00 GMT+2
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2006/09/13 06:00:00 GMT+2
Pasqual Maragall tiene a veces salidas de pata de banco que mueven a dudar de sus capacidades. También puede que sea él quien no tiene en demasiada estima las capacidades de quienes le oyen, y por eso se las permite.
Anteayer, durante la celebración de la Diada de Catalunya, afirmó que los socialistas catalanes no pretenden la independencia de Cataluña porque eso «sería ridículo en la Europa de hoy».
Su argumentación –por así llamarla– va por el lado de que la estructura común de la Unión Europea, de la que son expresión los órganos de poder con sede en Bruselas, ha reducido drásticamente el margen de acción de los estados. Lo cual es muy cierto. Pero la capacidad de acción que conservan los estados no tiene nada de despreciable. Sigue siendo de la mayor importancia. De hecho, y en muy buena medida, la UE es una unión de estados: no de países, y menos todavía de pueblos.
En cierta ocasión en la que alguien trató de hacerle ver al lehendakari vasco que hoy en día muchos estados europeos apenas ejercen competencias con las que no cuente el Gobierno vasco, y que además Euskadi tiene un territorio muy pequeño y una población comparativamente muy reducida como para aspirar a cotas más altas de entidad política, Ibarretxe respondió: «Yo, con que se nos reconozcan en el seno de la UE los derechos y competencias con los que cuenta Luxemburgo, que es mucho más pequeña que Euskadi y tiene muchos menos habitantes, me doy por satisfecho».
Si la independencia de los estados hubiera quedado realmente vacía de contenido en la Europa actual, ¿quién se tomaría el trabajo de negársela a quien la reclama?
Maragall, como cualquier otro catalán, es libre de no desear que Cataluña se independice y cree un Estado propio. No creo que yo deba tener voto sobre ese particular, porque considero que es un asunto que sólo a la ciudadanía de Cataluña habría de concernir, pero no oculto que yo tampoco quisiera que Cataluña se independizara, porque me gusta que el pueblo catalán se encuadre dentro del mismo marco político, social, económico y cultural en el que yo vivo. Pero convendría elevar un poco el nivel de la polémica, y no presentar como argumentos afirmaciones que no serían presentables ni siquiera en una discusión de barra de taberna.
La que hizo Maragall anteayer fue una de ésas.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Independencias en la UE.
Escrito por: ortiz.2006/09/13 06:00:00 GMT+2
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