2007/02/09 05:00:00 GMT+1
El juicio que está teniendo
lugar en la Sala 17ª del Tribunal Correccional de París contra el director de
publicación del semanario satírico Charlie
Hebdo, Philippe Val, plantea un muy interesante tema de
reflexión. Y lo plantea porque es un asunto complejo, contradictorio, sobre el
que resulta imposible pronunciarse sin matices (y muy complicado hacerlo con
ellos).
Una primera aproximación: la ley
francesa castiga las «injurias públicas hacia un grupo de personas en razón de
su religión». Desde el punto de vista estrictamente legal, lo que el tribunal
ha de determinar es si la reproducción en Charlie
Hebdo de las caricaturas de Mahoma publicadas inicialmente en el diario
danés Jyllands Posten reúne los rasgos
propios de un delito de injurias. Desconozco las leyes que rigen en Francia
sobre este particular, así que no me meteré por ahí. De juzgarse el hecho en
España, es probable que se considerara de aplicación el art. 525 del Código
Penal, que establece: «Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los
que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa,
hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de
documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen,
también públicamente, a quienes los profesan o practican». Como sucede con
frecuencia en el Código Penal español, la redacción es confusa. (¿A qué viene esa alusión a la intencionalidad del acto? ¿Cómo se establece? Y si no se
hace –o no se admite que se haya hecho– «para ofender los sentimientos» de nadie,
¿da igual el escarnio?)
Una segunda constatación: mejor
si no tratamos de establecer en este asunto un campo progresista y un campo reaccionario.
El diario danés que publicó las caricaturas de Mahoma es de orientación ultraderechista, y sus posiciones agresivas hacia el islamismo remiten tanto a su
rechazo del terrorismo como a su hostilidad hacia la inmigración de
origen árabe.
Trasladado el asunto a Francia,
merece resaltarse el hecho de que, entre los apoyos que ha recibido Charlie Hebdo en este juicio, uno,
particularmente valorado por la defensa, ha sido el del ministro del Interior y
candidato a la Presidencia de la República, Nicolas Sarkozy, personaje no muy
caracterizado ni por su defensa a ultranza de las libertades ni por su ferviente
internacionalismo.
Dicho lo cual, no me cabe la
menor duda de que, si Charlie Hebdo publicó
las caricaturas, lo hizo en lo fundamental por dos razones: porque al equipo
que lo hace le tocan las narices todas las censuras y porque, además, le
encanta trasgredir. Con Charlie Hebdo, como
con el viejo Hara-Kiri, no pueden
utilizarse argumentos del tipo de: «Sí, tú dices eso de Mahoma, pero no te atreverías
a decirlo de Jesucristo». Vaya que
sí se atreverían. De hecho, se han atrevido: Charlie Hebdo sacó una portada en la que Jesucristo aparecía disfrazado
de ilusionista diciendo: «La semana que viene os haré el truco de la
Resurrección». No recuerdo cuál de los dos semanarios satíricos fue el que,
cuando murió el cardenal Danielou, primado de Francia, en los brazos de Mimí,
una prostituta de chez Madame Claude,
sacó una colección de dibujos en la que explicaba por qué algo así no podía
sucederle al Papa. La serie comportaba varias caricaturas en las que Pablo VI
aparecía mostrando sus atributos viriles.
En uno se sostenía la tesis de que el Papa no podía copular porque tenía el
pene en forma de cruz.
El miércoles pasado comenté en
Radio Euskadi la que montaron a raíz de la muerte del general Charles de
Gaulle. Atribuí el suceso a Charlie Hebdo, pero me equivoqué: fue Hara-Kiri el que sacó una portada en la
que se cachondeaba directamente del muerto (*). El escándalo fue tan enorme que
entrañó la desaparición del semanario. Pero atreverse, se atrevieron.
No creo que Charlie Hebdo sea más irrespetuoso con el Islam que con cualquier
otra religión o cualquier otra ideología, incluidas, por supuesto, las
políticas. También es cierto que, como ha dicho Philippe Val en el curso del
juicio: «Si todo el mundo tuviera que respetar los tabúes de todas las
religiones del mundo, ¿cómo nos las arreglaríamos para vivir?»
En mi criterio, la publicación
de las caricaturas fue un error en todos los sentidos, pero especialmente en el
político, porque venía a sumarse, aunque Charlie
Hebdo no lo pretendiera, a la ola de xenofobia que va creciendo en Europa
con el terrorismo y las disfunciones de la inmigración como pretexto. Tampoco
creo por entero en la pureza de intenciones de los responsables del semanario.
El propio Val, cuando quiso explicar al tribunal el sentido de los
dibujos, sostuvo que trataban de «denunciar con toda claridad la utilización
del islam que hacen los terroristas y la
justificación del terrorismo por el islam». Que hable del islam como un
todo unificado y atribuya a ese todo la intención de justificar el terrorismo
demuestra hasta qué punto ignora cómo es realmente lo que se permite
ridiculizar.
Huelga decir que ni el error de Charlie Hebdo, ni la mala fe directa del
Jyllands Posten, justifican el
escándalo que montaron no pocos islamistas movilizados a cuento de este affaire menor, como si sus creencias fueran
de cristal y no pudieran aguantar los embates de unas cuantas blasfemias.
En lo que no merece la pena detenerse
ni poco ni mucho es en la consideración de las escenas de violencia que se
produjeron por aquellos días en algunos países de mayoría islámica: fueron
pocas y de escasa importancia, por más que los medios occidentales las
magnificaran.
Por
cierto: ¿qué pasó al final con la historia aquélla de la monja que había sido
asesinada en represalia por las caricaturas? Nadie volvió a insistir en ello. Leí
que efectivamente la habían matado, pero que su asesinato no guardaba ninguna
relación con el asunto de las caricaturas. ¿Fue otra más de las muchas noticias
sustentadas en simples rumores que los mass-media
del Primer Mundo utilizan como mercancía de usar y tirar?
_____________
(*) Lo
contaré brevemente. Días antes de la muerte del general De Gaulle en
Colombey-les-deux-Églises, donde vivía retirado, se había producido un
desgraciado accidente en una discoteca de una estación alpina. El techo se
derrumbó y murieron decenas de personas. La prensa sensacionalista habló de «baile
trágico». Cuando De Gaulle murió, la portada de Hara-Kiri, con formato de esquela, decía: «Baile trágico en
Colombey. Un muerto». Fue tal que así:
El
interior de la revista no le iba a la zaga. En una tira cómica, aparecía el presidente
Georges Pompidou diciendo ante las cámaras de televisión: «¡Franceses,
francesas! ¡Francia está viuda!» (que es exactamente lo que dijo). Pero el
dibujante añadía una viñeta más en la que se veía a Pompidou con sonrisa
maligna añadiendo: «…¡Y yo la consuelo!»
Escrito por: ortiz.2007/02/09 05:00:00 GMT+1
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2007/02/08 05:00:00 GMT+1
Iré por partes.
Parte primera: la propuesta política
que Arnaldo Otegi presentó ayer en nombre de Batasuna me parece, en lo
fundamental, razonable y sensata. Supone un cambio muy importante de los
postulados históricos del llamado
Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV), en tanto que Batasuna se muestra ahora dispuesta a admitir que
Euskadi siga siendo una comunidad autónoma dentro del Estado español, limita el
ámbito de su iniciativa a la Comunidad Autónoma Vasca y a la Comunidad Foral de
Navarra, no involucrando al País Vasco francés, y, a la hora de plantear la
unidad de la CAV y de Navarra en un solo ente político territorial, acepta que
tal posibilidad sea decidida en referendos separados por la ciudadanía de la
una y de la otra, lo que apareja su disposición a aceptar que Navarra no se
asocie con los tres territorios de la CAV si la mayoría de su población rechaza
esa posibilidad.
Es obvio que la dirección de
Batasuna ha hecho un notable esfuerzo por atenerse al principio de realidad, acercando su política inmediata a las
condiciones existentes.
Ésa es la parte que merece
reconocimiento.
Pero la cara también tiene su
cruz.
Otegi detalló lo que Batasuna
estaría dispuesta a hacer si su propuesta fuera aceptada, pero no dijo nada
sobre lo que hará si, como es muy probable, resulta inicialmente rechazada. Y
es que, como es bien sabido, no hay modo de convocar ningún referéndum en
Navarra, por posible y necesario que sea, si el Parlamento y el Gobierno forales
se niegan a ello. Y está fuera de toda duda que la UPN, actualmente al frente
del Ejecutivo navarro, se opondrá a esa posibilidad con uñas y dientes. Esa
evidencia hacía doblemente necesario que Batasuna anunciara qué política seguirá
durante el tiempo que tarden en madurar las condiciones que hagan posible la
celebración de un referéndum en Navarra sobre su asociación con los tres
territorios de la actual CAV o su mantenimiento como comunidad autónoma
separada.
Dijo Otegi que la aceptación de su
propuesta permitiría «superar el conflicto». ¿Hay que entender por la vía
contraria que, si la propuesta es rechazada y mientras lo siga siendo, Batasuna
renunciará a colaborar en la desactivación del conflicto? Parece significativo
el hecho de que haya eludido pronunciarse no ya sólo sobre el atentado de la
T-4, sino también sobre los graves actos de kale
borroka que se vienen sucediendo desde hace ya tiempo, de los que el reciente
incendio de la estación de Lutxana ha sido la muestra más espectacular.
En resumen, y por lastimoso que
sea: están puestas las condiciones para que la iniciativa política que Batasuna
presentó ayer, en principio interesante y valiosa, se quede en agua de
borrajas, sin aportar ningún avance práctico, tangible.
Escrito por: ortiz.2007/02/08 05:00:00 GMT+1
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2007/02/07 05:00:00 GMT+1
Dicen algunos entendidos en asuntos estatutarios (yo no lo puedo confirmar porque no me he tomado el trabajo de cotejarlo, pero debe de ser cierto, porque nadie les has acusado de estar fabulando) que el proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía incluye del orden de 40 artículos que son iguales a otros tantos del recién refrendado Estatut catalán que han sido recurridos ante el Tribunal Constitucional. Sin embargo, nadie ha anunciado que piense llevar esos artículos del Estatuto andaluz al Constitucional. Ni ésos ni ninguno.
Alguno se preguntará cómo puede ser tal cosa. Si se considera que es anticonstitucional que una comunidad autónoma asuma tal o cual competencia o se arrogue este o aquel derecho, lo será en todo caso, sea la comunidad autónoma que sea.
Pero no. No estamos ante una arbitrariedad caprichosa, sino ante una decisión tomada con criterio. Con un criterio que recuerda lo que Groucho Marx, un día que se sentía especialmente tolerante, le dijo a un bobo que había expresado una opinión boba: «Es una opinión. Una opinión imbécil, pero una opinión». La derecha política y judicial española aplica a su modo un viejo principio que en ciertas condiciones puede ser muy razonable: no tratar igual lo desigual. A sus ojos, Cataluña y Andalucía no pueden tener el mismo trato, porque mientras la autonomía andaluza no pone en peligro la sagrada unidad de España, porque los andaluces no son separatistas, los catalanes –que, como todo el mundo sabe, son muy suyos– aprovechan cuanto recurso pone el Estado en sus manos para afirmar su marcha hacia la independencia de Cataluña. De modo que el Estatut catalán debe ser vigilado, mirado del derecho y del revés y marcado de cerca, cosa que resulta innecesaria con el Estatuto andaluz.
A su modo, y haciendo abstracción de las muchísimas diferencias que separan ambos casos, es el mismo tipo de criterio que dictó la sentencia condenatoria contra Iñaki de Juana Chaos por los dos artículos que publicó en Gara. Si lo que se decía en aquel par de textos lo hubiera escrito alguien que no fuera de ETA, a ningún juez se le habría ocurrido no ya condenar al autor por un delito de amenazas terroristas, sino ni siquiera tomarlo en consideración. Pero, lo dicho: no hay que tratar igual lo desigual. Lo de menos es que ninguno de los dos artículos contuviera amenaza alguna. Lo que importa es que los firmaba De Juana, y todo cuanto diga o escriba él es susceptible de ser interpretado como delito, si al que instruye y a los que juzgan les peta. Si él dice: «Ándense con cuidado los que…», ellos argumentan: «Está diciendo que, si los aludidos no hacen lo que él quiere, su vida corre peligro».
Claro que, abordando así las cosas, las causas de inconstitucionalidad, en un caso, y los delitos penales, en el otro, pierden todo carácter objetivo. Lo decisivo no son los hechos, sino los autores. No se condenan actuaciones; se persigue a determinados individuos o a colectividades. Es aberrante, pero tampoco demasiado sorprendente: somos muchos los que ya estamos curados de espanto.
Lo que no sé es por qué se empeñan en seguir representando a la Justicia como una figura de mujer con los ojos vendados. Ese símbolo de imparcialidad está totalmente de más. La derecha judicial española –uno de los frentes de la derecha en su conjunto– ni es imparcial ni hace el menor esfuerzo por fingir que lo es.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Entre Cataluña y De Juana.
Escrito por: ortiz.2007/02/07 05:00:00 GMT+1
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2007/02/06 05:00:00 GMT+1
Un lector residente en Suiza me manda
un correo electrónico para llamar mi atención sobre un libro que acaba de
aparecer en Francia. Se llama «Le temps
des victimes» (literalmente: «El tiempo de las víctimas») y es obra de Daniel
Soulez-Larivière, abogado, y de Caroline Eliacheff, psiquiatra, ambos bastante
conocidos en Francia, por lo que parece (yo no tenía el gusto).
Mi amable correspondiente me
envía un enlace para que vea y oiga una entrevista con Soulez-Larivière, pero
no consigo abrir el archivo. A cambio, encuentro en internet numerosas
referencias al libro y una larga entrevista
radiofónica con ambos, que me ha permitido hacerme una idea bastante precisa
–creo– de los asuntos que aborda la obra en cuestión y del interesante análisis
que los autores hacen de ellos.
Soulez-Larivière y Eliacheff se
basan en la constatación de que, a partir de los años 90, nuestras sociedades occidentales
empezaron a hacer algo totalmente novedoso: convertir a las víctimas en héroes.
A las víctimas de cualquier desgracia: del terrorismo, de la violencia
machista, de las catástrofes naturales, de los linchamientos mediáticos… De lo
que sea, con tal de que sirva para elevarlas
a la categoría de víctimas. A ese respecto, llaman la atención sobre lo
chocante que resulta que pueda considerarse una heroicidad convertirse en
víctima, considerando que el heroísmo lleva inexcusablemente aparejada una
elección, y las víctimas no eligen nada: lo son muy a su pesar. (A los lectores
más veteranos de estos Apuntes les
sonará ese argumento, probablemente.)
Siempre ha habido víctimas, por
supuesto –constatan–. Lo nuevo es la
mirada social que recae sobre ellas. Antes, la sociedad volvía la espalda a
los desgraciados. Incluso se hacían bromas sobre lo poco conveniente que
resultaba preguntar a alguna gente: «¿Qué tal?», porque se corría el riesgo de
que respondiera «Mal» y se empeñara en explicarlo con pelos y señales. Ahora,
en cambio, la compasión es un sentimiento muy prestigiado, que apareja la
exigencia de que las víctimas sean acogidas, atendidas, protegidas por leyes
especiales y respaldadas económicamente por el Estado, que puede recortar sin ningún
miramiento todo tipo de gastos sociales, pero bajo ningún concepto escatimar
fondos de ayuda a las víctimas.
Caroline Eliacheff cuenta –no sé
si el dato saldrá en el libro, supongo que sí– que en Francia existe hoy la victimología en tanto que disciplina
académica. No sólo es posible estudiarla y diplomarse en ella sino que, según
Eliacheff, son unos estudios muy solicitados, porque nadie que los termine
tiene problemas para encontrar empleo.
Puede resultar paradójico a
primera vista que algo así suceda en una sociedad que practica el culto al
ganador. Pero la función que cumple la figura de la víctima es fundamental para
apuntalar otro fundamento del orden actual, que no es otro que la dictadura de
la emoción sobre la razón. Ayuda también a romper definitivamente las barreras
entre lo privado y lo público: de ahí el creciente papel que los testimonios personales
desgarradores y las escenas de dolor teóricamente privado ocupan en los
informativos de las televisiones. Y de ahí también que cada vez haya más programas
dedicados en exclusiva a la exhibición de los secretos de las vidas privadas de
quien sea, famoso o no, para lo que es frecuente contar con la colaboración
abierta de los propios protagonistas.
Según los autores, ser víctima
puede resultar incluso rentable. Eso es lo que explica que hasta los propios dirigentes
políticos –ellos se refieren a Francia– rivalicen entre sí ante el
gran público para ver quién está siendo más víctima (de calumnias, de
maledicencias, de acusaciones infundadas, del sexismo de sus compañeros de
partido, etc.). «Sobre todo –dicen– porque, desde el momento en que uno es
víctima, tiene ya derecho a atacar a los demás». (En este punto cabría citar
una afirmación que hizo Jaime Mayor
Oreja en sus tiempos de ministro español del Interior: «Las víctimas siempre
tienen razón».)
Acabada la solidaridad, la
camaradería y el compañerismo, hemos entrado en el reino de la compasión.
En una reseña del libro se dice que
los autores explican en él que esta «primacía de lo compasivo (…) se nutre del
ideal igualitario del individualismo democrático». Supongo que cuando lo lea me
enteraré de qué diablos es eso del «ideal igualitario del individualismo
democrático». De momento no tengo ni idea.
A ver si lo pillo pronto.
Escrito por: ortiz.2007/02/06 05:00:00 GMT+1
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2007/02/05 09:00:00 GMT+1
Atención informativa estelar al
crimen de Fago –aquí, en cuanto una noticia despierta amplio interés, los
medios de comunicación la explotan hasta el agotamiento– y regreso estelar de toda
la batería de tópicos sobre «la España profunda».
Lo de «la España profunda» tiene
algún sentido cuando se trata de historias del género de La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado, o de La casa de Bernarda Alba, de García
Lorca, o –por citar una historia real y relativamente reciente– del crimen de
Puerto Hurraco. Es decir, cuando se habla de la España más renegrida y rancia,
atenazada por los dogmas de la Iglesia ultramontana y por los imperativos de
supuestos valores, casi todos ellos heredados del Medievo (que si el honor, que
si la honra, etc.), que son asumidos como una obligación fatal, aunque lleven a
la perdición de quienes se someten a su dictado.
Lo sucedido en Fago no es de ese
género. Es cierto que en los conflictos típicos de las tragedias de «la España
profunda» suelen mezclarse litigios relacionados con herencias, lindes, afrentas,
venganzas y demás, pero no todos los enfrentamientos por causas de ese tipo
remiten a «la España profunda». Los hay perfectamente actuales; de muy reciente
cuño.
Fago es un pequeñísimo pueblo,
con un padrón municipal que no rebasa la treintena de personas, de las cuales
sólo una veintena reside de continuo en la aldea. Tiene una población mucho
menor que la de una escalera corriente de cualquier edificio de cualquier
ciudad. En las pequeñas congregaciones como ésa, los roces y las reyertas son
frecuentes, como sabe cualquiera que esté al tanto de los asuntos que suelen
nutrir el orden del día de las reuniones de las comunidades de propietarios.
Sucede que en las ciudades, o en los pueblos de tamaño mayor, hay dos factores
que previenen el paso a mayores. El primero es la presencia de agentes
coercitivos del Estado. O sea que, si alguien empieza a desmandarse, aparece la
policía. El segundo, para mí aún más importante, es que la población de las
ciudades no tiene un trato familiar con
las armas de fuego. En las zonas agrarias, en cambio, sí.
Como saben los lectores
habituales de estos apuntes, yo vivo buena parte del año en una casa aislada
que tengo en un pueblo de la montaña alicantina (próxima a la costa, pero
montaña). Aunque se está turistizando
a marchas forzadas, mi pueblo aún conserva no sólo una cierta producción agrícola,
sino también buena parte de su cultura de campo. Es muy corriente que quienes
viven en casonas separadas del pequeño núcleo urbano tengan armas. En cierta
ocasión, un vecino me preguntó: «Y tú, ¿no tienes una escopeta de caza?». «¿Y
para qué la querría? Yo no cazo», le respondí. «¡Pues para protegerte de los
ladrones, por ejemplo!», me dijo. «¡Peor me lo pones!», le contesté. «Si
aparecen ladrones, que roben. Estoy asegurado. Yo no disparo contra una persona
ni aunque me aspen». Se me quedó mirando con una sonrisita de conmiseración.
Era evidente que estaba pensando: «¡Cómo son estos señoritos de ciudad!» Con
independencia de que no se haya producido en el pueblo ningún incidente grave
en los 15 años que llevo en él (que yo sepa), son bastantes los que tienen
interiorizado el recurso a la violencia como algo que no hay por qué descartar.
Es llamativa la gran cantidad de
pendencias que se resuelven a tiros en los Estados Unidos de América. Nada que
ver con Europa. La explicación de esa realidad hay que buscarla en la mezcla de
dos factores. Uno, objetivo y clave: una parte importante de la población está
armada. Otro, subjetivo: también es elevado el porcentaje de personas que
cuentan con una educación tosca, en la que la violencia merece una valoración
ambigua, en el mejor de los casos.
Santiago Mainar, el presunto
asesino del alcalde de Fago, era propietario, aparte de la escopeta de postas
con la que se dice que dice que cometió el crimen, y que aún no ha aparecido, de otra
escopeta y de una carabina. Estoy seguro de que el resto de los vecinos de Fago
tampoco está desarmado. He vivido en comunidades de vecinos que, de contar
con arsenales como ésos, no quiero ni imaginarme cómo podrían haber acabado.
Escrito por: ortiz.2007/02/05 09:00:00 GMT+1
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2007/02/04 08:55:00 GMT+1
181.201, 210.000, millón y medio (¿por qué no dos millones?)… A mí, por lo menos, no me parece decisiva la cifra exacta, aunque no deje de llamarme la atención con qué desenvoltura algunos –y algunas– le añaden ceros a la derecha.
Más importante que el número concreto de los asistentes es la constatación de que en la manifestación de ayer en Madrid había muchísima gente, tanta o más –probablemente más– que en la celebrada tres semanas antes, también en la capital, en respuesta a la convocatoria de UGT, CC.OO. y la Federación Nacional de Asociaciones de Ecuatorianos en España. Aquélla, de respaldo al Gobierno, aunque no se presentara así. La de ayer, en contra del Gobierno, aunque sus organizadores aseguraran que no era ése su objetivo.
Otro aspecto que merece resaltarse: mientras en la manifestación de hace tres semanas apenas se corearon consignas contra el PP (sólo alguna reprochando al alcalde Ruiz Gallardón que no estuviera presente), en la de ayer la mayor parte de los gritos aludían directamente al presidente del Gobierno. Tanto como a ETA, y con frecuencia a la vez.
Pero lo más significativo de todo, sin quitar importancia a nada de lo anterior, es el tono de exaltación y agresividad que exhibieron muchos manifestantes. Quedó claro que no son ciudadanos que se opongan a la política de Rodríguez Zapatero, o que rechacen la perspectiva de obtener el fin de la violencia de ETA mediante el diálogo, sin más. Resultó evidente que lo suyo no se plantea en el terreno de las discrepancias, sino en el del odio.
Constato que va ahondándose más y más el foso entre las dos Españas, y que cada vez son menos los puentes de comunicación entre ambas. Si es cierto que dos no se entienden si uno no quiere, no digamos nada si no quiere ninguno de los dos.
De seguir los acontecimientos esta marcha, las próximas citas electorales –con las del próximo mayo como aperitivo de las generales del 2008– van a cobrar un marcado carácter de referéndum: o con unos o con otros. Los vascos asistimos a una situación así en 2001, con motivo de las elecciones al Parlamento Vasco: de un lado, el frente españolista, encabezado por el PP de Mayor Oreja y secundado por el PSE-PSOE de Redondo Terreros; del otro, el frente autodeterminista, en el que se situaban todos los partidos nacionalistas y EB-IU. En medio, la nada.
O conmigo o contra mí.
En las próximas elecciones, es muy posible que nos encontremos con dos bandos dibujados con no menos nitidez: de un lado, el PP; del otro, el resto. Si alguien dedujera de ello que las fuerzas están desequilibradas, se equivocaría. Porque, más allá de la escasez o abundancia de siglas, lo que cuenta al final es la realidad sociológica (*). Y, a esos efectos, el PP representa mucho. ¿Más que todos los otros juntos? Eso es lo que habrá de comprobarse.
Confieso que esos aires de referéndum que oteo en el horizonte distan de hacerme feliz. Para empezar, me desazona ver la polarización política y social que se abre paso, y que no augura nada bueno para la convivencia ciudadana. A continuación, me inquieta que todo se manifieste en blanco y negro, sin sombras ni matices. Cada vez que oigo decir «¡Segundos fuera!», me mosqueo. No sólo porque uno de esos segundos a los que se conmina a abandonar el cuadrilátero siempre soy yo, sino también porque lo que viene a continuación, inevitablemente, son las tortas.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Aires de referéndum.
_______
(*) Hablando de sociología. Me ha parecido muy interesante y expresivo un testimonio que figura en la web de El País de hoy como comentario a la noticia sobre la manifestación. Lo incluyo, tras corregir las faltas de ortografía: «Tengo 17 años, nunca había asistido a ninguna manifestación, lo que he vivido hoy en Madrid ha sido algo increíble, ahora mismo me siento superorgullosa de ser española, no he visto a nadie de mala fe como dice la señora De la Vega, sí he visto un brillo especial en los ojos de la gente, un brillo de emoción, de sentirnos como en una gran familia, no he parado de emocionarme en toda la tarde, los discursos finales me han hecho soltar más de una lágrima sobre todo la (sic) de la señora Jiménez Becerril y al final sin que nadie lo supiese (sic) ha sonado el himno de nuestro querido país, todo ha sido muy bonito muchas gracias a todos os quiero.»
Escrito por: ortiz.2007/02/04 08:55:00 GMT+1
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2007/02/03 09:40:00 GMT+1
Ayer critiqué la machacona
insistencia con la que muchos atribuyen el cambio climático «a la acción del
hombre». No tendría nada que objetar a esa afirmación si de lo que se tratara
fuera de rechazar la patraña de que se trata de un fenómeno natural, propio de
la evolución climática del planeta (como lo fue, por ejemplo, la glaciación de
Günz, allá por el cuaternario). Sin ser especialista en la materia, ni
muchísimo menos, estoy de acuerdo en que son mucho más sólidos –y más
desinteresados– los argumentos de quienes afirman que el acelerado calentamiento
global que padecemos es, en lo esencial, antropogénico. Debido, dicho sea por
concretar más, a los efectos nocivos de determinadas actividades de la especie
humana.
Pero son muchos los que se
refieren a «la acción del hombre» –así, en general– no en los estrictos límites
del debate al que acabo de hacer mención, sino con la intención, bien
diferente, de promocionar la idea según la cual, en realidad, la culpa del
cambio climático la tenemos todos. Ayer oí a un periodista especializado en
cuestiones medioambientales defender esa idea por la brava y sin matices: no
echemos la culpa ni a los gobiernos ni a los industriales –vino a decir, en
resumen– porque ellos se limitan a atender las exigencias de los ciudadanos.
Ya en mi Apunte de ayer argumenté que las pautas de consumo energético
propias del estilo de vida del mundo económicamente más desarrollado –del de la
mayoría de sus poblaciones, al menos– tienen no poco de inducidas, y que esa
inducción responde a poderosos intereses económicos ligados a la propiedad
privada. No voy a extenderme en ello. Me parece más interesante subrayar las
consecuencias políticas que se derivan de uno y otro enfoque.
Quienes sostienen como argumento
principal que «todos somos culpables» deducen de ello que hemos de ser todos y
cada uno de nosotros los que aportemos la solución, cambiando nuestros hábitos
de vida, renunciando a comodidades que en el fondo representan un derroche,
volviéndonos, en suma, más austeros. «Echar la culpa a “los de arriba” es fácil.
Cada uno tiene que asumir su cuota parte del cambio», concluyen.
Ya he dicho que no comparto el
análisis en el que se basa esa conclusión. Tampoco la conclusión.
Pretender que se produzca una
revolución social como resultado de la suma de millones de mini revoluciones
individuales (o familiares, tanto da) es una pura ensoñación. Eso no va a
ocurrir jamás. En una sociedad tan fuertemente competitiva como la nuestra, en
la que la mayoría define su estatus en relación al estatus de quienes tiene a
su alrededor, sólo una minoría sería capaz de apretarse el cinturón
voluntariamente, sin mirar si los demás hacen lo propio o no.
Aun dejando de lado el hecho de
que buena parte de las emisiones atmosféricas que provocan el cambio climático
no son resultado de la actividad de los ciudadanos de base, subrayo ese otro aspecto que me parece de cajón, a saber:
que la gran mayoría no variará sustancialmente su comportamiento en tanto no se
vea en la obligación de hacerlo.
El único modo que habría de variar las pautas sociales de
consumo energético –y, por vía de consecuencia, también las individuales– sería adoptando medidas legislativas que
establecieran estrictos límites para las actividades contaminantes, que penalizaran
cualquier trasgresión de esos límites. Si todos
nos viéramos constreñidos a
cambiar nuestros hábitos, el cambio no sólo se produciría (a la fuerza ahorcan)
sino que, además, encontraría una mayor aceptación social, al afectar a todos
por igual. O, por decirlo de otro modo: nos resignaríamos a ello. Ya hay
experiencias en ese sentido. Por ejemplo, en aquellas ciudades que han pasado
de desaconsejar el tránsito rodado por
el centro urbano a prohibirlo, directamente.
De las recomendaciones sólo hacían caso unos pocos. La prohibición, en cambio,
si bien causó un fuerte rechazo inicial, ha acabado por ser aceptada, además de
respetada.
He utilizado en el párrafo
anterior el condicional («habría», «sería») con toda la intención. Y es que
dudo mucho de que las autoridades de los países de capitalismo desarrollado
sean capaces de seguir la vía prusiana; esa especie de revolución
desde arriba que anteayer proponía Jacques Chirac con su habitual
desenvoltura demagógica. No creo que sean capaces de hacerlo, pero no porque
teman el enojo de la ciudadanía (ese tirón podrían aguantarlo, si en todas
partes se hiciera lo mismo), sino porque están cogidas por el cuello por los
grandes grupos empresariales industriales y financieros que obtienen sus inmensos
beneficios de la explotación del actual modelo de consumo energético. La
noticia que aparecía ayer, en la que se contaba que el American Enterprise
Institute, financiado por la petrolera Exxon Mobil y muy ligado al círculo de
los Bush, se ha dirigido a numerosos científicos ofreciéndoles importantes
sumas por sacar «estudios» que pongan en tela de juicio el informe del Grupo
Intergubernamental sobre el Cambio Climático, es la caricatura más extrema de lo
que funciona a todos los niveles. Al menos yo, no veo al Gobierno español enfrentándose
a la vez a la Banca, a las empresas
extractoras, distribuidoras y comercializadoras de combustibles, a las
siderúrgicas, a las centrales térmicas…
En el editorial que dedica hoy a
la cuestión, El Mundo tiene el
detalle de mencionar la responsabilidad principal que debe atribuirse en este capítulo a los EUA y, aunque en menor medida, también a las demás grandes potencias, aunque no
proponga ninguna vía de solución. El País, en cambio, se
cuida mucho de señalar con el dedo a nadie en particular, pero sostiene que hay
que cambiar de rumbo y apela a los intereses de la Humanidad a medio y largo
plazo. Sin embargo, ése es precisamente el problema: la lógica del capitalismo lleva
a la persecución del beneficio máximo al más corto plazo. Está en su
naturaleza.
Por resumir: que podrán tomarse medidas menores, como las que ya se
han adoptado con los aerosoles y con el gas de los frigoríficos, pero el tren que
se ha puesto en marcha –ésa es la imagen que han utilizado algunos científicos–
va a seguir adelante.
Las cuentas de beneficios se encargarán de que no le
falten vías.
Escrito por: ortiz.2007/02/03 09:40:00 GMT+1
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2007/02/02 05:00:00 GMT+1
Ya sólo me queda por saber si las centrales térmicas, las siderúrgicas, las empresas productoras y distribuidoras de combustibles fósiles y los fabricantes de automóviles se adhirieron ayer también al apagón de cinco minutos «contra el cambio climático».
Supongo que sí. Por qué no. ¡Maquillémonos todos en la farsa final!
La idea inicial de la ONG francesa Alliance pour le Progrès no estaba mal, incluso considerando su aire un tanto ñoño. Pero estaba mal concebida. Supongo que no a propósito.
Fallaba por lo abstracto de la denuncia que le servía de lema central.
«Contra el cambio climático». Contra el cambio climático está todo el mundo; incluso los que promueven las actividades que lo provocan. Si ellos pudieran seguir con sus negocios sin causar la menor alteración climática, estarían encantados.
«Para concienciar a la sociedad sobre el papel del consumo de energía». Pero «la sociedad» –sus integrantes individuales, en este caso, porque no se llama a la movilización de la colectividad: apelan a una suma de respuestas privadas– no actúa como actúa por libre decisión propia. Quienes integran la inmensa mayoría se atienen a las pautas de comportamiento a las que son inducidos.
Por poner un ejemplo concreto y oportuno: si alguien tiene que desplazarse al centro de su ciudad y el centro de su ciudad está lleno de aparcamientos, es muy posible que decida ir en coche. Que los mismos altos responsables municipales que han permitido –cuando no animado– la proliferación de aparcamientos en los centro urbanos decidieran ayer apagar durante cinco minutos el alumbrado de algunos monumentos para hacer ver que están «contra el cambio climático» resultó una broma de mal gusto. Pero una broma factible, porque nadie los había señalado como objetivos directos y explícitos de la protesta.
No es lícito derivar la responsabilidad de este problema a cada ciudadano aislado. La culpa no la tiene «el hombre», como dicen sin parar algunos científicos y casi todos los medios de comunicación. La tienen, muy en especial, algunos hombres, que defienden beneficios nada colectivos.
Pondré otro ejemplo: se construyen sin parar más y más zonas de segunda residencia con el beneplácito de unas autoridades que se jactan de ello y que afirman que la construcción es uno de los principales motores del crecimiento económico de España. Supongo que nadie me negará que con ello se fomenta que cada fin de semana las carreteras rebosen de coches. A la vez, viajar, moverse, ponerse en marcha a hacer kilómetros a la primera oportunidad que se presenta, se ha erigido (¡y cuidado que han invertido propaganda para lograrlo!) en un signo inequívoco de calidad de vida. ¿Resultado? Miles, cientos de miles, millones de pequeñas contribuciones al cambio climático.
Pero ese modelo de vida no se lo ha inventado ninguno de los particulares que viaja en su coche, ni ninguno de los que con sangre, sudor y lágrimas se ha comprado un adosado a 100 kilómetros de su casa en la ciudad, tratando de escapar del ruido y los humos.
Prosigo. ¿Se le puede pedir a alguien que, teniendo modo de evitarlo, pase frío en invierno y calor en verano? Las calefacciones y los acondicionadores de aire contribuirán infinitamente menos al cambio climático cuando funcionen gracias a sistemas de generación de energía renovable y no contaminante. Pero eso no es algo que la gran mayoría de los ciudadanos pueda costearse por su cuenta.
Tan mal o peor lo tenemos con las industrias contaminantes. Ahora la moda es sentenciar: «Quien contamina, paga», como si ésa fuera una medida de rigor extremo. Lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, al que contamina le sale rentable pagar la multa y seguir en las mismas. Y eso, cuando le multan. Sólo si se adoptaran medidas punitivas que convirtieran en literalmente ruinosas las actividades industriales contaminantes, se pondría freno real a las emisiones nocivas a la atmósfera. Pero, ay, es la economía la que está en juego. Y miles de puestos de trabajo.
Doy por hecho que la iniciativa del apagón de cinco minutos «contra el cambio climático» era bienintencionada, ya digo, pero ofrecía las mayores facilidades para que las autoridades políticas y los directivos de toda suerte de organismos –unos contaminados, otros contaminantes, todos ellos colaboradores necesarios del cambio climático– decidieran camuflar sus responsabilidades y quedar bien de cara al público por el muy resultón sistema de apuntarse al cortecillo eléctrico. Que es lo que han hecho.
En medio del enfado que tenía ayer, hubo al menos una cosa que me hizo reír. Fueron las declaraciones de un representante de Adena que dijo que la acción de los cinco minutos debía ser considerada como una llamada de atención para que los gobiernos «se pongan las pilas». ¡Se pongan las pilas! ¡La cosa es consumir energía!
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Los cinco minutos.
Escrito por: ortiz.2007/02/02 05:00:00 GMT+1
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2007/02/01 05:00:00 GMT+1
Démonos un respiro en la
consideración de ese permanente terremoto con réplicas que tiene su epicentro en
Euskal Herria y hablemos hoy de otro tipo de violencia, que ayer tuvo una
llamativa expresión en el patio del colegio «Andrés de Ribera» de Jerez de la
Frontera (Cádiz), lugar en el que irrumpió a la hora del recreo el padre de un
alumno, que agredió a un profesor con la contundencia suficiente como para
enviarlo al hospital.
Ignoro si el hombre escogió la
fecha en consideración a que ayer se celebraba el Día Escolar por la No
Violencia y la Paz.
Hace tres días fue noticia que
un jugador de baloncesto de 16 años, enfadado por la decisión que había
adoptado una árbitra, le arreó un guantazo que la dejó sin sentido.
Me cuentan que en los partidos
de deporte escolar, sobre todo los de fútbol, el espectáculo más llamativo lo
ofrecen los padres, que gritan como posesos, insultan a los árbitros con los
más graves epítetos y dan órdenes tajantes a sus hijos incitándoles a la
violencia, a la vez que los increpan, con lindezas del tipo de: «¡Usa los codos, pedazo de
idiota!», «Pero, ¿se puede saber por qué no le has dado una buena patada,
mamón?», «¡Que pase él o la pelota, pero los dos no!», etc.
Para mí que buena parte de este
submundo de violencia escolar –no incluyo en él los actos de violencia entre
escolares, que responden a problemas distintos– encuentra buena parte de su
razón de ser en las expectativas no sólo excesivas, sino directamente
patológicas, que no pocos padres depositan hoy en día en sus hijos.
Siempre ha sido muy propio de
algunos padres soñar con que sus vástagos lleguen donde ellos no llegaron y
hagan lo que ellos hubieran querido hacer pero no fueron capaces, lo que suele
aparejar intentos de suscitar vocaciones inexistentes y de imponer esfuerzos
desmesurados, con la consiguiente frustración y cabreo de los afectados. Pero
lo de ahora se expresa de manera harto más explosiva, porque se combina esa transferencia
de frustraciones con la adoración de
las criaturas, que pasan a ser –ahora literalmente, no como antes– los reyes de
la casa.
Lo del fútbol tiene otro
componente, que sería cómico si no fuera trágico, y es el de los padres que, en cuanto ven que a sus críos se
les da más o menos bien lo del balón, empiezan a soñar de inmediato con que lo
mismo acaban convirtiéndose en cracks y
les hacen millonarios. Lo cual les anima a tomárselo muchísimo más a pecho.
Escrito por: ortiz.2007/02/01 05:00:00 GMT+1
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2007/01/31 05:00:00 GMT+1
Hace años que me fascina la
versatilidad de eso que los jueces llaman «la alarma social». Toman medidas que
justifican apoyándose en «la alarma social» que consideran que existe al
respecto, o en la que entienden que se crearía si no las adoptaran.
Dejo de lado la dificultad que
tiene medir en cada caso la cantidad y el grado de alarma social presente o
potencial, sea en relación con lo que sea, dada la inexistencia de socioalarmómetros, y me centro en la
consideración misma de lo que los jueces dan en llamar «alarma social».
En la práctica, dado que los encargados
de impartir justicia no tienen posibilidad de conocer de primera mano con qué
grado mayor o menor de indignación aparecen los asuntos de su competencia en
las conversaciones que se mantienen en los mercados, las aulas, los hogares de
pensionistas, las barras de los bares y otros lugares de convivencia social –al
menos no en la cantidad debida y con la diversidad geográfica necesaria para
establecer por sus propios medios una muestra representativa del conjunto de la
sociedad–, es obvio que, cuando hablan de «alarma social», o se fían de su
particular olfato o están hablando de lo que les llega a través de los medios
de comunicación. Dicho de otro modo: consideran que hay «alarma social» cuando
la mayoría de los medios de comunicación de mayor difusión se refieren mucho y
muy airadamente a determinado asunto. Y no se equivocan del todo, dada la
capacidad demostrada de esos medios para crear
«alarma social».
Pues bien: el hecho de que los
jueces reconozcan, abiertamente y sin tapujos, que los estados de opinión que
creen percibir en la sociedad forman parte de los factores que toman en
consideración para adoptar determinadas resoluciones, demuestra que, en contra
de lo que suelen decir, no siempre rechazan que se perturbe su independencia. Según los casos, ellos mismos se suben al carro de la perturbación.
Pues bien, ¿por qué no se toman
la manifestación del lunes en Bilbao como una muestra palpable y concreta de la
existencia de una amplia «alarma social» en Euskadi con respecto a la posible
imputación del lehendakari por la realización de una actividad política propia
de su responsabilidad institucional?
De todos modos, al colmo de los
colmos se llega cuando el Consejo General del Poder Judicial tercia haciendo
una encendida defensa de la independencia judicial. Ya sé que el CGPJ no es un
órgano judicial propiamente dicho, pero clama al cielo que traten de dar
lecciones de independencia y apoliticismo unos señores y unas señoras que
sientan sus reales en ese organismo, hipocresías al margen, en patente nombre y
representación de los partidos políticos que los designaron. Todo el mundo sabe
que no hay organismo con influencia en la Administración de la justicia más
politizado que el CGPJ.
Ayer, Rodríguez Zapatero dijo
algo que me apuesto lo que sea a que pasará a engrosar la larga letanía de
agravios que el PP le espeta un día sí y otro también. Afirmó que la
independencia de los jueces «está garantizada en la Constitución y el conjunto
de las leyes», pero que el Estado de Derecho permite «obviamente la libertad de
expresión y de crítica, que nadie puede evitar porque está también en la
Constitución». Frase de la que, en realidad, basta con subrayar el adverbio:
obviamente.
Escrito por: ortiz.2007/01/31 05:00:00 GMT+1
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