De entre las declaraciones públicas que realizó el todavía president Pasqual Maragall con motivo de la última Diada, hubo una que me chocó de manera particular. Afirmó que los socialistas catalanes no pretenden la independencia de Cataluña porque eso «sería ridículo en la Europa de hoy». «¿Independencia de qué, si todos somos europeos?», se preguntó, a modo de sarcasmo apabullante.
Es ésa una línea argumental que goza de mucho predicamento en la actualidad. Pretenden quienes la manejan que la estructura común de la Unión Europea, de la que son expresión los órganos de poder con sede en Bruselas, ha desdibujado definitivamente la importancia de los estados.
Siguiendo esa misma onda discursiva, alguien interpeló hace tiempo al lehendakari vasco pretendiendo hacerle ver que hoy en día muchos estados europeos apenas ejercen competencias con las que no cuente el Gobierno de Vitoria, y que además el País Vasco tiene un territorio demasiado pequeño y una población comparativamente muy reducida como para aspirar a cotas más altas de entidad política. A lo cual Ibarretxe respondió: «Yo, con que nos reconozcan en el seno de la UE los derechos y competencias con los que cuenta Luxemburgo, que es mucho más pequeña que Euskadi y tiene muchos menos habitantes, me conformo».
Es bien cierto que los estados europeos han delegado en los órganos de poder comunitarios muchas de las potestades definitorias de la independencia nacional. Hace apenas unos decenios, habría sido inconcebible un Estado que no controlara su moneda, o sus fronteras, o su política industrial. Pero conviene no engañarse: la capacidad de acción que conservan los estados del Viejo Continente sigue siendo muy grande. Tampoco conviene olvidar algo que es todavía más importante: la UE es una unión de estados. No de pueblos.
Si la independencia nacional hubiera quedado realmente vacía de contenido en la Europa actual, ¿a cuento de qué se tomaría nadie el trabajo de negársela a quien la reclamara?
Maragall, como cualquier otro catalán, es libre de no desear que Cataluña se independice y cree un Estado propio. Tan libre como otros catalanes lo son de aspirar a lo contrario. Aunque mi opinión apenas cuente –sobre todo porque no soy catalán–, no tengo por qué ocultar que yo tampoco quisiera que Cataluña se independizara: me siento muy unido al pueblo catalán y estoy muy satisfecho de que se encuadre dentro del mismo marco político, social, económico y cultural en el que transcurre mi existencia.
Puede haber sólidas razones para no simpatizar con la idea de la independencia de Cataluña, y todas y cada una merecen ser consideradas y evaluadas. Todas, menos ésa de que en el marco de la UE las independencias –los estados– ya no tienen valor.
Ese seudoargumento no vale ni para una discusión de barra de taberna.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de septiembre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: De independencias. Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2018.
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