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2006/12/11 09:15:00 GMT+1

Pinochet ya estaba muerto

Por muy activo y dispuesto que se mostrara a lo largo de su carrera de militar golpista, de gobernante sátrapa y de violador contumaz de los derechos humanos en la más amplia variedad de sus manifestaciones, Augusto Pinochet Ugarte no pudo encargarse él sólo de poner en práctica el  exterminio de las corrientes rebeldes y de oposición de izquierdas –miles de asesinados, decenas de miles de torturados, cientos de miles de forzados al exilio– que el mundo asocia hoy a su trágico paso por la presidencia de Chile.

No habría podido llevar a cabo su obra represiva de no haber contado con muchos miles de colaboradores (de cómplices ejecutores) integrados en el aparato del Estado; con muchos miles de policías, de militares, de jueces y demás burócratas adictos a la paga sangrienta.

Se habría visto igualmente ante dificultades muy superiores, tal vez insuperables, si no hubiera dispuesto del apoyo político y material de los gobernantes estadounidenses, que le proporcionaron todos los medios necesarios para montarse un golpe de Estado prêt-à-porter. He dicho estadounidenses, pero sólo por abreviar: de ese campo formó parte también la España que le vendió material antidisturbios para que controlara a un pueblo que no terminaba de ser díscolo. Y el Reino Unido que lo protegió hasta el tramo final de su existencia.

En fin, resulta no menos indudable que sus designios tampoco habrían tenido ninguna posibilidad de éxito de no gozar del abundante respaldo político y económico del capitalismo chileno de alto standing y de no descansar en el amplio colchón social que suelen conferir a los dictadores las clases medias, atemorizadas por los cambios sociales impulsados por el común del vecindario.

Por decirlo de otro modo: el pinochetismo respondió al sentir y a los intereses de una parte (sin duda minoritaria, pero muy amplia) de la sociedad chilena. En razón de ello, no basta con que Pinochet haya desaparecido, fulminado por un rayo demorado, para que pueda darse por enterrado el pinochetismo en tanto que fenómeno político-social. Su reserva espiritual pervive, y de ello dan testimonio todas esas plañideras enjoyadas que se exhiben ante las cámaras de televisión para mostrar al mundo todo el dolor que les produce la desaparición del carnicero.

Todo esto a mí me resulta casi obvio, pero no parece que le suceda lo mismo a la mayoría de los medios de comunicación, a juzgar por la insistencia con la que hablan de la gran importancia, no ya sentimental y simbólica, sino política, que tiene la muerte del general.

Pinochet fue sólo un peón en el juego del capitalismo internacional, que cumplió una función relevante cuando ese enorme entramado de intereses creyó ver en peligro su dominación en una parte del mundo que en aquel momento tenía no sólo su peso específico, nada desdeñable, sino también un muy trascendental valor simbólico, deducido del hecho de que allí el pueblo se estaba enfrentando a la oligarquía no con las armas, sino con las urnas. Había que acabar con eso «como fuera» –el entonces embajador de los EUA en Santiago de Chile ha contado que oyó tanto a Richard Nixon como a Henry Kissinger utilizar esa expresión: «¡Como sea!»– y los poderosos militares que encabezaba Pinochet resultaron que ni pintiparados para poner en práctica ese designio.

Pasados los años, reducido a escombros el movimiento popular, aterrorizada la juventud rebelde de los setenta por la brutalidad de la represión, empujada buena parte de la nueva juventud al conformismo y al sálvese quien pueda, encauzada la economía chilena mediante a los dogmas neoliberales del Fondo Monetario Internacional, Pinochet no sólo dejó de serles necesario, sino que se convirtió incluso en un obstáculo engorroso para la limpieza de fachada que precisaba el Estado chileno.

No faltan los que dicen ahora que el pinochetismo cayó ante los embates de la democracia. Cayó, primera y principalmente, porque ya no convenía a quienes lo habían promovido. Ahí siguen, de todos modos, los nostálgicos del pinochetismo, por si volvieran a hacerles falta.

Ese tipo de gente, una vez que consigue que el pueblo vote sin salirse de madre, se convierte en «demócrata de toda la vida».

Dicho lo cual, no seré yo quien niegue que el mejor dictador es el dictador muerto.

__________

Nota.– Alguna vez ya he hecho referencia al poema que el cubano Nicolás Guillén escribió cuando se enteró de la muerte del senador estadounidense Eugene McCarthy, cabecilla de la caza de brujas que se desató en los EUA durante los años 50 en contra de la intelectualidad progresista, acusada de ser comunista o respaldar a los comunistas. Guillén tituló su poema Pequeña elegía grotesca en la muerte del senador McCarthy y, como supongo que puede expresar muy bien los sentimientos que muchos albergamos hoy tras la muerte de Pinochet, lo copio aquí. Decía:

He aquí al senador McCarthy
muerto en su cama de muerte,
flanqueado por cuatro monos;
he aquí al senador McMono,
muerto en su cama de Carthy
flanqueado por cuatro buitres;
he aquí al senador McBuitre
muerto en su cama de mono,
flanqueado por cuatro yeguas;
he aquí al senador McYegua,
muerto en su cama de buitre,
flanqueado por cuatro ranas:
McCarthy Carthy.

He aquí al senador McDogo,
muerto en su cama de aullidos,
flanqueado por cuatro gangsters;
he aquí al senador McGángster,
muerto en su cama de dogo,
flanqueado por cuatro gritos;
he aquí al senador McGrito,
muerto en su cama de gángster,
flanqueado por cuatro plomos;
he aquí al senador McPlomo,
 muerto en su cama de gritos,
flanqueado por cuatro esputos:
McCarthy Carthy.

 He aquí al senador McBomba,
muerto en su cama de injurias,
flanqueado por cuatro cerdos;
he aquí al senador McCerdo,
muerto en su cama de bombas,
flanqueado por cuatro lenguas;
he aquí al senador McLengua,
muerto en su cama de cerdo,
flanqueado por cuatro víboras;
he aquí al senador McVíbora,
muerto en su cama de lenguas,
flanqueado por cuatro búhos:
McCarthy Carthy.

He aquí al senador McCarthy,
McCarthy muerto,
muerto McCarthy,
bien muerto y muerto,
amén.

Escrito por: ortiz.2006/12/11 09:15:00 GMT+1
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2006/12/10 08:00:00 GMT+1

¿Hacia un Estado «residual»?

Los máximos dirigentes del Partido Popular están muy preocupados porque, por culpa de Rodríguez Zapatero, el Estado español corre el grave peligro de convertirse en «residual». Les inquieta –dicen– la persistente transferencia de competencias de la Administración central a las comunidades autónomas, que vendría dada por la necesidad en que se encuentra el Gobierno socialista de recompensar determinados respaldos parlamentarios y que estaría dejando al Estado sin capacidad para controlar y encauzar de manera efectiva los asuntos de España, considerada en su conjunto.

¿Está perdiendo poder el Estado español? No seré yo quien lo discuta.

Lo pierde de manera constante, en efecto, en dos direcciones.

En primer lugar, ha ido delegando buena parte de sus principales atribuciones a los organismos rectores de la Unión Europea. Hay resortes de poder cuyo control es definitorio de los estados soberanos y que España ha cedido en muy buena medida –y sigue cediendo más y más– a la UE: moneda, fronteras, Defensa, política exterior...

En segundo término, el Estado español ha perdido parcelas muy importantes de su capacidad de intervención sobre la realidad social y de orientación del rumbo de los destinos de nuestra colectividad en razón de su sometimiento a los dictados generales del neoliberalismo, que promueven la conversión creciente y sistemática de las propiedades y poderes públicos en parcelas controladas por el capital privado. Por un capital privado que con frecuencia es trasnacional y, por ello mismo, ajeno a cualquier interés estratégico que escape a la lógica del beneficio de los propietarios y gestores de las empresas beneficiarias de las privatizaciones.

En esos dos sentidos sí puede decirse que el Estado español va haciéndose más y más «residual». Pero por ninguna de esas dos tendencias, bien marcadas, ha mostrado el PP la más mínima preocupación. Al contrario: recuérdese el fervor con el que ha defendido muy recientemente, por cutres criterios de politiquería cateta, el pase de buena parte del sector eléctrico español a manos de una multinacional con sede en Alemania.

Lo único que inquieta al PP es que el Gobierno central pierda competencias en beneficio de las administraciones autónomas. Ahora bien: esa trasferencia de atribuciones sólo puede tomarla como un debilitamiento del Estado alguien que identifique al Estado con la Administración central. Porque lo cierto es que las comunidades autónomas son parte del aparato del Estado.

El PP confunde su concepción del Estado, irremisiblemente centralista, con el Estado mismo. No quiere entender que un Estado federal, cuyo poder unitario nace de la conjunción de los intereses de las partes que lo integran, es tan Estado como cualquier otro. Y, en determinadas condiciones, mejor que cualquier otro.

Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: ¿Hacia un Estado «residual»?

Escrito por: ortiz.2006/12/10 08:00:00 GMT+1
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2006/12/09 06:00:00 GMT+1

Yo no olvido

Circunstancias que sí hacen al caso, pero sobre las que me han pedido reserva por razones personales –demanda que respeto–, me han llevado a repasar un texto que escribí hace cinco años para esta página web en el que rememoraba varias muertes y reflexionaba sobre el tan común olvido. Según lo he leído, me he dado cuenta de que podía haberlo escrito esta misma mañana. Mis sentimientos son hoy los mismos, punto por punto, que hace un lustro. En sentido y en hondura. Como se trata de impulsos anímicos que ni pierden ni quiero que pierdan actualidad, reproduzco lo que escribí entonces. Decía así:

«”Nosotros no olvidamos”.

Las gentes de izquierda tenemos una relación conflictiva con la memoria. Nos pasamos la vida prometiendo –prometiéndonos– que no vamos a olvidar.

Se trata por lo común de una memoria que no es memoria, sino deseo de venganza. Herriak ez du barkatuko («El pueblo no perdonará»), suele gritarse en Euskadi.

O en Argentina: «Ni olvido ni perdón».

Queremos vengar, sí, pero acabamos olvidando. No sólo olvidamos nuestros deseos de venganza –tan a menudo imposibles–, sino también a las víctimas a las que juramos memoria. Y probablemente para bien: el peso del dolor acumulado podría acabar por resultarnos insoportable.

Hablo en plural, pero la verdad es que no me siento demasiado concernido por la reflexión. Por alguna razón que desconozco –y que no vindico–, estoy muy mal dotado para el olvido de las penas.

Yo ya no sé si quiero o no quiero vengar a Aniano Jiménez, sindicalista cántabro de la HOAC a quien los fascistas arrebataron la vida de un tiro en Montejurra en 1976 y que murió en mis brazos. Sé que no lo he olvidado. Recuerdo como si fuera hoy aquel «¡No aviséis a la Policía, que estoy fichado!», casi tapado por la voz de José Antonio Labordeta, que cantaba a voz en cuello por los altavoces: «Habrá un día en que todos / al levantar la vista / veremos una tierra...».

Pobre Aniano.

Del mismo modo, cada vez que paso por la calle del Padre Larroca, en San Sebastián, junto al bar Iraeta, recuerdo a Jesús Mari Ripalda, el compañero al que la Policía mató en el curso de una manifestación contra el proceso de Burgos, en 1970.

Hubo allí en tiempos una placa conmemorativa. Ya no está.

No me hace falta.

Como no necesito que nadie me recuerde a Miquel Grau cuando camino por la Plaza de los Luceros, en Alacant. Pegaba carteles convocando a la Diada cuando un falangista le estrelló una jardinera en la cabeza y acabó con su vida.

¿Memoria política? No, qué va. Lo mío es amontonar tristezas de toda suerte. También llagas personales. También males de amor.

Creo que mi memoria es hemofílica: no consigue cicatrizar.

Hace sólo una semana que ha muerto mi madre y ya casi todo el mundo me invita al olvido. Me da que les sorprende –y que les preocupa– la tenacidad de mi dolor, vivo como el primer día.

Sé que pasará el tiempo y me haré a la idea. Me acostumbraré también a esa pena, la mayor de mi vida.

Pero no la olvidaré jamás.

En este caso, además, porque no quiero.»

P. D. Mi madre murió el 9 de diciembre de 2001. El texto precedente apareció en mi Diario de un resentido social con fecha 17 de diciembre de 2001.

Escrito por: ortiz.2006/12/09 06:00:00 GMT+1
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2006/12/08 07:50:00 GMT+1

Va de titulares

Mi capacidad para disentir de lo que leo en los periódicos empieza con deprimente frecuencia en los propios títulos y titulares de los artículos y las noticias. A este respecto, la lectura de El País de ayer me resultó, como se dice ahora venga o no venga a cuento, «paradigmática».

Vía crucis. Primera estación: carta al director de doña Amparo Rubiales en la que trataba de no muy apasionantes cuestiones ideológico-gramaticales. La autora hacía involuntaria ostentación de su perfecta ignorancia del valor concreto de las comas, los puntos y los puntos y coma, con lo que producía confusiones muy curiosas y divertidas. Empezaba su exordio diciendo: «Agradezco al académico de la Lengua, don Ignacio Bosque, su artículo…». De tomarnos en serio su uso de las comas, deberíamos deducir que esta señora se piensa que la Academia de la Lengua sólo cuenta con un integrante.

Tampoco estaba nada mal el titular que mandaba en la página 33, dentro de la sección de Madrid: «Esta Navidad gastamos menos». Cómo se puede hablar de la Navidad en presente el día 7 de diciembre es misterio que no nos descubría el texto.

De todos modos, los dos títulos que más me llamaron la atención, por aparecer en un lugar de honor del periódico, eran los que encabezaban los dos artículos de opinión de la página 13. El primero se titulaba «¿Muerta por nada?» y era obra de André Glucksmann. El segundo, «Guinea es como Cuba: merece una política seria», aparecía firmado por Juan José Laborda.

El título del artículo de Glucksmann, cuyo texto está dedicado a evocar la figura de la periodista rusa Anna Polikóvskaya, recientemente asesinada y ya a punto de caer en el olvido, es ejemplo de una idea que nos persigue con irritante frecuencia por estos lares: la presunción –nunca explícitamente defendida, desde luego– de que las víctimas del terrorismo son voluntarias. Alguien muere por algo cuando acude a una muerte cierta (por las motivaciones que sea). Los terroristas suicidas, por ejemplo. O los cristianos que se presentaban a dar fe de su religión ante las autoridades que la habían proscrito y ejecutaban a quienes la profesaban. Pero no quienes corren peligro. Alguien que realiza una actividad de riesgo merece que se le considere valiente; no mártir. Cuando la AVT hace retórica con preguntas como ésa (una muy reciente: «¿Murió Gregorio Ordóñez para nada?») es obligatorio responderle que, dado que Ordóñez no murió por expreso deseo suyo, no cabe conceder a su muerte más sentido que el del único acto deliberado que comportó: la malhadada voluntad de su asesino. La pregunta que sí tendría sentido debería partir de ese punto. Sería: «¿Se quedará sin castigo el asesinato de Gregorio Ordóñez?». Pero, como quiera que el presunto culpable del crimen lleva ya bastante tiempo en la cárcel, habría que matizarla, dejándola en: «¿Se quedará sin suficiente castigo el asesinato de Ordóñez?». Una pregunta de efectos emocionales mucho más limitados, desde luego.

El título del artículo de Juan José Laborda es todavía más romo, supongo que por coherencia con su contenido, dedicado a defender una real politik topiquera. ¡«Guinea es como Cuba: merece una política seria»! Tendría sentido si el ex presidente del Senado supiera de algún Estado del mundo que no merezca una política seria. En tal caso, habría valido la pena dedicar el artículo a exponer esa idea, ciertamente novedosa. Me imagino el título: «Bhután es como Kiribati: hagamos con ellos una política risible».

Menos mal que no me da por la paranoia. Si no, acabaría pensando que hacen los periódicos así con la sádica intención de amargar la vida ya desde primeras horas de la mañana  a quienes nos tomamos el periodismo más a pecho.

Escrito por: ortiz.2006/12/08 07:50:00 GMT+1
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2006/12/07 09:40:00 GMT+1

La Constitución (y 2)

Uno de los submitos que integra el mito global de «nuestra ejemplar Transición» es el que se refiere al carácter «vanguardista» de la ley suprema española, que fue elaborada por las Cortes seudoconstituyentes de 1977. La fábula oficial pretende que les salió una ley tan bien hecha, tan acabada, que no ha habido ninguna necesidad de retocarla en 28 años. Tratan de demostrar su perfección apelando al hecho de que, así como las demás constituciones europeas de factura más o menos reciente han sido reformadas varias veces en las últimas décadas, la española sólo ha necesitado pequeños retoques, necesarios para eliminar los obstáculos que ponía a lo acordado en el Tratado de Maastricht.

Es falso. La razón por la que el establishment español no ha querido plantearse nunca ninguna reforma seria de la Constitución de 1978 es por el miedo que siempre ha tenido a que, de ponerse a enredar en el tinglado político e institucional que montaron entonces –del que el texto constitucional es expresión–, se viera afectada su estabilidad general.

En realidad, las constituciones que demuestran mayor solidez no son las que, como la española, resultan de mírame y no me toques, sino aquellas que no tienen mayores problemas para encajar con relativa frecuencia reformas de adaptación a los tiempos cambiantes.

Oí ayer en la radio que Thomas Jefferson, uno de los redactores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, sostenía que las leyes que son válidas para una generación no pueden serlo para la siguiente sin pasar por el proceso de adaptación correspondiente. Es una idea sensata y, desde luego, nada revolucionaria: Jefferson pasa por ser el padre del Partido Republicano estadounidense. Aunque no se haya fijado un número de años preciso para determinar los saltos generacionales –suelen estar ligados a acontecimientos y tendencias que provocan cambios en la psicología y las costumbres de quienes los experimentan de manera más intensa (la juventud, por lo común)–, de lo que no cabe duda es de que España, en los últimos 28 años, desde los tiempos marcados por el ocaso del franquismo a los actuales, ha pasado por varias fases generacionales, sin que sus normas constitucionales se hayan dado por enteradas.

La Constitución Española no sólo no es perfecta, sino que tiene defectos estructurales de mucha importancia. Aunque los haya más llamativos –en el Apunte de ayer señalé varios–, el más multiforme, el que más y más variadas repercusiones tiene, es, en mi criterio, el del tipo de organización territorial que establece: la llamada «España de las autonomías», sistema híbrido y pastelero fabricado mediante la superposición de opciones centralistas y criterios federalizantes que desde 1978 no ha parado de crear problemas de toda suerte, tanto de puro funcionamiento (solapamiento de organismos burocráticos centrales y autonómicos que se disputan las mismas competencias y se neutralizan entre sí, con la consiguiente ineficacia y el inevitable despilfarro presupuestario) como de mal encaje entre las aspiraciones políticas de los distintos pueblos sometidos a la autoridad del Estado (obligados unos a reprimir las suyas, forzados otros a desarrollar proyectos colectivos cuya necesidad no sentían, de acuerdo con la consabida fórmula suarista de  «café con leche para todos»).

Hoy publican los periódicos que Rodríguez Zapatero está dispuesto a examinar las propuestas de retoques al texto constitucional que plantea el PP. Supongo que será una nueva versión de su recurrente deseo de dar coba a Rajoy para empujarle hacia posiciones «moderadas» y evitar que se incline una vez más del lado de los Acebes, Aguirres y demás Zaplanas. Imagino que acabará como los anteriores. Porque lo que Rajoy propone no es avanzar, sino retroceder. Los del PP están obsesionados con que vamos hacia la constitución de un  «Estado residual», problema que sólo existe en sus mentes, en las que el Estado se identifica con la Administración central. Pero de eso ya trataré algún día de éstos que vienen, caracterizados por la cosa de que el Niño Dios es tan pobre que no tiene ni cunita.

Escrito por: ortiz.2006/12/07 09:40:00 GMT+1
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2006/12/06 08:00:00 GMT+1

La Constitución

1978-2006: 28 años de la Constitución Española. A la hora del referéndum convocado para su ratificación, defendí la conveniencia de no votar. Me habría abstenido de todos modos, porque por entonces yo era una especie de sin papeles –tardé años en regularizar del todo mi situación legal tras regresar del exilio: no quería que las autoridades acabaran dándose cuenta de que, entre unas cosas y otras, me había escaqueado de la mili–, pero tampoco habría votado en el caso de haber podido.

Las razones de aquella abstención consciente y muy activa me siguen pareciendo válidas, en conjunto. De un lado, admitía que la nueva ley suprema, viniendo España de donde venía, representaba un avance muy sustancial en cuanto al reconocimiento de derechos y libertades, tanto colectivas como individuales. En función de ello, me parecía inadecuado votar en contra. Pero, a la vez, el texto acordado por el nuevo Parlamento español consagraba un buen puñado de inaceptables limitaciones a la libertad y a la democracia, lo que hacía desaconsejable el voto a favor.

Fueron razones muy similares a las mías las que llevaron a varios partidos vascos con fuerte respaldo social a preconizar la abstención, lo que provocó que en Euskadi ésta alcanzara el 55,35%. En el conjunto español también fue estimable, aunque muy inferior (33%, un 10% más de la registrada en las elecciones de junio de 1977).

Algunos de los aspectos que entonces consideré «inaceptables» no han resistido muy bien el paso de los años. Por ejemplo: ahora me faltaría convencimiento para reclamar que la Constitución no refrendara la apropiación particular de los medios de producción. Tampoco me parece que sea un asunto de mayor importancia: si algún día se reunieran en España las fuerzas sociales necesarias para tratar de superar el sistema capitalista, apuesto cualquier cosa a que el texto constitucional no representaría un problema insalvable. En cambio, sigo pensando que conviene mantener, y bien a la vista, el rechazo a determinados extremos consagrados en esa Constitución, en particular la atribución a las Fuerzas Armadas del papel de garante de la «sagrada unidad de la Patria» (esto es, su conversión en policía interna al servicio de un modelo de Estado retrógrado), la instauración de una Monarquía blindada (impone tal cantidad de condiciones para su eliminación que la vuelve casi imposible, aunque la mayoría lo deseara) y la predeterminación de un sistema electoral que corrige de manera brutal los resultados de la voluntad popular tal como se expresa en las urnas.

Muchos consideran que va siendo hora de hacer algunas reformas a la Constitución. Me parece bien, aunque no vea mayor sentido a algunos de los cambios que bastantes de ellos proponen (por ejemplo, la broma ésa de mal gusto que pretende instaurar la igualdad de derechos en la herencia del trono pero mantener la preeminencia de la sangre real en la designación del Jefe del Estado). La ventaja que veo a esos afanes reformistas es que, una vez planteada una posible reforma de la Constitución, nada impedirá que se pueda hablar de otras. Aunque sea con casi tres décadas de retraso.

Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: La Constitución reformable.

Escrito por: ortiz.2006/12/06 08:00:00 GMT+1
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2006/12/05 08:10:00 GMT+1

Malos de película

En los últimos tiempos he visto (¿o habré de decir «visionado», para estar a la moda?) un par de películas que me han llamado mucho la atención, no por su calidad –que la tienen– sino por su rareza. La primera me llegó con retraso y en vídeo, ya hace algún tiempo: se trata de Das Boot («El submarino», 1981). La segunda, Der Untergang («El hundimiento», 2004).

La primera particularidad que presentan ambas es que en ellas los nazis hablan en alemán. Ya me había acostumbrado a que en el cine los servidores del III Reich hablaran en inglés o, alternativamente, en castellano, salvo algunas expresiones sueltas, como «Heil Hitler», «Mein Fhürer» o «Sagen sie ja!» («¡Diga sí!»), arrastrando mucho las erres, eso sí.

La segunda rareza que comparten es que en ellas aparecen servidores del imperio alemán que tienen aspecto bastante normal. En El hundimiento, no sólo tiene aspecto normal la gente normal, sino que incluso los más altos dirigentes nazis, incluyendo el propio Adolf Hitler, parecen de carne y hueso.

Lo peor y más perverso que ha tenido toda la filmografía estadounidense sobre la II Guerra Mundial (que viene a acaparar el 95% de la filmografía planetaria sobre el acontecimiento) es que nos presenta a unos nazis no sólo malos-malísimos, sino también locos de atar. Si los nazis hubieran sido así, si se hubieran pasado la vida dando gritos, poniendo cara de sádicos perdidos y maltratando a las mujeres y los niños en público, hasta el más tonto del pueblo más insulso del planeta se habría dado cuenta de que con ellos no había nada que hacer. Huelga decir que en realidad no eran así. Los había que presentaban un aspecto interesante, simpático y atractivo, que eran cultos, que parecían estar animados por ideales no necesariamente perversos y que, en suma, no tenían peor aspecto que sus homólogos británicos, norteamericanos o rusos. Que eran muy de derechas no cabía ninguna duda, pero tampoco parecían ser muy de izquierdas, precisamente, los Churchill, Chamberlain y Truman del momento. Tanta era su similitud ideológica de fondo que, aunque ahora pretenda ocultarse, el hecho histórico es que muchos de ellos y bastantes de sus compatriotas simpatizaron visiblemente con la causa nazi, antes de que el choque entre sus respectivas ambiciones los abocara a la guerra. Es sabido que el abuelo de George W. Bush –y es sólo un ejemplo de los muchos que podrían ponerse– llegó a aportar fondos para el sostenimiento del nacional-socialismo en sus años emergentes, cuando todos los anticomunistas del mundo lo veían como un valladar frente al avance de la URSS y la III Internacional. Las compañías petroleras de Texas –es otro ejemplo, o quizá el mismo– facilitaron a la aviación franquista, y a precio de amigo, todo el combustible que necesitó para el funcionamiento de sus cazas y sus bombarderos.

Una de las razones que explican que buena parte de la opinión pública occidental sea incapaz de poner en el mismo plano el comportamiento de algunos ejércitos invasores actuales con el que tuvieron las tropas del III Reich es que los soldados de la U.S. Army o del Tzaal tienen aspecto más o menos humano, en tanto los de la Wehrmacht presentaban un aire inconfundible de malas bestias (o, alternativamente, de marionetas que se hacían matar por centenares sin siquiera enterarse de su papel de carne de cañón).

Los «malos de película» no existen, salvo como especímenes aislados. Esperar a que los malos realmente existentes tengan aspecto de malos de película ayuda a no identificarlos. Que es lo que le pasó a buena parte del pueblo alemán con sus gobernantes nazis.

Escrito por: ortiz.2006/12/05 08:10:00 GMT+1
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2006/12/04 04:45:00 GMT+1

Argumentos para uso de convencidos

Algunos políticos están tan convencidos de la incondicionalidad de sus fieles y de la impermeabilidad de sus hostiles que desdeñan por completo la calidad de sus argumentos. Dicen lo que sea, por absurdo, insustancial o inconsistente que resulte, convencidos de que a todo el mundo le da igual, porque cada cual ha tomado partido de antemano, sin esperar a oír las razones –o las sinrazones– que ellos puedan aducir en defensa de sus criterios.

Tomo dos ejemplos recientes.

El primero, el de José María Aznar argumentando –es un decir– que lo que él hizo en su día durante la tregua de ETA que le tocó afrontar no tiene nada que ver con lo que está haciendo ahora Rodríguez Zapatero, porque éste ha llegado a acuerdos con la organización terrorista y ha emprendido una negociación política con ella. No respalda su acusación en nada que se parezca a una prueba: se limita a tomar como hechos lo que no son sino hipótesis que manejan como dogma de fe algunos agitadores mediáticos de su propia cuerda. Y, a quienes le reprochan que él hizo más «gestos de buena voluntad» hacia ETA que los realizados hasta ahora por Zapatero, que no ha hecho ninguno –él acercó a Euskadi a bastantes presos, amén de revolucionar la terminología oficial española llamando a ETA «movimiento de liberación»–, responde: «¡A mí, que me dejen en paz!». Como si no reparara en que una petición así, que sería comprensible en alguien retirado por completo de la actividad política, resulta del todo estrafalaria en boca de quien sigue en el centro mismo de la escena, pontificando sobre cuanto se le pone por delante y repartiendo parabienes y anatemas a diestro y (sobre todo) a siniestro. ¿Por qué habrían de dejarle en paz a él aquellos a los que él no deja en paz ni por descuido?

Tentado estoy de decir que no cabe tomar como argumentos ese puñado de excusas, tan torpes y tan mal hiladas, pero no lo diré, porque sí cabe: sus seguidores las han aplaudido cual si aportaran la prueba irrefutable de la fina inteligencia y la astucia polémica del ex presidente del Gobierno.

Otro ejemplo, tomado éste del otro extremo del panorama político, es el que ha aportado el co portavoz de Batasuna Joseba Permach argumentando –es otro decir– que las detenciones de presuntos miembros de ETA realizadas estos últimos días en el sur de Francia «no contribuyen al proceso» (de paz, se entiende). Estamos en las mismas. ¿Pretende Permach que consideremos que el robo de 350 armas cortas y abundante munición es una mera circunstancia periférica, ajena al proceso, y que los estados español y francés deberían hacer la vista gorda ante sucesos como ése, para no entorpecer el diálogo? ¿Querrá que aceptemos que ETA es libre de hacer lo que tenga a bien, lo mismo que sus simpatizantes, que pueden atacar e incendiar los locales de los partidos a los que la izquierda abertzale llama a negociar, y que a éstos no les corresponde sino guardar silencio y quedarse mano sobre mano? Sí, en efecto: eso es lo que pretende y lo que quiere. Y lo que consigue que acepten y crean sus incondicionales. O por lo menos es lo que aparentan.

No sé cuántos seremos, pero quedamos algunos que nos negamos a acercarnos a los hechos con el juicio previo de que, si son obra de Tales, no pueden sino estar bien, y si son cosa de Cuales, mal, o al revés, y que seguimos empeñados en considerar las razones alegadas por cada uno, para ver lo que de correcto o de falsario puedan contener. Así, cuando nos topamos con argumentaciones del estilo de las que hoy he comentado, concluimos que o nos toman por imbéciles o nos presuponen cegados por el fanatismo, como tantos otros. Y no.

Escrito por: ortiz.2006/12/04 04:45:00 GMT+1
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2006/12/03 10:45:00 GMT+1

El juego de ETA

La aprobación en el Parlamento vasco de una iniciativa que insta al Gobierno español a reconocer la existencia de torturas realizadas por agentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado y a poner los medios para acabar con ellas ha suscitado la indignación de los dos partidos con mayor representación en las Cortes Españolas. Tanto el PSOE como el PP rechazan que en España se produzcan torturas policiales y consideran que la demanda del Parlamento vasco, que propugna también la desaparición de la Audiencia Nacional, pretende el desprestigio de la lucha antiterrorista y hace el juego a la estrategia de ETA.

Los sucesivos gobiernos de Madrid han negado siempre y con total rotundidad la existencia de torturas policiales en España. No habiendo torturas, va de suyo que carece de sentido perseguirlas. Según los portavoces oficiales y los partidos políticos que asumen sus argumentos, los detenidos por casos de terrorismo alegan sistemáticamente que han sufrido torturas porque han sido instruidos para ello, para tratar de desprestigiar al Estado y como instrumento para su propia defensa ante los tribunales. 

Sin embargo, hay razones sólidas para dudar de la veracidad de la posición oficial española. Existen informes de Amnistía Internacional (AI), del relator del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas y del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, ninguno de los cuales es sospechoso de estar a las órdenes de ETA, que avalan el punto de vista contrario. Tampoco parece que quepa atribuir complicidad con el terrorismo a los propios tribunales españoles, que han dictado 450 sentencias por torturas y malos tratos severos entre 1980 y 2004. El relator de la ONU ha afirmado que las denuncias de malos tratos «no se pueden considerar una invención» y que, si bien la tortura en España «no constituye una práctica regular», su frecuencia es «más que esporádica e incidental» (El Mundo, 6 de marzo de 2004). AI ha llamado la atención sobre el hecho de que los procedimientos judiciales por delitos de torturas tardan en España entre 12 y 15 años en sustanciarse, con lo que no pocos de ellos prescriben, y sobre el dato, no menos reseñable, de que los pocos policías que han sido condenados por delitos de este género han sido indultados.

Las organizaciones internacionales han señalado repetidamente a las autoridades españolas las dos medidas que deben adoptar para que la tortura se vuelva imposible o, en el peor de los casos, inútil: acabar con el régimen de incomunicación de los detenidos, que actualmente puede durar hasta 13 días, y ordenar que todos los interrogatorios sean grabados en vídeo bajo control judicial, de modo que carezca de valor cualquier confesión o imputación que no sea presentable, dicho sea en todos los sentidos de la palabra.

Pero los gobernantes españoles no quieren saber nada de eso. No lo saben, pero ellos sí que hacen el juego a la estrategia de ETA.

Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El juego de ETA.

Escrito por: ortiz.2006/12/03 10:45:00 GMT+1
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2006/12/02 05:00:00 GMT+1

Casi imposible, pero urgente

El relator de las Naciones Unidas para asuntos de vivienda, Miloon Kothari, que ha concluido su viaje por España dedicado al estudio del problema de la vivienda, ha dado a conocer un avance de las conclusiones clave a las que ha llegado, sobre las que construirá un informe exhaustivo que entregará en al Consejo de la ONU y al Gobierno de Madrid en el plazo de tres meses.

Kothari, confirmando los datos que vienen proporcionando desde hace tiempo diversas plataformas ciudadanas, afirma que en España hay una «especulación urbanística desenfrenada» y que el problema de de la vivienda que padece aquí la población es «el más grave de Europa y uno de los mayores del mundo». Según su apreciación, entre el 20% y el 25% de la ciudadanía española no puede acceder a una vivienda, ni de venta ni de alquiler, porque sus ingresos son insuficientes para afrontar los precios que rigen en ambos mercados.

Escribí el jueves sobre algunos de los muchísimos aspectos que presenta entre nosotros este problema de primera magnitud, verdaderamente dramático. Como es lógico –el tamaño de una columna de prensa da para lo que da–, hube de prescindir de muchos datos y de aún más consideraciones. Lamenté, en particular, no tener espacio para referirme al problema de los alquileres y al tópico que pretende que los españoles son «más dados» a la compra que al alquiler, como si fuera una particularidad de la idiosincrasia local. Me hubiera gustado tener espacio para llamar la atención sobre el hecho de que muchos alquileres mensuales salen por un precio parecido al del pago de una hipoteca, lo que incita, lógicamente, a preferir la compra al alquiler. Y habría tratado de describir la pinza que se forma por la confluencia de dos factores opuestos: de un lado, el poco interés que tienen algunos propietarios en alquilar sus viviendas –pretenden que están insuficientemente protegidos contra los inquilinos problemáticos, especialmente los morosos–, y, del otro, lo poco y mal defendidos que están los inquilinos por una ley que concede plena libertad a los dueños de los pisos para rescindir el contrato al cabo de cinco años y subir el precio del alquiler muy por encima del IPC acumulado durante el lustro. En esas condiciones, la cuestión no es a qué «son dados» los ciudadanos de este país, sino qué se ven impelidos a hacer, dadas las circunstancias.

Hay otro asunto que me parece también digno de mención, éste por lo problemático que resulta. Me refiero a la posibilidad de que se emprendieran reformas legales eficaces que forzaran un descenso del precio de las viviendas. ¿Cuál sería la reacción de los cientos de miles, de los millones de personas que compraron en su día su casa a un precio exorbitante, cuando se vieran ante un proyecto de ley que, de aprobarse, haría que aquello por lo que pagaron 60 se encaminase rápidamente a valer  40, o 30, por ejemplo, lo que les llevaría a perder muy buena parte del dinero que desembolsaron (o que siguen desembolsando todavía)? Porque a ellos seguro que les pareció un abuso que les pidieran 60, pero ahora, una vez pagados los 60 o en trance de hacerlo, son los primeros interesados en que siga valiendo 60, o más, a poder ser.

¡Reformar la legislación sobre vivienda! ¡Ahí es nada! Quien osara pretenderlo se enteraría enseguida de lo que es saltar chispas.

Y, sin embargo, urge hacerlo.

Escrito por: ortiz.2006/12/02 05:00:00 GMT+1
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