2006/10/02 05:00:00 GMT+2
El País publicó ayer una entrevista de María Antonia Iglesias con
Juan Carlos Rodríguez Ibarra.
No me llamó la atención ninguna
de las respuestas que el todavía presidente extremeño dio a las preguntas de la
periodista. Sólo hubo un punto que, aunque tampoco me sorprendió, me hizo
torcer el gesto. La entrevistadora le preguntó por la visión del Estado que
tienen «los jacobinos», entre los que incluyó al entrevistado, y él respondió
aceptando esa denominación como si fuera la cosa más natural del mundo.
No es la primera vez, ni mucho
menos, que me topo con esa identificación entre el guerrismo –las posiciones del sector del PSOE más próximo a Alfonso
Guerra– y el jacobinismo, pero no por mucho que la repitan me resultará menos
disparatada. El jacobinismo no fue, como parecen pretender los que lo invocan
asociándolo a políticos actuales del estilo de Rodríguez Ibarra, un movimiento más
o menos populista en defensa del centralismo estatal, en general. Los jacobinos
eran, primera y principalmente, igualitaristas revolucionarios, que odiaban a
muerte –literalmente hablando– a quienes detentaban el poder económico. Sus
tendencias centralistas surgieron como respuesta a las posiciones de los
llamados girondinos, que trataban de descafeinar la Revolución apoyándose en
las administraciones departamentales, en las que el poder de las clases acomodadas se mantenía con más fuerza.
Entre los postulados de los girondinos descentralizadores
se hallaba la posibilidad de contemporizar con la Monarquía, cosa que hicieron
siempre que estuvo en su mano.
Es aberrante asimilar la defensa
del Estado francés que nació de la Revolución de 1789 y se radicalizó en las
sucesivas revueltas populares, particularmente las de 1793, con la de un Estado
como el español –con un Borbón a su cabeza, para más inri–, modelado en su
última metamorfosis conforme a los planes establecidos por las principales
potencias del capitalismo internacional. No tiene punto de comparación un
centralismo que buscaba la hegemonía de un centro que se había convertido en la
vanguardia de las transformaciones sociales y en el azote de las fuerzas
reaccionarias –que eso era el París de la época–, con un centralismo como el de
aquí, que siempre ha aparecido vinculado ideológica y políticamente a las
fuerzas más retrógradas de la sociedad.
Si es que las pruebas están a la
vista de todos: cada vez que cualquier Rodríguez Ibarra de éstos canta una loa
a la unidad de España, la derecha local más nostálgica de la Una, Grande y
Libre aplaude a rabiar y lo llena de piropos. Para mí que no lo hace porque
simpatice con el jacobinismo...
Escrito por: ortiz.2006/10/02 05:00:00 GMT+2
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2006/10/01 08:35:00 GMT+2
No pasa de ser una broma de mal gusto la pretensión de que el reciente acuerdo alcanzado entre la vicepresidenta del Gobierno y los jerarcas de la Conferencia Episcopal Española en relación a la financiación de la Iglesia Católica a través del IRPF abre el camino hacia su autofinanciación.
Para empezar, tiene bemoles que se hable de «abrir el camino» de la autofinanciación de la Iglesia Católica española en 2006, cuando la Santa Sede se comprometió en 1979 (¡en 1979!) a lograr ese objetivo en el más breve plazo. ¡27 años para dar el primer paso!
Pero es que, además, ese paso es ridículo. El Estado no pagará a la Iglesia Católica a partir de 2007 el llamado «complemento presupuestario» (asignación directa), pero a cambio aumentará en un 34% el porcentaje de lo que le asigna a través del IRPF.
Conviene no olvidar que es impropio llamar «impuesto religioso» al 0,7% (o al actual 0,5239%) del IRPF que el declarante puede destinar a la Iglesia de Roma. El contribuyente católico no pone ni un céntimo de su bolsillo para el mantenimiento de su Iglesia; es el Estado el que renuncia a quedarse con el 100% de lo tributado. Con lo que, indirectamente, seguimos siendo todos los contribuyentes los que corremos con el gasto.
No menos capciosa es la pretensión de la Conferencia Episcopal de que «renuncia a la exención del pago del IVA en la adquisición de bienes e inmuebles». ¡A la fuerza ahorcan! La UE había conminado al Estado español a suprimir ese privilegio, amenazando con sancionarlo si no lo hacía en el plazo de dos meses. Y los dos meses ya habían transcurrido en el momento en el que se alcanzó el acuerdo (que todavía no es firme, por lo que la sanción podría llegar a materializarse).
En cualquier caso, todo esto no pasa de ser el chocolate del loro. Porque el Estado español, en sus diferentes niveles (central, autonómicos, provinciales, locales) y divisiones de actividad (Educación, Cultura, Defensa, Sanidad, Trabajo y Asuntos Sociales, principalmente), concede al año a la Iglesia Católica, según los cálculos más fiables, una cantidad superior a los 5.000 millones de euros. El grueso de esa caudal se va en subvenciones a centros educativos de propiedad eclesial (3.200 millones), gasto al que deben vincularse también los salarios de los profesores de religión (517 millones). Arguye la jerarquía católica que, si su Iglesia no se encargara de esa parte de la labor educativa, lo mismo que de no pocas tareas asistenciales, hospitalarias y caritativas, tendría que asumirlas el Estado, probablemente con un coste superior. ¿Y? Siempre me he opuesto a que el Estado delegue en organizaciones no oficiales (ONG, por ejemplo) responsabilidades que le corresponden de manera directa. El caso de la Iglesia Católica es doblemente inaceptable, porque la dejación que hace el Estado de algunas de sus obligaciones permite a una confesión religiosa concreta difundir su ideario a costa del dinero de todos, incluidos los que profesan otras creencias y los que no tenemos de eso.
Eso sin contar con que hay partidas presupuestarias –sufragadas, por tanto, a costa del erario– cómodamente instaladas en el surrealismo. ¿Cómo puede ser que un Estado que se dice «aconfesional» se gaste 30 millones de euros en subvencionar el mantenimiento y las actividades del millar largo de capellanes que realizan funciones exclusivamente religiosas en hospitales, cárceles y cuarteles (estos últimos comandados por un arzobispo que ostenta el grado de general de División, para acabar de rematar el disparate)?
La comparación entre el trato que asigna el Estado a la Iglesia Católica y el que otorga a las otras tres confesiones oficialmente consideradas como «de notorio arraigo» (islamismo, protestantismo, judaísmo) retrata un panorama escandaloso. Esas tres iglesias reciben 3 millones de euros, que son repartidos entre ellas por un organismo formado por la propia Administración del Estado. Ni un céntimo de ese dinero puede destinarse ni al culto ni al abono de salarios; sólo a obras de interés social. Y tienen que rendir cuentas de lo gastado hasta el último céntimo. Además, esas Iglesias no gozan de ninguno de los privilegios fiscales que disfruta la Iglesia Católica.
La cuenta final es clara: cada año que pasa, el Estado español –es decir, el conjunto de los que alimentamos sus arcas– paga más dinero a la Iglesia Católica. Es decir, se aleja más de la anunciada perspectiva de autofinanciación.
Álvaro Cuesta, secretario de Libertades de la Ejecutiva del PSOE, ha dejado entrever que en su partido, que no ha sido consultado sobre este acuerdo, hay un considerable malestar por los términos pactados con la Conferencia Episcopal. Para mí no ofrece la menor duda de que Zapatero está tratando de neutralizar la enemistad de la Iglesia Católica, a la que teme. En esa línea interpreto también el apoyo que concedió hace unos días a las palabras de Benedicto XVI sobre el Islam. Se ve que es otro más de los que creen que para que las fieras no ataquen hay que darles carnaza sin parar. En vez de meterlas en una jaula bien resistente.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Las arcas de la Iglesia católica.
Escrito por: ortiz.2006/10/01 08:35:00 GMT+2
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2006/09/30 08:30:00 GMT+2
Las relaciones entre el mundo de
la política profesional y el ámbito
del periodismo están tomando un sesgo interesante, por lo que tiene de
revelador.
En tiempos ya tirando a lejanos,
era criterio general –aunque no unánime– que los periodistas debíamos
mantenernos alejados de las banderías partidistas y, desde luego, de la
militancia, como muestra de la independencia de nuestro trabajo. Era un signo
externo muy poco fiable, a decir verdad, porque todos conocimos periodistas
teóricamente independientes que defendían la causa de uno u otro partido
(literalmente: del uno o del otro) con entusiasmo digno del más sectario de sus
integrantes, y convivimos también, en el lado opuesto, con periodistas de
filiación conocida (casi siempre muy distante del uno y el otro de los antes
aludidos) que trabajaban con plena libertad de espíritu, sin aceptar
instrucciones de ningún jefe extraprofesional.
Consciente de que en el gremio
periodístico, como en casi todos los demás, sólo se considera politización
excesiva la de izquierdas, hace ya muchos años que no sólo me he mantenido
ajeno a cualquier militancia formal, sino que incluso me he abstenido de
prestar apoyo explícito a ninguna formación política (*), decisión que me ha
venido facilitada por el hecho de que ninguna me ha convencido nunca lo
suficiente. Tengo claro que, como he dicho, esa independencia vale lo que vale,
y tiene más que ver con aquello que dice el tópico sobre la mujer del César (lo
de no sólo serlo, sino también parecerlo) que con ninguna prueba medianamente
rigurosa.
Pero no hay más que echar un
vistazo a la actualidad para comprobar que todo este tinglado de convenciones
propio de la profesión periodística se está yendo a pique a toda velocidad. Hoy
mismo sale la noticia de que Carmen Martínez Castro, durante algún tiempo conductora del informativo La Brújula, de Onda Cero y últimamente
editora del informativo del mediodía de esa cadena de radio, ha decidido
pasarse a la política activa en las filas del PP. Parece que aspira a ser diputada
regional. Hace apenas un par de semanas fue el turno de Cayetana Álvarez de
Toledo, que trabajaba en la sección de Opinión de El Mundo y como contertulia de la Cope. Ángel Acebes la ha
convertido en su brazo derecho.
No es sólo cosa del PP. El trasiego
entre el grupo Prisa y el Gobierno (y el partido que lo sustenta) se ha vuelto
también constante. El caso más reciente, pero en absoluto el único, es el de Àngels
Barceló, que se ha hecho cargo del canal de televisión del PSOE por internet.
Lo más significativo de esos
pases del periodismo a la política es que son de ida y vuelta. Antes, si un
periodista dejaba la profesión para ocupar un cargo propio de un militante de
partido, se daba por hecho que había emprendido un viaje sin retorno. Su
carrera quedaba marcada para siempre. Ahora no. Ahora se dan un garbeo por la
política y, cuando se hartan –ellos del partido o el partido de ellos–, vuelven
a la práctica periodística, y tan campantes todos. Admitamos que la cosa no
tendría mayor importancia si su labor periodística estuviera volcada en la
crítica de teatro o en las crónicas deportivas, por ejemplo. Pero es que la
mayor parte de las veces tiene que ver con la opinión.
Junto a ellos, cobra cada vez más
peso otro espécimen característico: el del periodista-político (o
político-periodista, según los días y su estado de ánimo). Me refiero a los
periodistas que no se conforman con contar y juzgar lo que sucede y ponen todo
su empeño en protagonizarlo, repartiendo papeles y consignas y conspirando en privado
full time, hasta convertirse en
auténticos poderes fácticos.
Lo verdaderamente excepcional es
que ya nada de todo esto es excepcional. La rareza es que aún queden
periodistas de cierto peso que no escriban o hablen por boca de ganso.
__________
(*) En las últimas elecciones
autonómicas vascas apareció una lista de «personalidades» que apoyaban la
candidatura de Javier Madrazo. Mi nombre fue incluido en esa lista. Se trató de
un error. De hecho, Ezker Batua se había puesto en contacto conmigo para pedirme
respaldo y yo no accedí a dárselo. Y ello por dos razones, que expliqué a los
amigos que me plantearon la demanda. La primera fue la formal ya mencionada,
relativa a la independencia política. La segunda, más de fondo, tiene que ver
con mi observación exterior de la
política vasca. No viviendo en Euskadi, mi conocimiento de la realidad vasca
tiene no poco de libresco. Ni yo mismo me fío demasiado de él. Al parecer, se
produjo un lío de papeles en la sede electoral de EB-IU y confundieron lo que
era una relación de personas con las que habían tomado contacto con la lista de
los que les habían dado su aprobación. Me ofrecieron hacer un comunicado
desmintiendo mi apoyo, pero me pareció que el remedio podía resultar peor que
el mal. Tampoco me doy tanta importancia. Preferí dejarlo pasar. Por lo demás,
es cierto que mantengo una buena relación personal con varios dirigentes de
EB-IU, entre ellos el propio Madrazo.
Escrito por: ortiz.2006/09/30 08:30:00 GMT+2
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2006/09/29 06:00:00 GMT+2
Reclama el presidente del
Gobierno que se tenga en cuenta que a ETA no le resulta fácil superar las
querencias que ha interiorizado a lo largo de 40 años de terrorismo. Tiene razón:
la cabra tira al monte. De hecho, a él le pasa algo parecido: está educado en
la escuela de un partido que lleva 30 años suscribiendo compromisos que no
respeta y formulando promesas que olvida a la primera de cambio. En 1975 defendía
el derecho de autodeterminación del pueblo vasco. En 1977 sostenía que Navarra
es parte de Euskadi. En cuanto a la solución dialogada del conflicto, hemos tenido de todo: épocas en las que decía que nunca y épocas en las que decía que siempre. Son sólo tres muestras de los muchos bandazos ideológicos y
políticos que ha dado el PSOE en los últimos decenios. Aunque tampoco hace
falta remontarse tan lejos para encontrar promesas incumplidas, como saben muy
bien los catalanes, a los que Zapatero prometió respetar lo que acordara su
Parlamento de cara al nuevo Estatut, y ya se ha visto lo que ha hecho con su
promesa.
También él y los suyos tienen
que aprender a romper con sus malas costumbres y asegurar una cierta
correspondencia entre lo que dicen y lo que hacen.
De todos modos, hay que
reconocer que las trampas y los engaños de Zapatero, aunque sean éticamente
impresentables, a veces resultan funcionalmente positivos. Proporciona una
cierta tranquilidad, en efecto, saber que, cuando el presidente del Gobierno
español afirma que el proceso de paz es incompatible con la existencia de cualquier
forma de violencia, incluida la kale
borroka, ni él mismo se lo toma demasiado en serio.
El reverso de la medalla lo
constituye la evidencia de que tampoco cabe tomar por fiables sus promesas
constructivas. Digamos que su falta de palabra se expresa de los dos modos
posibles: no cumple ni cuando promete ni cuando amenaza.
Tratándose del adversario,
siempre me han gustado más los oportunistas que los estrictos. En mi bando no
quiero verlos ni en pintura, pero en el de enfrente me parecen muy útiles.
Basta con demostrarles que pueden sacar una buena tajada política de tal o cual
barbaridad para que se apunten a ella echando mixtos.
Lo malo –lo peor– es tener que aguantarles
el baile interminable. Pero todo sea por la causa.
Escrito por: ortiz.2006/09/29 06:00:00 GMT+2
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2006/09/28 06:00:00 GMT+2
No coincido ni siquiera cuando
coincido. Coincido con casi toda la clase política –PP excluido– y con
el grueso de la profesión periodística en que la llamada «teoría de la
conspiración» que vincula a ETA con los atentados del 11-M es absurda e
insostenible, pero no comparto el modo en que razonan su rechazo.
No me conmueven ni poco ni
mucho, en particular, sus argumentos de autoridad: que si los jefes de la
Policía dan por probado esto o lo otro, que si la Audiencia Nacional considera
establecido lo de acá o lo de acullá... «Dejemos que actúe el Estado de
Derecho», reclaman. Yo no desdeño lo que afirman la Policía y los jueces –no
por principio, al menos–, pero de ahí a tomarlo como verdad revelada, en este
caso o en cualquier otro, hay un larguísimo trecho que me cuido muy mucho de
recorrer.
Las invocaciones al «Estado de
Derecho» me suenan a música celestial. He visto demasiadas veces informes
policiales hechos a la medida de los intereses de tal o cual poder establecido
y resoluciones judiciales capaces tanto de dar por probados hechos
perfectamente inexistentes como de desdibujar lo realmente sucedido hasta
hacerlo irreconocible. Por decirlo claramente: para mí –y me da que para
bastante gente más– que una versión cuente con el respaldo de policías y jueces
no me dice gran cosa. Puede disfrutar de esos favores y ser perfectamente
falsa.
Si la «teoría de la
conspiración» me parece un engendro es porque, primero, está prendida con tres
pespuntes y dos alfileres, y segundo, porque no encaja ni a bofetadas con el modus operandi de ETA, que nunca ha subcontratado sus atentados.
Todo lo que he leído en favor de
esa teoría me ha parecido exagerado, tendencioso, mal engarzado y
contradictorio. En realidad, lo único que alguna vez ha hecho que me asaltara
la sombra de una duda sobre la versión oficial de los hechos ha sido la
desconfianza que me merecen quienes la defienden más y con mayor entusiasmo.
Detesto coincidir con ellos, incluso cuando en realidad no coincido.
Escrito por: ortiz.2006/09/28 06:00:00 GMT+2
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2006/09/27 06:00:00 GMT+2
Escribí el pasado 11 –no es que tenga buena memoria; es que he cotejado la fecha exacta en los archivos de este blog– sobre lo que llaman ahora en Francia la peopolisation, barbaridad lingüística que utilizan para referirse a la irrupción en el primer plano de la política de celebridades de la canción y el cine que marchan codo con codo y en aparente plano de igualdad con los candidatos de los principales partidos.
Me ha llamado la atención el dato: algo así como 200 de los 1.000 asistentes a la última Conferencia Política del PSOE, que se reunió hace diez días en Madrid, no eran –ni son– militantes socialistas, sino personajes del llamado «mundo de la cultura», a los que se les concedió un papel estelar en el acto –lógico: son estrellas– y que fueron tratados con exquisita deferencia por los dirigentes del PSOE, empezando por el propio Rodríguez Zapatero. (*)
La referencia al «mundo de la cultura» es engañosa. Se mete en ese saco lo mismo a pensadores, filósofos, ensayistas y politólogos, integrantes todos ellos de gremios a los que se les supone un conocimiento relativamente alto de las materias que caracterizan la gobernación de los pueblos, que a actores, actrices, cantantes y cantantas de relumbrón, que es muy posible que sepan de cuestiones económicas, políticas y sociales tanto como nada, o que las encaren con media docena de tópicos de andar por casa por todo bagaje cultural.
En días pasados ha corrido por Madrid el bulo de que el PSOE estaba planteándose la posibilidad de presentar como candidato-estrella a la Alcaldía capitalina a Joaquín Sabina. Me da que el rumor es falso de toda falsedad, entre otras cosas porque no creo que Sabina se dejara. Pero lo curioso es que, en medio de ese extraño barullo, los hubo que salieron en defensa de la idea, apelando al papel que debe jugar en política «la sociedad civil» (como si para formar parte de la sociedad civil fuera obligatorio vivir alejado de la actividad política militante).
Queda el hecho, en todo caso, de que algún dirigente del PSOE ha dejado caer en público que se están planteando ofrecer la cabeza de su lista municipal madrileña a una persona que no milite en el PSOE y que esté dedicada profesionalmente a actividades ajenas a la lucha política. No han faltado los malvados que han atribuido esa supuesta generosidad al convencimiento que tiene el Partido Socialista de que Alberto Ruiz Gallardón va a revalidar su cargo sin ningún problema. Estarían tratando de librarse ellos de la quema –ya lo ha logrado Trinidad Jiménez– y de colocar el marrón a algún pardillo independiente.
¿Por qué no prueban con Ramoncín? Si consiguen que aprenda a cantar La puerta de Alcalá, su candidatura podría ser un bombazo. O por lo menos un petardo.
___________
(*) A la vista de ese dato, me ha parecido que podía tener interés rescatar la reflexión del 11 de septiembre y adaptarla a las dimensiones de una columna para darle salida en El Mundo de mañana. A ver si conseguimos que empiecen a debatirse este tipo de asuntos en los medios de comunicación de masas.
Escrito por: ortiz.2006/09/27 06:00:00 GMT+2
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2006/09/26 06:00:00 GMT+2
José Luis Rodríguez Zapatero
manifestó ayer su alegría por «la nueva noticia» del embarazo de la princesa
Letizia. (Es la monda. ¿Sabrá este hombre de noticias que no sean nuevas? Siendo «nueva» sinónimo de «noticia», lo mismo podría
haber dicho que se alegra de «la nueva nueva».)
Pero es que, además, no me lo creo. Porque la
preñez de esta otra representante de los Ortiz plantea al presidente del
Gobierno un problema tirando a peliagudo. Tiene que ver cómo encara el asunto de la sucesión.
Ahí hay dos escuelas, por así decirlo. Los hay que consideran que, en cuanto nazca la nueva criatura, habrá de serle asignado un rango en la línea de sucesión, rango que no podrá verse alterado por leyes aprobadas con posterioridad. Otros sostienen, por el contrario, que lo que se determine ahora es secundario, y que sólo habrá que tomar una decisión al respecto cuando el actual Príncipe de Asturias se convierta en Rey. Entonces y sólo entonces –dicen– habrá que nombrar sucesor, lo cual se hará en conformidad con las leyes que rijan en ese momento. «No hay ninguna prisa», dicen éstos, dando por hecho que Juan Carlos de Borbón no puede sufrir un accidente o irse al otro barrio en cosa de nada por cualquier tipo de mal fulminante.
Es muy posible que se imponga la opinión de estos últimos, de acuerdo con el muy celtibérico principio de que, cuando la causa es importante, corresponde a la ley la obligación de adaptarse a la razón de Estado, y no al revés. Pero pongamos que no fuera así. Imaginemos que llega mayo (como tarde)
y nace lo que está en curso, y que resulta varón. Y que se aplica un criterio acorde con el que figura en la semi sálica Constitución de 1978 (título II, art. 57). En ese caso, la aparición del vástago
despojará de derechos sucesorios a la infanta Leonor, primogénita de los Príncipes de
Asturias, cosa que los interesados –no es mi caso, desde luego– ya
han dicho por activa y por pasiva que no quisieran que sucediera.
El problema es que, si quieren cortar de raíz con ese peligro, tendrían
que montar un pollo de aquí te espero. La preferencia del hombre
sobre la mujer en la línea de sucesión está incrustada en la parte especialmente blindada de la Constitución. Para suprimir esa discriminación es obligado aplicar el procedimiento reforzado de
reforma de la Constitución (artículo 168), que determina que dos tercios del Congreso
y del Senado deben apoyar la iniciativa, tras de lo cual hay que proceder a la
disolución de las Cámaras y a la convocatoria de elecciones. Una vez celebradas, se
requiere una segunda aprobación de la reforma por idéntica mayoría de las
nuevas cámaras. Finalmente, todo ello debe ser ratificado por la ciudadanía mediante
referéndum.
Lo de menos, con ser bastante,
es que tan largo y engorroso trámite exija el acuerdo del PSOE y el PP, porque sin
él no habría mayoría de dos tercios. Lo de más es que, si se quiere dejar zanjada la cuestión antes del nacimiento del hipotético hijo varón de Felipe de Borbón, no habría más remedio que realizar
elecciones generales en el plazo de pocos meses, cosa muy poco conveniente. Téngase en cuenta que, si los nueve meses
de gestación se cumplen en mayo de 2007, y si se cuenta con la posibilidad de
que la criatura precipite su irrupción en el ruedo ibérico –que sea
sietemesina, mismamente–, sería obligado celebrar las elecciones allá por febrero,
para no pillarse los dedos.
En fin, que la cosa está liada.
Ya se sabe que los mentideros de
Madrid se caracterizan por responder al pelo a su nombre: corren las mentiras
por ellos como Pedro por su casa. La noticia del embarazo de Letizia Ortiz
también tiene su correspondiente capítulo de chismes adjuntos. Uno de ellos me
lo ha contado por teléfono mi buen amigo Gervasio Guzmán hace un rato:
–¿Sabes? Es que parece que se
han dado prisa en tener otro hijo porque resulta que la infanta Leonor es
sordomuda. Ya, ya sé que es la primera vez que oyes hablar de eso. Es un asunto
que han venido tratando como secreto de Estado. Antes de hacerlo público querían
anunciar el próximo nacimiento de otro descendiente, por el aquel de quitar dramatismo
a la situación.
Me deja perplejo.
–Gervasio, ¿de qué hablas? Para
empezar, y aunque en este caso sea lo de menos, conviene que sepas que es incorrecto
hablar de personas «sordomudas». Salvo casos muy excepcionales, los sordos no
son mudos. En segundo lugar, estás dando por hecho que una persona sorda está
legalmente incapacitada para ocupar la Jefatura del Estado. Ya sé que hay
antecedentes, pero me cuesta creer que hoy en día se mantenga una restricción
de ese estilo. Yo, por lo menos, no recuerdo ninguna ley que apunte por ahí. Y
ya ves que te estoy haciendo gracia de la mayor, aunque tampoco ésa la doy por
buena. Si lo de la sordera de la infanta Leonor fuera cierto, algo habría
trascendido. Y tampoco los veo ocultándolo, como si fuera un crimen, o un
estigma.
Gervasio lleva fatal mi tendencia
a poner en cuarentena las muchas cosas que él dice que sabe «de muy buena
tinta».
–Pero ¿no te has fijado que esa niña no responde a ningún estímulo acústico? ¡Eso no es ningún invento! Pero nada, tú. Ya lo verás. ¡Al tiempo! –me
ha dicho, y ha colgado.
No; la verdad es que no me había fijado en eso, ni en nada que tenga que ver con esa niña.
Pero es cierto que la «nueva noticia» no llega en el mejor momento. Ya estaba todo suficientemente embarullado sin necesidad de esta fuente de conflictos dinásticos. Éramos pocos...
Escrito por: ortiz.2006/09/26 06:00:00 GMT+2
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2006/09/25 08:25:00 GMT+2
Se multiplican –por poco, de momento, pero se multiplican– los actos de kale borroka. Tres encapuchados toman la palabra en el acto de celebración del Gudari Eguna (Día del Soldado) en las campas de Aritxulegi, entre Oiartzun y Lesaka –junto al monumento al Padre Donosti, supongo– y leen un comunicado en el que se asegura que ETA seguirá «luchando con las armas en la mano hasta conseguir la independencia y el socialismo en Euskal Herria». Entretanto, Joseba Permach convoca a la Prensa en Ondarroa (Batasuna es inflexible en eso: todos los días una conferencia de Prensa, por lo menos) y hace un balance negativo de los seis meses de tregua.
Las cosas están bastante mal, para qué engañarse. Puesto a hacer mi propio balance del último medio año, me sale un haber tirando a magro. Contabilizo en ese capítulo la ausencia de atentados de importancia, la disposición de Rodríguez Zapatero a dialogar con ETA y el encuentro público entre dirigentes del PSE y Batasuna. La parte del debe me resulta mucho más nutrida. Anoto en ella la ausencia de medidas gubernamentales en relación a los presos, la fortísima presión judicial contra los dirigentes de Batasuna y contra sus actividades, el evidente deseo de los socialistas de demorar la constitución de la llamada «Mesa de Partidos», sus vacilaciones en relación al reconocimiento del «derecho a decidir» (fórmula edulcorada con la que ahora se habla del derecho de autodeterminación), el rebrote de la kale borroka...
Lo más preocupante de la situación actual –de bloqueo, aunque oficialmente se eluda esa palabra– es que no se ve cómo va a salirse de ella. Ninguno de los que podrían conseguirlo quiere moverse de su sitio. Todos parecen confiar en que acabará siendo el otro quien, cuando vea que existe un peligro real de fiasco completo, dará el paso.
El juego es muy peligroso. No conviene competir a ver quién es más chulo cuando se camina por el borde de un precipicio.
Desde que se inició el «alto el fuego permanente» de ETA, no pocos políticos y expertos vienen afirmando –con mucho aplomo, pero sin aportar ninguna prueba– que el cese de la violencia de ETA es «irreversible». Esa insistencia me parece errónea por partida doble. En primer lugar, porque carece de base suficiente. Se apoya en hechos que hacen difícil, e incluso muy difícil, la vuelta atrás de ETA, pero que no la convierten en imposible, por desgracia. En segundo término, porque dar por hecha la irreversibilidad del proceso constituye en la práctica, y aunque no se pretenda, una invitación a la inflexibilidad del Gobierno central y del PSE-PSOE en la negociación (en las dos negociaciones pendientes). En efecto: si su objetivo central –la neutralización de ETA– ya lo hubieran alcanzado definitivamente, ¿qué urgencia iban a tener en avanzar más y más rápido?
Es el momento de poner énfasis en el mensaje directamente contrario: nada está consolidado, todo sigue en el aire, hay que mimar las condiciones que hacen posible la continuidad del proceso. Y llamar a todas las partes a tratar con delicadeza de orfebres esta joya, tan valiosa como frágil y quebradiza.
Escrito por: ortiz.2006/09/25 08:25:00 GMT+2
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2006/09/24 07:45:00 GMT+2
Son muchos los observadores
internacionales que se preguntan hasta qué punto el Gobierno pakistaní de
Pervez Musharraf es tan aliado de Bush como suele pretenderse. Son dudas con
base: para nadie es un secreto que algunas de las regiones de Pakistán situadas
en su larga frontera con Afganistán siguen sirviendo de base no sólo a las
guerrillas talibán, sino también a Al Qaeda. El Ejecutivo de Islamabad alega
que se trata de zonas montañosas a las que le es muy difícil acceder, pero,
aunque eso sea verdad, no lo es menos que buena parte del aparato del Estado paquistaní, incluidas sus Fuerzas Armadas –y no
digamos nada de la población–, simpatiza con los combatientes islamistas y no
tiene el menor deseo de reprimirlos.
Musharraf explica en una
entrevista que emite hoy la CBS estadounidense las razones de su alineamiento
con la política de Washington. Cuenta que, tras los atentados del 11-S, el
entonces vicesecretario de Estado, Richard Armitage, le exigió que Pakistán
respaldara los planes de guerra de Bush en Afganistán y que, cuando él se
mostró reticente, le amenazó directamente: «Preparaos para ser bombardeados.
Preparaos para volver a la Edad de Piedra», le dijo. «Creo que fue una
observación muy grosera», sentencia Musharraf, quien añade que, a la vista de
la situación, no tuvo más remedio que actuar de forma «responsable» «en el
interés de la nación».
Las amenazas de ayer siguen hoy
vigentes. Hace dos días, en una entrevista concedida a la cadena CNN, George W.
Bush dijo que no vacilaría ni por un instante en enviar tropas a Pakistán si
estuviera seguro de que Osama ben Laden se esconde en su territorio. Dejó claro
que intervendría militarmente en territorio pakistaní con independencia de que
el Gobierno de Musharraf le autorizara a ello o no, es decir, violando la
soberanía pakistaní, si se le pone por delante.
No sorprende que Washington se
comporte de modo arrogante y prepotente. Es su actitud tradicional. Lo que
llama más la atención es que lo haga con un desprecio tan evidente por las
formas a las que obligan las leyes y los tratados internacionales. George W.
Bush se los pasa impúdicamente por salva sea la parte. Sólo le falta decir:
«Sí, ¿y qué?»
Ayer, la Policía del Aeropuerto
John F. Kennedy retuvo, registró y vejó al ministro de Asuntos Exteriores de
Venezuela, Nicolás Maduro, que había acudido a Nueva York para asistir a la
Asamblea General de las Naciones Unidas. Como se sabe, los convenios
internacionales aseguran la inviolabilidad de los representantes diplomáticos.
Las autoridades estadounidenses han tratado de excusarse –sin ningún
entusiasmo, todo sea dicho– alegando que la Policía de fronteras no sabía quién
era Maduro. Pero él se lo dijo, y su pasaporte lo acreditaba como tal. Pese a
lo cual lo mantuvieron hora y media bajo custodia.
Es toda una línea general de
conducta, caracterizada por el desprecio más descarado a los derechos de todos
los demás países, incluidos sus propios aliados, como ha podido verse en el affaire de las prisiones secretas
diseminadas por medio mundo, con su acompañamiento de secuestros y vuelos
camuflados.
Es como si no les importara nada
acrecentar la antipatía general que suscitan. Como si sólo estuvieran
interesados en vencer y les fuera indiferente convencer. Pero la Historia lo ha
demostrado muchas veces: la arrogancia se paga. Y cuanto mayor y más
injustificada, más costosa.
Escrito por: ortiz.2006/09/24 07:45:00 GMT+2
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2006/09/23 10:45:00 GMT+2
En una conferencia pronunciada en Washington sobre «Amenazas globales y estructuras atlánticas», el ex presidente del Gobierno español José María Aznar ha mostrado su irritación ante el hecho de que los musulmanes exijan al Papa que se disculpe por haber vinculado la fe coránica y la violencia pero, a cambio, «ningún musulmán pida perdón por conquistar España y estar allí ocho siglos».
Cada cual es muy dueño de tener las opiniones que más le convenzan, o que mejor cuadren a sus intereses. No se le puede pedir a alguien que se identifica con la derecha radical que se muestre ponderado. Otra cosa es cuando ese alguien, que para más inri hace las veces de referente obligado de toda la derecha española, demuestra que es poseedor de una ignorancia de tomo y lomo. De una ignorancia que, además, exhibe con anonadante orgullo.
¡Que los islamistas pidan perdón por conquistar España y quedarse ocho siglos! ¿Y a quién podrían pedírselo? ¿A los descendientes de las poblaciones magdalenienses que invadieron la península al final del cuaternario? ¿Tal vez a los herederos de los fenicios que llegaron hasta Gades, hoy conocida por Cádiz, y allí se quedaron? Quizá les conviniera alcanzar algún tipo de acuerdo con los romanos, que no sólo nos invadieron, sino que nos impusieron su lengua y sus costumbres. Así se repartirían con ellos la culpa. Podrían hacer extensivo el pacto a la parentela de los suevos, vándalos y alanos, que se dejaron caer por aquí allá por el siglo V, y a la de los visigodos, que vinieron tras ellos (y a por ellos).
Los musulmanes no invadieron «España» –lo que hoy entendemos por España, si es que entendemos algo–, por la muy elemental razón de que los reinos malamente asentados en la península ibérica a la altura del año 711 ni constituían ni habían constituido nunca una entidad única y diferenciada. Invadieron una serie de reinos independientes cuyos territorios ni siquiera se circunscribían a los de la España actual, porque llegaban en unos casos más allá de los Pirineos y en otros a las tierras de la actual Portugal. No cabe invadir lo que no existe. Para poder hablar con cierta propiedad de «España» hay que esperar al siglo XV, cuando se produce la unión confederal de los Reyes Católicos. Por lo demás, los musulmanes tampoco se quedaron ocho siglos, no sólo porque ya en el propio siglo VIII y a lo largo del IX tomaron cuerpo en la mitad norte peninsular varios reinos cristianos, por más que enfrentados entre sí (lo mismo que los musulmanes, todo sea dicho), sino también porque bastantes gentes de origen musulmán más o menos remoto se quedaron, muy particularmente en las costas levantinas, tras la conquista cristiana de sus tierras.
José María Aznar está por encima de estos pequeños detalles históricos. Tampoco tiene en cuenta que, si de predominio de los valores de la Razón se habla, aquellos musulmanes «invasores» dieron muestra de mucha más tolerancia y apego al espíritu libre de la Ciencia que sus enemigos cristianos que, en cuanto pudieron, se afiliaron al oscurantismo, instauraron la Inquisición y organizaron feroces persecuciones contra quienes no profesaban su fe.
Solamente alguien que haya forjado sus criterios sobre la Historia de España en la lectura de los tebeos del franquismo, y en particular de «El Guerrero del Antifaz», puede ofrecer una visión tan ridícula, a fuerza de anacrónica, de la presencia musulmana en la península ibérica, ligándola con hechos actuales cuya naturaleza y sentido político-social son por entero diferentes.
Sólo hay algo de común entre el islamismo que vino del otro lado del Estrecho en aquel tiempo pretérito y el islamismo –los islamismos– de nuestro tiempo: Aznar los desconoce todos por igual.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Aznar historiador.
Escrito por: ortiz.2006/09/23 10:45:00 GMT+2
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