2006/12/11 09:15:00 GMT+1
Por muy activo y dispuesto que
se mostrara a lo largo de su carrera de militar golpista, de gobernante sátrapa
y de violador contumaz de los derechos humanos en la más amplia variedad de sus
manifestaciones, Augusto Pinochet Ugarte no pudo encargarse él sólo de poner en
práctica el exterminio de las corrientes
rebeldes y de oposición de izquierdas –miles de asesinados, decenas de miles de
torturados, cientos de miles de forzados al exilio– que el mundo asocia hoy a
su trágico paso por la presidencia de Chile.
No habría podido llevar a cabo su
obra represiva de no haber contado con muchos miles de colaboradores (de
cómplices ejecutores) integrados en el aparato del Estado; con muchos miles de
policías, de militares, de jueces y demás burócratas adictos a la paga
sangrienta.
Se habría visto igualmente ante dificultades muy superiores, tal
vez insuperables, si no hubiera dispuesto del apoyo político y material de los
gobernantes estadounidenses, que le proporcionaron todos los medios necesarios
para montarse un golpe de Estado prêt-à-porter.
He dicho estadounidenses, pero sólo por abreviar: de ese campo formó parte
también la España que le vendió material antidisturbios para que controlara a
un pueblo que no terminaba de ser díscolo. Y el Reino Unido que lo protegió hasta el tramo final de su existencia.
En fin, resulta no menos indudable
que sus designios tampoco habrían tenido ninguna posibilidad de éxito de no gozar
del abundante respaldo político y económico del capitalismo chileno de alto standing y de no descansar en el
amplio colchón social que suelen conferir a los dictadores las clases medias,
atemorizadas por los cambios sociales impulsados por el común del vecindario.
Por decirlo de otro modo: el
pinochetismo respondió al sentir y a los
intereses de una parte (sin duda minoritaria, pero muy amplia) de la
sociedad chilena. En razón de ello, no basta con que Pinochet haya
desaparecido, fulminado por un rayo demorado, para que pueda darse por
enterrado el pinochetismo en tanto que fenómeno político-social. Su reserva espiritual pervive, y de ello
dan testimonio todas esas plañideras enjoyadas que se exhiben ante las cámaras
de televisión para mostrar al mundo todo el dolor que les produce la
desaparición del carnicero.
Todo esto a mí me resulta casi
obvio, pero no parece que le suceda lo mismo a la mayoría de los medios de
comunicación, a juzgar por la insistencia con la que hablan de la gran
importancia, no ya sentimental y simbólica, sino política, que tiene la muerte
del general.
Pinochet fue sólo un peón en el
juego del capitalismo internacional, que cumplió una función relevante cuando
ese enorme entramado de intereses creyó ver en peligro su dominación en una
parte del mundo que en aquel momento tenía no sólo su peso específico, nada
desdeñable, sino también un muy trascendental valor simbólico, deducido del
hecho de que allí el pueblo se estaba enfrentando a la oligarquía no con las
armas, sino con las urnas. Había que acabar con eso «como fuera» –el entonces
embajador de los EUA en Santiago de Chile ha contado que oyó tanto a Richard
Nixon como a Henry Kissinger utilizar esa expresión: «¡Como sea!»– y los
poderosos militares que encabezaba Pinochet resultaron que ni pintiparados para
poner en práctica ese designio.
Pasados los años, reducido a
escombros el movimiento popular, aterrorizada la juventud rebelde de los
setenta por la brutalidad de la represión, empujada buena parte de la nueva
juventud al conformismo y al sálvese quien pueda, encauzada la economía chilena mediante a los dogmas neoliberales del
Fondo Monetario Internacional, Pinochet no sólo dejó de serles necesario, sino
que se convirtió incluso en un obstáculo engorroso para la limpieza de fachada
que precisaba el Estado chileno.
No faltan los que dicen ahora
que el pinochetismo cayó ante los embates de la democracia. Cayó, primera y
principalmente, porque ya no convenía a quienes lo habían promovido. Ahí siguen, de todos modos, los nostálgicos del pinochetismo, por si volvieran a hacerles falta.
Ese tipo de gente, una vez que
consigue que el pueblo vote sin salirse de madre, se convierte en «demócrata de
toda la vida».
Dicho lo cual, no seré yo quien
niegue que el mejor dictador es el dictador muerto.
__________
Nota.– Alguna vez ya he hecho referencia al poema que el cubano Nicolás Guillén escribió cuando se enteró de la muerte del senador estadounidense Eugene McCarthy, cabecilla de la
caza de brujas que se desató en los EUA durante los años 50 en contra de la intelectualidad progresista, acusada de ser comunista o respaldar a los comunistas. Guillén tituló su poema
Pequeña elegía grotesca en la muerte del senador McCarthy y, como supongo que puede expresar muy bien los sentimientos que muchos albergamos hoy tras la muerte de Pinochet, lo copio aquí. Decía:
He aquí al senador McCarthy
muerto en su cama de muerte,
flanqueado por cuatro monos;
he aquí al senador McMono,
muerto en su cama de Carthy
flanqueado por cuatro
buitres;
he aquí al
senador McBuitre
muerto en su cama de mono,
flanqueado por cuatro
yeguas;
he aquí al senador McYegua,
muerto en su cama de buitre,
flanqueado por cuatro ranas:
McCarthy Carthy.
He aquí al senador McDogo,
muerto en su cama de
aullidos,
flanqueado por cuatro gangsters;
he aquí al senador
McGángster,
muerto en su cama de dogo,
flanqueado por cuatro
gritos;
he aquí al senador McGrito,
muerto en su cama de
gángster,
flanqueado por cuatro
plomos;
he aquí al senador McPlomo,
muerto en su cama de
gritos,
flanqueado por cuatro
esputos:
McCarthy Carthy.
He aquí al senador McBomba,
muerto en su cama de
injurias,
flanqueado por cuatro
cerdos;
he aquí al senador McCerdo,
muerto en su cama de bombas,
flanqueado por cuatro
lenguas;
he aquí al senador McLengua,
muerto en su cama de cerdo,
flanqueado por cuatro
víboras;
he aquí al senador McVíbora,
muerto en su cama de
lenguas,
flanqueado por cuatro búhos:
McCarthy Carthy.
He aquí al senador McCarthy,
McCarthy muerto,
muerto McCarthy,
bien muerto y muerto,
amén.
Escrito por: ortiz.2006/12/11 09:15:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/10 08:00:00 GMT+1
Los máximos dirigentes del Partido Popular están muy preocupados porque, por culpa de Rodríguez Zapatero, el Estado español corre el grave peligro de convertirse en «residual». Les inquieta –dicen– la persistente transferencia de competencias de la Administración central a las comunidades autónomas, que vendría dada por la necesidad en que se encuentra el Gobierno socialista de recompensar determinados respaldos parlamentarios y que estaría dejando al Estado sin capacidad para controlar y encauzar de manera efectiva los asuntos de España, considerada en su conjunto.
¿Está perdiendo poder el Estado español? No seré yo quien lo discuta.
Lo pierde de manera constante, en efecto, en dos direcciones.
En primer lugar, ha ido delegando buena parte de sus principales atribuciones a los organismos rectores de la Unión Europea. Hay resortes de poder cuyo control es definitorio de los estados soberanos y que España ha cedido en muy buena medida –y sigue cediendo más y más– a la UE: moneda, fronteras, Defensa, política exterior...
En segundo término, el Estado español ha perdido parcelas muy importantes de su capacidad de intervención sobre la realidad social y de orientación del rumbo de los destinos de nuestra colectividad en razón de su sometimiento a los dictados generales del neoliberalismo, que promueven la conversión creciente y sistemática de las propiedades y poderes públicos en parcelas controladas por el capital privado. Por un capital privado que con frecuencia es trasnacional y, por ello mismo, ajeno a cualquier interés estratégico que escape a la lógica del beneficio de los propietarios y gestores de las empresas beneficiarias de las privatizaciones.
En esos dos sentidos sí puede decirse que el Estado español va haciéndose más y más «residual». Pero por ninguna de esas dos tendencias, bien marcadas, ha mostrado el PP la más mínima preocupación. Al contrario: recuérdese el fervor con el que ha defendido muy recientemente, por cutres criterios de politiquería cateta, el pase de buena parte del sector eléctrico español a manos de una multinacional con sede en Alemania.
Lo único que inquieta al PP es que el Gobierno central pierda competencias en beneficio de las administraciones autónomas. Ahora bien: esa trasferencia de atribuciones sólo puede tomarla como un debilitamiento del Estado alguien que identifique al Estado con la Administración central. Porque lo cierto es que las comunidades autónomas son parte del aparato del Estado.
El PP confunde su concepción del Estado, irremisiblemente centralista, con el Estado mismo. No quiere entender que un Estado federal, cuyo poder unitario nace de la conjunción de los intereses de las partes que lo integran, es tan Estado como cualquier otro. Y, en determinadas condiciones, mejor que cualquier otro.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: ¿Hacia un Estado «residual»?
Escrito por: ortiz.2006/12/10 08:00:00 GMT+1
Etiquetas:
pp
apuntes
capitalismo
zapaterismo
psoe
2006
estado
españa
| Permalink
2006/12/09 06:00:00 GMT+1
Circunstancias
que sí hacen al caso, pero sobre las que me han pedido reserva por razones
personales –demanda que respeto–, me han llevado a repasar un texto que escribí
hace cinco años para esta página web en el que rememoraba varias muertes y reflexionaba
sobre el tan común olvido. Según lo he leído, me he dado cuenta de que podía
haberlo escrito esta misma mañana. Mis sentimientos son hoy los mismos, punto
por punto, que hace un lustro. En sentido y en hondura. Como se trata de impulsos
anímicos que ni pierden ni quiero que pierdan actualidad, reproduzco lo que escribí
entonces. Decía así:
«”Nosotros no olvidamos”.
Las gentes de izquierda tenemos una relación conflictiva con la
memoria. Nos pasamos la vida prometiendo –prometiéndonos– que no vamos a
olvidar.
Se trata por lo común de una memoria que no es memoria, sino deseo de
venganza. Herriak ez du barkatuko («El pueblo no perdonará»), suele
gritarse en Euskadi.
O en Argentina: «Ni olvido ni perdón».
Queremos vengar, sí, pero acabamos olvidando. No sólo olvidamos
nuestros deseos de venganza –tan a menudo imposibles–, sino también a las
víctimas a las que juramos memoria. Y probablemente para bien: el peso del
dolor acumulado podría acabar por resultarnos insoportable.
Hablo en plural, pero la verdad es que no me siento demasiado
concernido por la reflexión. Por alguna razón que desconozco –y que no
vindico–, estoy muy mal dotado para el olvido de las penas.
Yo ya no sé si quiero o no quiero vengar a Aniano Jiménez,
sindicalista cántabro de la HOAC a quien los fascistas arrebataron la vida de
un tiro en Montejurra en 1976 y que murió en mis brazos. Sé que no lo he
olvidado. Recuerdo como si fuera hoy aquel «¡No aviséis a la Policía, que estoy
fichado!», casi tapado por la voz de José Antonio Labordeta, que cantaba a voz
en cuello por los altavoces: «Habrá un día en que todos / al levantar la vista
/ veremos una tierra...».
Pobre Aniano.
Del mismo modo, cada vez que paso por la calle del Padre Larroca, en
San Sebastián, junto al bar Iraeta, recuerdo a Jesús Mari Ripalda, el compañero
al que la Policía mató en el curso de una manifestación contra el proceso de
Burgos, en 1970.
Hubo allí en tiempos una placa conmemorativa. Ya no está.
No me hace falta.
Como no necesito que nadie me recuerde a Miquel Grau cuando camino por
la Plaza de los Luceros, en Alacant. Pegaba carteles convocando a la Diada
cuando un falangista le estrelló una jardinera en la cabeza y acabó con su
vida.
¿Memoria política? No, qué va. Lo mío es amontonar tristezas de toda suerte.
También llagas personales. También males de amor.
Creo que mi memoria es hemofílica: no consigue cicatrizar.
Hace sólo una semana que ha muerto mi madre y ya casi todo el mundo me
invita al olvido. Me da que les sorprende –y que les preocupa– la tenacidad de
mi dolor, vivo como el primer día.
Sé que pasará el tiempo y me haré a la idea. Me acostumbraré también a
esa pena, la mayor de mi vida.
Pero no la olvidaré jamás.
En este caso, además, porque no quiero.»
P. D. Mi madre murió el 9 de
diciembre de 2001. El texto precedente apareció en mi Diario de un resentido social con fecha 17 de diciembre de 2001.
Escrito por: ortiz.2006/12/09 06:00:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/08 07:50:00 GMT+1
Mi capacidad para disentir de lo
que leo en los periódicos empieza con deprimente frecuencia en los propios títulos
y titulares de los artículos y las noticias. A este respecto, la lectura de El País de ayer me resultó, como se dice
ahora venga o no venga a cuento, «paradigmática».
Vía crucis. Primera estación: carta
al director de doña Amparo Rubiales en la que trataba de no muy apasionantes
cuestiones ideológico-gramaticales. La autora hacía involuntaria ostentación de
su perfecta ignorancia del valor concreto de las comas, los puntos y los puntos
y coma, con lo que producía confusiones muy curiosas y divertidas. Empezaba su
exordio diciendo: «Agradezco al académico de la Lengua, don Ignacio Bosque, su
artículo…». De tomarnos en serio su uso de las comas, deberíamos deducir que
esta señora se piensa que la Academia de la Lengua sólo cuenta con un
integrante.
Tampoco estaba nada mal el
titular que mandaba en la página 33,
dentro de la sección de Madrid: «Esta Navidad gastamos menos». Cómo se puede
hablar de la Navidad en presente el día 7 de diciembre es misterio que no nos
descubría el texto.
De todos modos, los dos títulos
que más me llamaron la atención, por aparecer en un lugar de honor del
periódico, eran los que encabezaban los dos artículos de opinión de la página
13. El primero se titulaba «¿Muerta por
nada?» y era obra de André Glucksmann. El segundo, «Guinea es como Cuba: merece una política seria», aparecía firmado
por Juan José Laborda.
El título del artículo de
Glucksmann, cuyo texto está dedicado a evocar la figura de la periodista rusa
Anna Polikóvskaya, recientemente asesinada y ya a punto de caer en el olvido,
es ejemplo de una idea que nos persigue con irritante frecuencia por estos
lares: la presunción –nunca explícitamente defendida, desde luego– de que las
víctimas del terrorismo son voluntarias. Alguien muere por algo cuando acude a
una muerte cierta (por las motivaciones que sea). Los terroristas suicidas, por
ejemplo. O los cristianos que se presentaban a dar fe de su religión ante las
autoridades que la habían proscrito y ejecutaban a quienes la profesaban. Pero
no quienes corren peligro. Alguien que realiza una actividad de riesgo merece
que se le considere valiente; no mártir. Cuando la AVT hace retórica con
preguntas como ésa (una muy reciente: «¿Murió Gregorio Ordóñez para nada?») es
obligatorio responderle que, dado que Ordóñez no murió por expreso deseo suyo, no
cabe conceder a su muerte más sentido que el del único acto deliberado que
comportó: la malhadada voluntad de su asesino. La pregunta que sí tendría
sentido debería partir de ese punto. Sería: «¿Se quedará sin castigo el
asesinato de Gregorio Ordóñez?». Pero, como quiera que el presunto culpable del
crimen lleva ya bastante tiempo en la cárcel, habría que matizarla, dejándola
en: «¿Se quedará sin suficiente castigo
el asesinato de Ordóñez?». Una pregunta de efectos emocionales mucho más
limitados, desde luego.
El título del artículo de Juan
José Laborda es todavía más romo, supongo que por coherencia con su contenido,
dedicado a defender una real politik topiquera.
¡«Guinea es como Cuba: merece una
política seria»! Tendría sentido si el ex presidente del Senado supiera de
algún Estado del mundo que no merezca una política seria. En tal caso, habría
valido la pena dedicar el artículo a exponer esa idea, ciertamente novedosa. Me
imagino el título: «Bhután es como
Kiribati: hagamos con ellos una política risible».
Menos mal que no me da por la
paranoia. Si no, acabaría pensando que hacen los periódicos así con la sádica
intención de amargar la vida ya desde primeras horas de la mañana a quienes nos tomamos el periodismo más a
pecho.
Escrito por: ortiz.2006/12/08 07:50:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/07 09:40:00 GMT+1
Uno de los submitos que integra
el mito global de «nuestra ejemplar Transición» es el que se refiere al
carácter «vanguardista» de la ley suprema española, que fue elaborada por las
Cortes seudoconstituyentes de 1977. La fábula oficial pretende que les salió
una ley tan bien hecha, tan acabada, que no ha habido ninguna necesidad de
retocarla en 28 años. Tratan de demostrar su perfección apelando al hecho de
que, así como las demás constituciones europeas de factura más o menos reciente
han sido reformadas varias veces en las últimas décadas, la española sólo ha necesitado
pequeños retoques, necesarios para eliminar los obstáculos que ponía a lo
acordado en el Tratado de Maastricht.
Es falso. La razón por la que el
establishment español no ha querido
plantearse nunca ninguna reforma seria de
la Constitución de 1978 es por el miedo que siempre ha tenido a que, de ponerse
a enredar en el tinglado político e institucional que montaron entonces –del
que el texto constitucional es expresión–, se viera afectada su estabilidad
general.
En realidad, las constituciones
que demuestran mayor solidez no son las que, como la española, resultan de
mírame y no me toques, sino aquellas que no tienen mayores problemas para
encajar con relativa frecuencia reformas de adaptación a los tiempos cambiantes.
Oí ayer en la radio que Thomas
Jefferson, uno de los redactores de la Declaración de Independencia de los
Estados Unidos de América, sostenía que las leyes que son válidas para una
generación no pueden serlo para la siguiente sin pasar por el proceso de
adaptación correspondiente. Es una idea sensata y, desde luego, nada
revolucionaria: Jefferson pasa por ser el padre
del Partido Republicano estadounidense. Aunque no se haya fijado un número
de años preciso para determinar los saltos generacionales –suelen estar ligados
a acontecimientos y tendencias que provocan cambios en la psicología y las
costumbres de quienes los experimentan de manera más intensa (la juventud, por
lo común)–, de lo que no cabe duda es de que España, en los últimos 28 años,
desde los tiempos marcados por el ocaso del franquismo a los actuales, ha
pasado por varias fases generacionales, sin que sus normas constitucionales se
hayan dado por enteradas.
La Constitución Española no sólo
no es perfecta, sino que tiene defectos estructurales
de mucha importancia. Aunque los haya más llamativos –en el Apunte de ayer señalé varios–, el más
multiforme, el que más y más variadas repercusiones tiene, es, en mi criterio,
el del tipo de organización territorial que establece: la llamada «España de
las autonomías», sistema híbrido y pastelero fabricado mediante la
superposición de opciones centralistas y criterios federalizantes que desde
1978 no ha parado de crear problemas de toda suerte, tanto de puro
funcionamiento (solapamiento de organismos burocráticos centrales y autonómicos
que se disputan las mismas competencias y se neutralizan entre sí, con la
consiguiente ineficacia y el inevitable despilfarro presupuestario) como de mal
encaje entre las aspiraciones políticas de los distintos pueblos sometidos a la
autoridad del Estado (obligados unos a reprimir las suyas, forzados otros a
desarrollar proyectos colectivos cuya necesidad no sentían, de acuerdo con la consabida
fórmula suarista de «café con leche
para todos»).
Hoy publican los periódicos que
Rodríguez Zapatero está dispuesto a examinar las propuestas de retoques al
texto constitucional que plantea el PP. Supongo que será una nueva versión de
su recurrente deseo de dar coba a Rajoy para empujarle hacia posiciones
«moderadas» y evitar que se incline una vez más del lado de los Acebes,
Aguirres y demás Zaplanas. Imagino que acabará como los anteriores. Porque lo
que Rajoy propone no es avanzar, sino retroceder. Los del PP están obsesionados
con que vamos hacia la constitución de un
«Estado residual», problema que sólo existe en sus mentes, en las que el
Estado se identifica con la Administración central. Pero de eso ya trataré
algún día de éstos que vienen, caracterizados por la cosa de que el Niño Dios
es tan pobre que no tiene ni cunita.
Escrito por: ortiz.2006/12/07 09:40:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/06 08:00:00 GMT+1
1978-2006: 28 años de la Constitución Española. A la hora del referéndum convocado para su ratificación, defendí la conveniencia de no votar. Me habría abstenido de todos modos, porque por entonces yo era una especie de sin papeles –tardé años en regularizar del todo mi situación legal tras regresar del exilio: no quería que las autoridades acabaran dándose cuenta de que, entre unas cosas y otras, me había escaqueado de la mili–, pero tampoco habría votado en el caso de haber podido.
Las razones de aquella abstención consciente y muy activa me siguen pareciendo válidas, en conjunto. De un lado, admitía que la nueva ley suprema, viniendo España de donde venía, representaba un avance muy sustancial en cuanto al reconocimiento de derechos y libertades, tanto colectivas como individuales. En función de ello, me parecía inadecuado votar en contra. Pero, a la vez, el texto acordado por el nuevo Parlamento español consagraba un buen puñado de inaceptables limitaciones a la libertad y a la democracia, lo que hacía desaconsejable el voto a favor.
Fueron razones muy similares a las mías las que llevaron a varios partidos vascos con fuerte respaldo social a preconizar la abstención, lo que provocó que en Euskadi ésta alcanzara el 55,35%. En el conjunto español también fue estimable, aunque muy inferior (33%, un 10% más de la registrada en las elecciones de junio de 1977).
Algunos de los aspectos que entonces consideré «inaceptables» no han resistido muy bien el paso de los años. Por ejemplo: ahora me faltaría convencimiento para reclamar que la Constitución no refrendara la apropiación particular de los medios de producción. Tampoco me parece que sea un asunto de mayor importancia: si algún día se reunieran en España las fuerzas sociales necesarias para tratar de superar el sistema capitalista, apuesto cualquier cosa a que el texto constitucional no representaría un problema insalvable. En cambio, sigo pensando que conviene mantener, y bien a la vista, el rechazo a determinados extremos consagrados en esa Constitución, en particular la atribución a las Fuerzas Armadas del papel de garante de la «sagrada unidad de la Patria» (esto es, su conversión en policía interna al servicio de un modelo de Estado retrógrado), la instauración de una Monarquía blindada (impone tal cantidad de condiciones para su eliminación que la vuelve casi imposible, aunque la mayoría lo deseara) y la predeterminación de un sistema electoral que corrige de manera brutal los resultados de la voluntad popular tal como se expresa en las urnas.
Muchos consideran que va siendo hora de hacer algunas reformas a la Constitución. Me parece bien, aunque no vea mayor sentido a algunos de los cambios que bastantes de ellos proponen (por ejemplo, la broma ésa de mal gusto que pretende instaurar la igualdad de derechos en la herencia del trono pero mantener la preeminencia de la sangre real en la designación del Jefe del Estado). La ventaja que veo a esos afanes reformistas es que, una vez planteada una posible reforma de la Constitución, nada impedirá que se pueda hablar de otras. Aunque sea con casi tres décadas de retraso.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: La Constitución reformable.
Escrito por: ortiz.2006/12/06 08:00:00 GMT+1
Etiquetas:
jor
españa
apuntes
euskal_herria
constitución
2006
euskadi
| Permalink
2006/12/05 08:10:00 GMT+1
En los últimos tiempos he visto
(¿o habré de decir «visionado», para estar a la moda?) un par de películas que
me han llamado mucho la atención, no por su calidad –que la tienen– sino por su
rareza. La primera me llegó con retraso y en vídeo, ya hace algún tiempo: se
trata de Das Boot («El submarino»,
1981). La segunda, Der Untergang («El
hundimiento», 2004).
La primera particularidad que
presentan ambas es que en ellas los nazis hablan en alemán. Ya me había
acostumbrado a que en el cine los servidores del III Reich hablaran en inglés
o, alternativamente, en castellano, salvo algunas expresiones sueltas, como «Heil Hitler», «Mein Fhürer» o «Sagen sie ja!» («¡Diga sí!»),
arrastrando mucho las erres, eso sí.
La segunda rareza que comparten es
que en ellas aparecen servidores del imperio alemán que tienen aspecto bastante
normal. En El hundimiento, no sólo tiene aspecto normal la gente normal, sino que
incluso los más altos dirigentes nazis, incluyendo el propio Adolf Hitler,
parecen de carne y hueso.
Lo peor y más perverso que ha
tenido toda la filmografía estadounidense sobre la II Guerra Mundial (que viene
a acaparar el 95% de la filmografía planetaria sobre el acontecimiento) es que
nos presenta a unos nazis no sólo malos-malísimos, sino también locos de atar.
Si los nazis hubieran sido así, si se hubieran pasado la vida dando gritos,
poniendo cara de sádicos perdidos y maltratando a las mujeres y los niños en
público, hasta el más tonto del pueblo más insulso del planeta se habría dado
cuenta de que con ellos no había nada que hacer. Huelga decir que en realidad
no eran así. Los había que presentaban un aspecto interesante, simpático y
atractivo, que eran cultos, que parecían estar animados por ideales no
necesariamente perversos y que, en suma, no tenían peor aspecto que sus
homólogos británicos, norteamericanos o rusos. Que eran muy de derechas no
cabía ninguna duda, pero tampoco parecían ser muy de izquierdas, precisamente,
los Churchill, Chamberlain y Truman del momento. Tanta era su similitud
ideológica de fondo que, aunque ahora pretenda ocultarse, el hecho histórico es
que muchos de ellos y bastantes de sus compatriotas simpatizaron visiblemente
con la causa nazi, antes de que el choque entre sus respectivas ambiciones los
abocara a la guerra. Es sabido que el abuelo de George W. Bush –y es sólo un
ejemplo de los muchos que podrían ponerse– llegó a aportar fondos para el
sostenimiento del nacional-socialismo en sus años emergentes, cuando todos los
anticomunistas del mundo lo veían como un valladar frente al avance de la URSS
y la III Internacional. Las compañías petroleras de Texas –es otro ejemplo, o
quizá el mismo– facilitaron a la aviación franquista, y a precio de amigo, todo
el combustible que necesitó para el funcionamiento de sus cazas y sus
bombarderos.
Una de las razones que explican
que buena parte de la opinión pública occidental sea incapaz de poner en el
mismo plano el comportamiento de algunos ejércitos invasores actuales con el
que tuvieron las tropas del III Reich es que los soldados de la U.S. Army o del
Tzaal tienen aspecto más o menos humano, en tanto los de la Wehrmacht presentaban un aire inconfundible de
malas bestias (o, alternativamente, de marionetas que se hacían matar por
centenares sin siquiera enterarse de su papel de carne de cañón).
Los «malos de película» no
existen, salvo como especímenes aislados. Esperar a que los malos realmente existentes tengan aspecto de
malos de película ayuda a no identificarlos. Que es lo que le pasó a buena
parte del pueblo alemán con sus gobernantes nazis.
Escrito por: ortiz.2006/12/05 08:10:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/04 04:45:00 GMT+1
Algunos políticos están tan
convencidos de la incondicionalidad de sus fieles y de la impermeabilidad de
sus hostiles que desdeñan por completo la calidad de sus argumentos. Dicen lo
que sea, por absurdo, insustancial o inconsistente que resulte, convencidos de
que a todo el mundo le da igual, porque cada cual ha tomado partido de
antemano, sin esperar a oír las razones –o las sinrazones– que ellos puedan
aducir en defensa de sus criterios.
Tomo dos ejemplos recientes.
El primero, el de José María
Aznar argumentando –es un decir– que lo que él hizo en su día durante la tregua
de ETA que le tocó afrontar no tiene nada que ver con lo que está haciendo ahora
Rodríguez Zapatero, porque éste ha llegado a acuerdos con la organización
terrorista y ha emprendido una negociación política con ella. No respalda su
acusación en nada que se parezca a una prueba: se limita a tomar como hechos lo
que no son sino hipótesis que manejan como dogma de fe algunos agitadores mediáticos de su propia cuerda. Y, a
quienes le reprochan que él hizo más «gestos de buena voluntad» hacia ETA que
los realizados hasta ahora por Zapatero, que no ha hecho ninguno –él acercó a
Euskadi a bastantes presos, amén de revolucionar la terminología oficial
española llamando a ETA «movimiento de liberación»–, responde: «¡A mí, que me
dejen en paz!». Como si no reparara en que una petición así, que sería
comprensible en alguien retirado por completo de la actividad política, resulta
del todo estrafalaria en boca de quien sigue en el centro mismo de la escena,
pontificando sobre cuanto se le pone por delante y repartiendo parabienes y
anatemas a diestro y (sobre todo) a siniestro. ¿Por qué habrían de dejarle en
paz a él aquellos a los que él no deja en paz ni por descuido?
Tentado estoy de decir que no
cabe tomar como argumentos ese puñado de excusas, tan torpes y tan mal hiladas,
pero no lo diré, porque sí cabe: sus seguidores las han aplaudido cual si
aportaran la prueba irrefutable de la fina inteligencia y la astucia polémica
del ex presidente del Gobierno.
Otro ejemplo, tomado éste del
otro extremo del panorama político, es el que ha aportado el co portavoz de
Batasuna Joseba Permach argumentando –es otro decir– que las detenciones de
presuntos miembros de ETA realizadas estos últimos días en el sur de Francia
«no contribuyen al proceso» (de paz, se entiende). Estamos en las mismas. ¿Pretende
Permach que consideremos que el robo de 350 armas cortas y abundante munición
es una mera circunstancia periférica, ajena al proceso, y que los estados
español y francés deberían hacer la vista gorda ante sucesos como ése, para no
entorpecer el diálogo? ¿Querrá que aceptemos que ETA es libre de hacer lo que
tenga a bien, lo mismo que sus simpatizantes, que pueden atacar e incendiar los
locales de los partidos a los que la izquierda abertzale llama a negociar, y
que a éstos no les corresponde sino guardar silencio y quedarse mano sobre
mano? Sí, en efecto: eso es lo que pretende y lo que quiere. Y lo que consigue
que acepten y crean sus incondicionales. O por lo menos es lo que aparentan.
No sé cuántos seremos, pero
quedamos algunos que nos negamos a acercarnos a los hechos con el juicio previo
de que, si son obra de Tales, no pueden sino estar bien, y si son cosa de
Cuales, mal, o al revés, y que seguimos empeñados en considerar las razones
alegadas por cada uno, para ver lo que de correcto o de falsario puedan
contener. Así, cuando nos topamos con argumentaciones del estilo de las que hoy
he comentado, concluimos que o nos toman por imbéciles o nos presuponen cegados
por el fanatismo, como tantos otros. Y no.
Escrito por: ortiz.2006/12/04 04:45:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
2006/12/03 10:45:00 GMT+1
La aprobación en el Parlamento vasco de una iniciativa que insta al Gobierno español a reconocer la existencia de torturas realizadas por agentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado y a poner los medios para acabar con ellas ha suscitado la indignación de los dos partidos con mayor representación en las Cortes Españolas. Tanto el PSOE como el PP rechazan que en España se produzcan torturas policiales y consideran que la demanda del Parlamento vasco, que propugna también la desaparición de la Audiencia Nacional, pretende el desprestigio de la lucha antiterrorista y hace el juego a la estrategia de ETA.
Los sucesivos gobiernos de Madrid han negado siempre y con total rotundidad la existencia de torturas policiales en España. No habiendo torturas, va de suyo que carece de sentido perseguirlas. Según los portavoces oficiales y los partidos políticos que asumen sus argumentos, los detenidos por casos de terrorismo alegan sistemáticamente que han sufrido torturas porque han sido instruidos para ello, para tratar de desprestigiar al Estado y como instrumento para su propia defensa ante los tribunales.
Sin embargo, hay razones sólidas para dudar de la veracidad de la posición oficial española. Existen informes de Amnistía Internacional (AI), del relator del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas y del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, ninguno de los cuales es sospechoso de estar a las órdenes de ETA, que avalan el punto de vista contrario. Tampoco parece que quepa atribuir complicidad con el terrorismo a los propios tribunales españoles, que han dictado 450 sentencias por torturas y malos tratos severos entre 1980 y 2004. El relator de la ONU ha afirmado que las denuncias de malos tratos «no se pueden considerar una invención» y que, si bien la tortura en España «no constituye una práctica regular», su frecuencia es «más que esporádica e incidental» (El Mundo, 6 de marzo de 2004). AI ha llamado la atención sobre el hecho de que los procedimientos judiciales por delitos de torturas tardan en España entre 12 y 15 años en sustanciarse, con lo que no pocos de ellos prescriben, y sobre el dato, no menos reseñable, de que los pocos policías que han sido condenados por delitos de este género han sido indultados.
Las organizaciones internacionales han señalado repetidamente a las autoridades españolas las dos medidas que deben adoptar para que la tortura se vuelva imposible o, en el peor de los casos, inútil: acabar con el régimen de incomunicación de los detenidos, que actualmente puede durar hasta 13 días, y ordenar que todos los interrogatorios sean grabados en vídeo bajo control judicial, de modo que carezca de valor cualquier confesión o imputación que no sea presentable, dicho sea en todos los sentidos de la palabra.
Pero los gobernantes españoles no quieren saber nada de eso. No lo saben, pero ellos sí que hacen el juego a la estrategia de ETA.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El juego de ETA.
Escrito por: ortiz.2006/12/03 10:45:00 GMT+1
Etiquetas:
psoe
tortura
españa
apuntes
pp
eta
euskal_herria
amnistía_internacional
2006
euskadi
| Permalink
2006/12/02 05:00:00 GMT+1
El relator de las Naciones
Unidas para asuntos de vivienda, Miloon Kothari, que ha concluido su viaje por
España dedicado al estudio del problema de la vivienda, ha dado a conocer un
avance de las conclusiones clave a las que ha llegado, sobre las que construirá
un informe exhaustivo que entregará en al Consejo de la ONU y al Gobierno de
Madrid en el plazo de tres meses.
Kothari, confirmando los datos
que vienen proporcionando desde hace tiempo diversas plataformas ciudadanas,
afirma que en España hay una «especulación urbanística desenfrenada» y que el
problema de de la vivienda que padece aquí la población es «el más grave de
Europa y uno de los mayores del mundo». Según su apreciación, entre el 20% y el
25% de la ciudadanía española no puede acceder a una vivienda, ni de venta ni
de alquiler, porque sus ingresos son insuficientes para afrontar los precios
que rigen en ambos mercados.
Escribí el jueves sobre algunos
de los muchísimos aspectos que presenta entre nosotros este problema de primera
magnitud, verdaderamente dramático. Como es lógico –el tamaño de una columna de
prensa da para lo que da–, hube de prescindir de muchos datos y de aún más
consideraciones. Lamenté, en particular, no tener espacio para referirme al
problema de los alquileres y al tópico que pretende que los españoles son «más
dados» a la compra que al alquiler, como si fuera una particularidad de la
idiosincrasia local. Me hubiera gustado tener espacio para llamar la atención
sobre el hecho de que muchos alquileres mensuales salen por un precio parecido
al del pago de una hipoteca, lo que incita, lógicamente, a preferir la compra
al alquiler. Y habría tratado de describir la pinza que se forma por la
confluencia de dos factores opuestos: de un lado, el poco interés que tienen
algunos propietarios en alquilar sus viviendas –pretenden que están
insuficientemente protegidos contra los inquilinos problemáticos, especialmente
los morosos–, y, del otro, lo poco y mal defendidos que están los inquilinos
por una ley que concede plena libertad a los dueños de los pisos para rescindir
el contrato al cabo de cinco años y subir el precio del alquiler muy por encima
del IPC acumulado durante el lustro. En esas condiciones, la cuestión no es a
qué «son dados» los ciudadanos de este país, sino qué se ven impelidos a hacer,
dadas las circunstancias.
Hay otro asunto que me parece
también digno de mención, éste por lo problemático que resulta. Me refiero a la
posibilidad de que se emprendieran reformas legales eficaces que forzaran un
descenso del precio de las viviendas. ¿Cuál sería la reacción de los cientos de
miles, de los millones de personas que compraron en su día su casa a un precio
exorbitante, cuando se vieran ante un proyecto de ley que, de aprobarse, haría
que aquello por lo que pagaron 60 se encaminase rápidamente a valer 40, o 30, por ejemplo, lo que les llevaría a
perder muy buena parte del dinero que desembolsaron (o que siguen desembolsando
todavía)? Porque a ellos seguro que les pareció un abuso que les pidieran 60,
pero ahora, una vez pagados los 60 o en trance de hacerlo, son los primeros
interesados en que siga valiendo 60, o más, a poder ser.
¡Reformar la legislación sobre
vivienda! ¡Ahí es nada! Quien osara pretenderlo se enteraría enseguida de lo
que es saltar chispas.
Y, sin embargo, urge hacerlo.
Escrito por: ortiz.2006/12/02 05:00:00 GMT+1
Etiquetas:
| Permalink
Siguientes entradas
Entradas anteriores