2007/04/30 10:55:00 GMT+2
Tremendo, el marcaje de El País al Gobierno de Zapatero para ponerle difíciles las cosas en las próximas elecciones municipales y
forales vascas. Con lo de ANV, el diario de Polanco ha sufrido una auténtica
rabieta, empeñado en dar argumentos para que alguien, quien fuera, ilegalizara
las históricas siglas del laicismo nacionalista vasco y jodiera la manta, como decían los quintos de antaño.
¿Van a ser las candidaturas de ANV «la opción C» de
Batasuna? Pues no podría jurarlo, porque me pasa como a Garzón, que no tengo
pruebas, pero sí parece que ése es el plan. ANV vendría a ser una especie de EHAK con
pedigrí, útil para reforzar las otras dos alternativas puestas en marcha por
Batasuna (el nuevo partido, ASB, y las plataformas de electores).
La ventaja que presentan las elecciones locales es que
no hay por qué acudir a las urnas con una siglas únicas. Cabe presentar varias
propuestas y ver cuántas sobreviven a la ofensiva ilegalizadora.
Es curioso –y hasta un tanto cómico– ver cómo casi
todos los partidos adoptan en este asunto de la neutralización electoral de la izquierda abertzale una posición
formalmente unívoca, pero bastante más difusa en la práctica.
Pongamos el caso del PP. Al PP, diga lo que diga, le
vendría bien en realidad que Batasuna pudiera concurrir a las elecciones. A
escala general, porque eso le proporcionaría un argumento de agitación contra
el Gobierno de Zapatero (traidor, canalla, vendido a la anti-España, etc.). En
Euskadi, porque, si Batasuna se presenta, el campo nacionalista aparecería más
fraccionado (o sea, como es).
Al Partido Socialista de Euskadi también le conviene.
Le interesa abrir el máximo de frentes de eventual negociación, para jugar a
varias bandas y conseguir que sus oponentes se neutralicen entre sí.
Más complicada tienen la cosa sus colegas del PSOE, a
escala de toda España, porque la presencia electoral de Batasuna le granjearía,
inevitablemente, toda una catarata de ataques de la derecha tradicional. Pero
esa ofensiva la va a sufrir haga lo que haga, lo que simplifica mucho su campo
de maniobra.
Más complicada se les presenta la papeleta al PNV y a
EA, divididos el uno con el otro y cada uno de ellos consigo mismo. En
principio, podría pensarse que, aunque les sea imposible reconocerlo, les vendría
mejor que Batasuna no pudiera concurrir a las elecciones, para recuperar una parte de su voto. Pero las
cosas no son ni mucho menos tan sencillas. Ni a escala del conjunto de Euskal
Herria, ni en cada territorio por su cuenta, ni –incluso– en cada localidad. El
tablero de ventajas e inconvenientes resulta en su(s) caso(s) tan embarrullado
que es casi mejor dejarlo estar. No es que no quiera marearos; es que no
ganaríais gran cosa con ello.
Está, en fin, el caso de Ezker Batua-Aralar, que
tampoco se libra de líos internos, y que defiende a machamartillo el derecho de
Batasuna a concurrir a las elecciones, aunque para nadie es un secreto que,
cuando Batasuna ha quedado descartada, a ellos les ha ido mejor (si es que
puede llamarse “ir mejor” a obtener concejalías envenenadas, sometidas a
reproches y ataques constantes).
Pero no me olvido de que había empezado este apunte
con las insidias de El País, que
conviene poner en relación con el juego más complicado de la cadena Ser.
Me han contado hace poco una historia que no puedo
asegurar que sea cierta, pero que podría serlo. No me desentona, en todo caso.
Me dicen que, hace ya muchos meses, se celebró una
cena (¿o era una comida? Da igual) entre Rodríguez Zapatero, ya presidente del
Gobierno, con la gente más prominente del staff
de El País, Jesús Polanco al frente. Los gurús del diario
independiente de la mañana atacaron en tropel, reprochando a Zapatero la limpia que había hecho en la
dirección del PSOE tras el XXXV Congreso, depurando a la práctica totalidad de
la vieja guardia felipista y poniendo en cuestión su línea atlantista,
neoliberal y españolísima.
Escrito por: ortiz.2007/04/30 10:55:00 GMT+2
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2007/04/29 06:00:00 GMT+2
Santander. Se avecina el amanecer. El Servicio
Nacional de Meteorología había anunciado que hoy llovería por aquí, pero –ya sé
que los meteorólogos no tienen la culpa– no parece que vaya a pasar nada de eso. La oscuridad es casi total. The
darkest hour is just before dawn (*), afirmaba una vieja canción country, y siempre le he dado la razón: es justo antes de la luz del alba cuando la noche parece más negra.
Me doy un amago de baño mientras oigo las noticias de
la radio. Dentro de nada me tocará enfilar la carretera en dirección a Bilbao,
para acompañar a los/las colegas de Más
que palabras de Radio Euskadi en su tertulia dominical. He repasado varias veces el orden del día previsto: la desaceleración del boom inmobiliario, las peticiones de perdón activo y pasivo del Gobierno vasco, lo de Garzón con ANV, los actos del 1º de Mayo... (Un amigo de Guadalajara me escribe contándome que allí la extrema derecha, con Ynestrillas al frente, ha convocado una manifestación en el mismo punto y hora que la anunciada por los sindicatos, y que el delegado del Gobierno ha dicho que no ve que esa coincidencia represente ningún problema. Me temo lo peor: que, efectivamente, no represente ningún problema.)
Acabada la tertulia, haré el camino de regreso. Mejor si sigue sin llover.
He estado oyendo la radio vasca por internet. Ahora me
toca Radio Nacional (de España). Entre un homenaje a Rostropovich y otro
homenaje a Rostropovich (y viva la reina, doña Sofía de Grecia y Grecia, que son muchas Grecias, de nada) me
toca apencar con un anuncio institucional, en el que me avisan de que, si quiero,
puedo votar por correo en las próximas elecciones.
Mientras me enjabono, me quedo mirando fijamente la
esponja, como si fuera la mismísima calavera de Yorik: «¡Elecciones! ¡Andá! –me digo–. ¿Y cómo
puede ser que hasta ahora no hubieras caído en que ese asunto, del que has
escrito ya varias veces, te concierne personalmente, o sea, que, aparte de especular con lo que pueden votar los demás, tú también
podrías hacerlo, si te diera por ahí?»
De repente, me siento objeto. Objeto del interés de los candidatos.
Pero raro, también como objeto.
Primer punto problemático: soy un ciudadano
vasco que no está empadronado en Euskadi, con lo que ya, como diría Otegi, me
sitúo «en otro escenario».
«¿Y dónde estoy empadronado?», me pregunto, aún más
perplejo. «¿En Madrid, provincia de Madrid, o en Aigües, provincia de Alicante?»
Tengo tal lío de papeles... Sé que soy contribuyente alicantino, pero los dos
ayuntamientos, el de Madrid y el de Aigües, me asaetan a impuestos, como los
romanos a San Sebastián, mi santo patrón municipal. O sea que cualquiera sabe.
Si me tocara votar en Aigües, no tendría ningún
problema, porque ignoro por completo qué candidaturas están disponibles allí y,
aunque lo supiera, daría lo mismo, porque no conozco a sus integrantes, con lo que no sé
si hay alguno mejor que los demás o si son todos por el estilo. Imposible opinar, urnas mediantes. Lo cual es
aplicable a mi hipotética condición de elector madrileño, sólo que a la
inversa: a los candidatos de Madrid sí los conozco, con lo cual tampoco puede decirse que me pirrie la idea de votar.
Si existiera el voto hostil, un voto que restara en
lugar de sumar –el verdadero voto útil–, iría a votar como un solo hombre –que
es lo que soy, por otra parte– contra Esperanza Aguirre, cuya carencia de
encantos me parece la demostración misma de que, en contra de lo que solemos
pretender los relativistas, sí existen los absolutos. Y contra Ruiz Gallardón, del que me creo todo, salvo lo que dice.
Pero no hay nada de eso.
De estar empadronado en Euskadi, sí que tendría claro
qué hacer. Pero da igual, y en todo caso no lo diré, para no desmentir que el voto es secreto.
Cuando se avecinan elecciones y alguien me pide que dé alguna recomendación, siempre me vuelvo marxista (rama Groucho) y respondo que jamás pondré interés en influir en alguien que sea tan insulso como para dejarse influir por alguien como yo.
_________
(*) Recomiendo oír la canción en la versión de Emmylou
Harris, incluida en el álbum Roses In The Snow,
1980.
Escrito por: ortiz.2007/04/29 06:00:00 GMT+2
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2007/04/28 08:00:00 GMT+2
El Gobierno de Ibarretxe ha pedido perdón en nombre de la sociedad vasca a las víctimas de ETA por no haberlas respaldado como se merecían. Yo suscribí un manifiesto en el que algunos vascos mostramos nuestro desacuerdo con el hecho de que la demanda de perdón estuviera destinada a las víctimas de ETA en exclusiva y no abarcara también a quienes han sufrido los trágicos efectos de otras violencias de naturaleza política. Víctimas de bandas parapoliciales, o policiales, sin más, que las ha habido, y numerosas.
Por mi gusto, yo habría añadido al manifiesto un párrafo señalando que, sea como sea, no todas las víctimas de ETA me merecen idéntica consideración. Sería un hipócrita si dijera que me entristece el fin que tuvo Melitón Manzanas, reputado torturador, o el almirante Carrero Blanco, responsable de la muerte de miles de personas condenadas en parodias de juicios o paseadas al amanecer y liquidadas con un tiro de desgracia por no comulgar (¡qué bien puesto el verbo!) con sus ideas.
En el caso de ese par de personajes, y de algún otro, siempre he subrayado la doble consideración que me merecieron y me siguen mereciendo sus muertes. Políticamente las desapruebo, porque no concedo a nadie el derecho a erigirse en vengador solitario y actuar en nombre de un pueblo que no lo ha elegido para representarlo, y menos a tiros. Pero, en lo personal –en lo sentimental, por así decirlo–, la desaparición del mundo de los vivos de ese par de bichos ni me conmovió en su momento ni me conmueve lo más mínimo ahora, así que no podría pedir perdón (a su memoria, tendría que ser) sin hacer un ejercicio de jesuitismo del que me declaro incapaz.
Sí lamento que ETA haya matado o mutilado a muchas otras personas, y no sólo a las que designó a bulto con su dedo mortuorio sin pararse a pensárselo dos veces, sino también a la inmensa mayoría de las que condenó a muerte en juicios sumarísimos –en parodias de juicio: retomo la expresión– tras considerar que se lo habían ganado por llevar uniforme o por trabajar de paisano para el Estado español. Y también lamento que esas personas y sus familiares hayan tenido que cargar durante años con el peso suplementario de un desdén social inmerecido, aunque sea falso que ese doble baldón haya sido universal: hay familiares de víctimas de ETA que no se identifican con esa queja.
De todos modos, aprecio otro aspecto en el acto de contrición del Gobierno de Ibarretxe que tampoco me convence. Me refiero a lo de pedir perdón «en nombre de la sociedad vasca».
Me da que se mezclan ahí churras con merinas. Porque una cosa es que la Administración vasca considere que no ha puesto en el pasado todo el interés que debía en la atención material y psicológica de las víctimas de ETA –lo que no sólo es posible, sino posibilísimo– y otra que el Gobierno de Gasteiz mezcle esa autocrítica suya con la buena, mala o peor conciencia que puedan (podamos) tener los ciudadanos de a pie por nuestras actitudes ante algunos de nuestros conciudadanos (actitudes más o menos consideradas, más o menos desconsideradas, pero en todo caso libérrimas), de cuya gestión no hemos encargado al Gobierno vasco, que yo sepa.
Los observadores de la conducción de los asuntos públicos solemos respaldar una máxima que viene abrumadoramente avalada por la experiencia: «Responsabilidad de todos, responsabilidad de nadie».
Para acabar de embrollar aún más el asunto, el Gobierno vasco ha aprovechado la ocasión para reclamar al Gobierno español que (¿en correspondencia?) pida perdón a las víctimas del bombardeo de Gernika. Como ya he argumentado en reciente ocasión con referencia a la Ley de la Memoria Histórica, el Gobierno español actual, al que se debe considerar representante ejecutivo y heredero legal del Estado surgido del levantamiento militar del 18 de julio de 1936, reformado pero nunca revocado durante la llamada Transición, es depositario de las responsabilidades históricas –y eventualmente legales– que contrajeron sus antecesores.
Suelo decir a veces, consciente de lo que tiene de humor negro, pero también de verdad implacable, que cuando en España se habla de Franco denominándolo «el Jefe del Estado anterior», conviene precisar que lo que es anterior es el jefe, no el Estado.
Fue ese Estado el que se conchabó con el III Reich para probar en Gernika la eficacia de las bombas de fósforo, de cuyas excelencias ha seguido disfrutando hace nada la US Air Force en Irak.
Todos primos hermanos, en realidad.
Y los demás, todos víctimas.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Perdón, con perdón.
Escrito por: ortiz.2007/04/28 08:00:00 GMT+2
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2007/04/27 06:15:00 GMT+2
Hablé hace unos
días con una periodista vasca sobre el plantel de dirigentes con los que cuenta
allí el PP. Coincidimos rápidamente en que hay alguno –no me pidáis nombres–
que tiene menos luces que el cuarto de revelado de un fotógrafo de los de antes.
Y también en que hay otros a los que no les falta arrojo, y no sólo para sobrellevar
el riesgo de que los maten cualquier día –ojalá no–, sino también para dar la
cara por una política que no se caracteriza precisamente por sus muchos
adeptos. Recordamos al que tuvo el coraje de sentarse junto a los
representantes de los demás partidos vascos en las recientes Jornadas sobre
Euskadi que se celebraron en Barcelona: acudió, trató de explicarse (seamos
justos: se explicó, aunque sus argumentos no tuvieran demasiado éxito) y se
comportó con gran corrección, sin perder las formas ni dar la espalda a nadie.
Me vino a la
memoria en ese momento Gregorio Ordóñez, el concejal popular de Donostia al que asesinó ETA en 1995. En 1990 escribí en El Mundo del País Vasco una columna en
la que hacía irrisión de algunas de sus patas de banco. Me sorprendí cuando me contaron
que había recortado el artículo y lo tenía colgado de una chincheta en su
despacho. Él mismo me dijo meses después que mis ironías le habían hecho gracia.
Fue con ocasión de un programa de la televisión vasca en el que polemizamos
mano a mano, él defendiendo el matrimonio católico como suma de todas las
perfecciones y yo tomándole el pelo, sin más.
Cuando lo
mataron, volví a ver la grabación de aquel programa. Me resulté odioso. Me
parecieron bordes a más no poder las burlas pedantonas con las que no paré de
chotearme de sus lagunas culturales.
Se lo comenté a
la colega con la que hablaba de estas cosas.
–Te sentiste así
de mal porque lo mataron –me respondió.
Y en ese momento
me salió una frase que ni siquiera había pensado antes de decirla. Que quizá
pensó el otro yo que suele
acompañarme, escondido entre los meandros de mi cerebro, para darme sin parar la
tabarra, objetándomelo todo.
Sea como sea, el
caso es que dije:
–Deberíamos
hablar a todo el mundo como si fuera a ser asesinado cinco minutos después. Con
el mismo respeto.
Mi colega se
quedó pensativa. Yo también.
Pero en seguida
me entró la risa.
–¡Perdón! –le
dije, bromeando–.¡ Se ve que me ha perdido mi gusto por las frases!
Me había salido
una sentencia solemne y campanuda, sin más.
¿Sin más?
No sé.
Lo cierto es que
la frasecita me persigue desde entonces.
_____________
Mi amigo Joaquín, melómano impenitente, me envía desde Zaragoza, coincidiendo con el 25 de abril, esta insólita versión de "
Grándola, vila morena", cantada por Amália Rodrigues. Es, por decirlo así, como si tuviéramos una grabación de Lola Flores cantando "La Internacional". Aunque dudo de que Lola Flores hubiera podido disfrazarse de roja tan bien como lo hace aquí Amália.
Agradeced a Joaquín el regalo.
Escrito por: ortiz.2007/04/27 06:15:00 GMT+2
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2007/04/26 08:00:00 GMT+2
Titular de El País del domingo 22 de abril: «El
Gobierno blindará la ley para evitar que los juicios franquistas generen
indemnizaciones». El subtítulo dice: «El PSOE sostiene que las arcas del Estado
no podrían hacer frente a las reclamaciones». Tengo el recorte puesto en el
atril de mi mesa de trabajo desde hace cuatro días. Opto por comentarlo hoy,
como parte de una operación de limpieza, para hacer hueco a nuevas
aportaciones. (Su lugar lo ha ocupado ya una anotación que hice ayer mientras
escuchaba un servicio informativo de la cadena Ser. Transcribí: «Declaraciones
de Ignacio Díaz de Aguilar, refiriéndose a Senegal: “Estos países, desde luego… su prioridad no son los derechos humanos
ni las razones humanitarias…”». Subrayé
la expresión «estos países». Es como si hubiera dicho «esa gente». Destilaba
racismo inconsciente. Lo curioso es que Díaz de Aguilar, que preside la Comisión
Española de Ayuda al Refugiado, la utilizaba para distinguir a «esos países»…
de España, cuya prioridad –¡lo dijo!– sí son los derechos humanos. Anoté debajo: «Comentar, ya de paso, la
expresión “derechos humanos”. ¿Puede haber derechos que no sean humanos, es decir, producidos por
nuestra especie? ¿Se insiste en esa obviedad porque se considera que esos
derechos ganan en categoría al haber sido formulados por miembros de la misma
división del reino animal a la que pertenecen Bush, Aznar y Le Pen, por ejemplo?
Distinguir entre "humano" y
"humanitario". Señalar el disparate que encierra la expresión, hoy tan común, "catástrofe humanitaria"». Quizá algún día no muy lejano esas notas casi
telegráficas me den material para un Apunte
como éste.)
Bueno, regreso al
punto de partida: «El Gobierno blindará la ley para evitar que los juicios
franquistas generen indemnizaciones».
Primera y
principal pregunta que hay que hacerse: ¿Y cómo podría ser que las injusticias
cometidas por los gobernantes de la dictadura franquista produjeran
obligaciones que recayeran sobre los gobernantes del Estado español actual?
Respuesta: eso podría suceder porque, en
virtud –perdóneseme la coña– de las peculiaridades de la Transición
española, entre la dictadura franquista y el régimen parlamentario instaurado
en 1977 no hubo ruptura, ni política ni legal, de modo que el actual Gobierno
es heredero legal del régimen de Franco y está obligado a hacerse cargo de las
responsabilidades que se deriven de los actos de la dictadura que no hayan prescrito.
El derecho
internacional –que respalda la doctrina
Estrada– hace que, a efectos jurídicos, las administraciones políticas de
cada país estén obligadas a asumir las obligaciones derivadas de los actos de
sus antecesoras. Pongamos un ejemplo: puesto que el Portugal salazarista suscribió
en su día el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, el Gobierno actual
de Lisboa está obligado a respetarlo. O a denunciarlo, claro. Lo que en ningún
caso puede es pretender que no le concierne, porque el de Salazar y Caetano fue
otro régimen (que ellos enterraron tal día que ayer, pero hace 33 años). Es decir que, a efectos
internacionales, y considerando el principio consolidado que impide a cada estado
injerirse en los asuntos internos de los demás –lo que viene a ser, en la
práctica, una variable del derecho de autodeterminación–, dan igual las
revoluciones, los golpes de Estado y los cambios de Constitución que se
produzcan en cada país.
A efectos
internos, obviamente, es muy distinto. El Gobierno portugués de hoy en día no tiene
por qué hacerse responsable de los desmanes cometidos por los tribunales
salazaristas y su PIDE (policía política) porque el Estado portugués actual se
asienta sobre el repudio total de la dictadura a la que sustituyó. Citaré –no
sin un punto de nostalgia– el preámbulo de la Constitución portuguesa, inequívoca
a más no poder en este punto. Dice: «El 25 de abril de 1974, el Movimiento de
las Fuerzas Armadas (O Movimento das Forças
Armadas) derribó el régimen fascista, coronando la larga resistencia del
pueblo portugués e interpretando sus sentimientos profundos. Liberar a Portugal
de la dictadura, la opresión y el colonialismo ha representado una
transformación y el comienzo de una inflexión histórica de la sociedad
portuguesa. La Revolución ha devuelto a los portugueses los derechos y
libertades fundamentales. En ejercicio de estos derechos y libertades se
reunieron los legítimos representantes del pueblo para elaborar una
Constitución que correspondiese a las aspiraciones del país. La Asamblea
Constituyente (A Assembleia Constituinte)
proclama la decisión del pueblo portugués de defender la independencia
nacional, de garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, de
establecer los principios básicos de la democracia, de asegurar la primacía del
Estado de derecho democrático y de abrir la senda hacia una sociedad
socialista, dentro del respeto a la voluntad del pueblo portugués y con vistas
a la construcción de un país más libre, mas justo y más fraterno.»
Las Cortes
ambiguamente constituyentes que fueron elegidas en España en 1977 en
condiciones precarias (con algunos partidos políticos situados todavía en la
ilegalidad, ya para empezar) no elaboraron una Constitución que proclamara la
ruptura con el régimen anterior, como la portuguesa. Es más: para que no
hubiera duda sobre ello, los dirigentes políticos españoles conchabados para la
ocasión sostuvieron que lo que estaban haciendo no era una ruptura, sino una reforma del régimen anterior.
Representando al
mismo Estado –reformado, pero el mismo–, los gobernantes españoles actuales no
pueden declarar ilegítimos y nulos de pleno derecho los juicios inicuos llevados
a cabo por las autoridades del franquismo, que
son sus antecesoras legales, sin admitir que aquellas injusticias merecen
reparación, legal… ¡y económica!
El PSOE hace el
cálculo de lo que su Gobierno tendría que pagar si reconociera la injusticia de
los actos de barbarie cometidos por el régimen cuya herencia asume (porque ése es el quid de la cuestión) y se
echa las manos a la cabeza: miles y miles de fusilamientos sumarios, años y más
años de cárcel sufridos por decenas de miles de ciudadanos… ¿De dónde sale el
dinero para pagar todas esas indemnizaciones? Algunos leguleyos fachosos dicen:
«Pero es que, si se anulan todos esos juicios, quedarían sin castigo muchos
actos que fueron realmente criminales». Punto uno: nada de sin castigo; ya
fueron castigados, y muy de sobra. Y punto dos: de quedar lavados de culpa unos
u otros crímenes, ¿a quién habría que reprochárselo? Ése es el problema de todas
las condenas ilegítimas: dado que nadie puede ser condenado dos veces por los
mismos hechos, aquel cuya primera condena no fue conforme a Derecho se libra de
la segunda.
Al tratar de
conferir un mínimo de coherencia a la llamada Ley de la Memoria Histórica, el
Gobierno de Zapatero se ha metido en un laberinto sin salida. O hay memoria de
verdad, y entonces la reforma de 1976-1977 merece ser repudiada, o no hay
memoria de verdad, y entonces seguimos en las mismas de siempre, con los unos
cubriendo sus vergüenzas y los otros señalándoselas.
Yo, para qué
mentiros, renuncio a obtener ni un solo euro por el largo tiempo que pasé en la
cárcel y por las torturas a las que fui sometido, de las que ya hubo un juez
que dejó constancia, y para qué.
Me conformo con
disfrutar del sofoco que están pasando los dirigentes del PSOE por culpa de sus
propias contradicciones.
Escrito por: ortiz.2007/04/26 08:00:00 GMT+2
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2007/04/25 05:00:00 GMT+2
El juez Javier Gómez
Bermúdez se molestó porque al testigo, Gorka Vidal, convocado a declarar en
tanto que miembro de ETA, le entró la risa cuando le preguntaron si su
organización tuvo algo que ver con los atentados del 11-M. Le conminó a ponerse
serio, le señaló en tono cortante que lo que se juega en ese juicio es de una
extraordinaria gravedad y le ilustró sobre cómo debía responder: «Dice usted
“no” y se acabó».
El testigo, con
independencia de lo que considerara el juez Gómez Bermúdez, tenía perfecto derecho
a manifestarse sorprendido por la pregunta y a responder que le parecía
absurda, entre otras cosas porque lo era, y de manera muy obvia. Se le pidió
que testificara si ETA tuvo relación con los atentados del 11-M. El declarante
puede que haya sido de ETA, pero no es ETA, en su integridad. Él no puede
estar al tanto de lo que han hecho o han dejado de hacer en uno u otro momento
todos y cada uno de los miembros de la organización.
A nadie se le
puede pedir que declare sobre algo que es imposible que sepa, de modo que, en
todo caso, lo que debería haber hecho el presidente de la Sala es atajar la
pregunta de la abogada de laAVT Manuela Rubio, reclamándole que interrogara al
testigo sobre aquellos extremos de los que podía tener un conocimiento directo.
¿Tuvo Vidal alguna relación con los atentados del 11-M? ¿Alguien perteneciente
a ETA asumió ante él que la organización estuviera involucrada en esos
crímenes? Si sí, pues sí, y si no, pues no.
En todo caso, lo
que resultó improcedente a más no poder es que el juez sugiriera al testigo el tenor
de la respuesta que debía dar. El «Dice usted “no” y se acabó» de Gómez
Bermúdez es digno de una antología del cheli procesal.
Nada nuevo bajo
el sol: se trata tan sólo de otra de las muchas chulerías con las que nos
festeja cada vez que adopta esa pose tan suya de Ironside malagueño y retira la
palabra a los acusados para que no pierdan el tiempo defendiéndose, abronca a
los traductores, ridiculiza a los abogados –con los que luego se disculpa a
escondidas, como si con eso arreglara algo– o da voces a los técnicos del equipo
de sonido, para que quede claro que él es la Ley, como dice cada tanto cualquier
nota, desde Dirty Harry a Edward G.
Robinson, pasando por James Cagney, en alguna peli de Hollywood .
Lo que más me
fascina del juez Gómez Bermúdez es que está consiguiendo que le coja un paquete
de mucho cuidado a pesar de que la causa a la que se supone que favorece con
sus salidas de tono es la que yo también defiendo.
Mi problema es
que no me gusta ganar de cualquier manera.
Según estaba
escribiendo la frase anterior, me he acordado –por mero capricho de la memoria,
que asocia las ideas a su aire– de uno de los últimos partidos de fútbol-sala
que jugué cuando todavía podía. Fue hace algo sí como 18 años. Nos
enfrentábamos unos cuantos de El Mundo contra
otros tantos de otro medio, no recuerdo cuál (¿Radio Nacional? ¿TVE? Sé que
estaba José Ángel de la Casa). El caso
es que jugábamos sin árbitro, por lo cual las faltas había que consensuarlas. Y yo hice una que nadie advirtió,
salvo la víctima de mi entrada y yo mismo. Según sucedió, exclamé: «¡Falta,
falta! ¡A su favor!», e interrumpí el juego para que sacara el equipo
contrario. El que actuaba como si fuera nuestro capitán –aunque no lo
hubiéramos elegido para ello, ni falta que hacía– montó en cólera: «¡Y a ti
quién te manda aceptar una falta que nadie ha reclamado! ¡Estás loco!». Le
hablé del fair play, de la
deportividad, de que estábamos jugando entre colegas… Pero no hubo nada que
hacer. Era evidente que habitábamos en dos galaxias distintas. (Hoy en día es
muchísimo más evidente.)
Los que leéis
estos apuntes a diario sabéis que no hace
mucho recordé una frase histórica de complicada atribución: «Tal vez sea un
hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Ahí está la cosa:
yo no participo de esa filosofía de la vida. No acepto tener a mala gente en mi
bando, aunque parezca que conviene a la defensa de lo mío y de los míos.
Si es mala gente,
no está en mi bando.
O sea, y en
resumen: que para mí que este juez, el tal Gómez Bermúdez, es mala gente.
Escrito por: ortiz.2007/04/25 05:00:00 GMT+2
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2007/04/24 05:00:00 GMT+2
He leído tantos
análisis sobre la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas que
me declaro abrumado: en España –en esta España que es legítima heredera de
aquella otra que estuvo como un solo hombre en París en mayo de 1968, y que tan
en masa lo hizo que no dejó sitio para que los franceses pudieran hacerse ni siquiera
con un huequecito desde el que contemplar el histórico evento– todo el mundo
sabía no sólo lo que iba a suceder anteayer, sino por qué, cuándo, cómo y a qué
precio.
Yo no sabía nada
de todo eso, ignorante de mí, aunque me temía lo peor –lo hago siempre, por
sistema: es mi modo de protegerme–, así que me instalé a las 8 de la tarde
delante de la tele, conectado con un canal francés de esos que estaban volcados
en el acontecimiento y que no pararon de hablar de él durante horas y más horas,
obligándome a zapear entre sus fintas y las de los jugadores del Barça,
empeñados en demostrar que se puede jugar bien y perder, como el mismísimo
Bayrou.
No saqué de ello
conclusiones de hondura estratégica que comunicar al mundo, pero tomé discreta nota
de algún hecho que me pareció digno de mención. Retuve en especial el
espectacular descenso electoral de Jean-Marie Le Pen.
No sabía que
tal cosa iba a suceder, pero me la maliciaba.
Quizá vosotros
no sepáis que Nicolas Sarkozy ha dado a luz recientemente un libro, titulado Testimonio, que recoge muy bien su
pensamiento y que ha sido publicado en castellano por una editorial llamada
Foca, de la que es director… ¡chachán, chachán!... este servidor de ustedes.
«¡Pero, hombre,
Ortiz! ¿Y eso?», me diréis. Pues eso
se debe a que leí el original del libro y me pareció que reflejaba muy bien las
astucias de un político derechista y cabrón como él solo, pero listo como
ninguno de los políticos derechistas que tenemos por aquí. Un político que, así
que lo vi desenvolviéndose a sus anchas, me apercibí de que era una pieza de
mucho cuidado, digna de estudio. Porque me consta que los estafadores más
peligrosos son los que se conocen las bambalinas de memoria y se esfuerzan por
venderte la moto mirándote sonrientes a los ojos, con elegancia y como quien no
quiere la cosa. O sea, tal como él.
Es muy posible
que discrepéis de mis criterios de editor –es decir, de mis criterios, en general–,
pero ya veis que no los disimulo. Por poner un ejemplo: si me topara mañana
mismo con el original de Mein Kampf y
descubriera que está inédito, aconsejaría
su publicación.
En todo caso,
mi impresión es que Sarkozy ha alcanzado la alta cota electoral que ha
conseguido porque buena parte del electorado ultraderechista francés ha llegado
a la conclusión de que votar a Le Pen era perder el tiempo y las energías, y
que Sarkozy, aunque no esté tan pa’llá como el veterano ex combatiente de
Indochina, puede tirar en esa dirección –en la de la ultraderecha, no en la de
Indochina– con bastante eficacia.
Se ha
producido, en cierto modo, una españolización
del panorama político francés. Todos sabemos que en España hay una franja
electoral numerosa que se identifica con la extrema derecha, pero que no cree
conveniente promover una candidatura abiertamente fascista, porque sabe que eso
no acabaría reportándole provecho. Es gente que prefiere votar al PP,
consciente de que ese partido no es todo lo ultra que sería de su agrado, pero
a sabiendas de que es lo suficientemente ultra como para hacer la cusqui a los
jodidos demócratas y a los crápulas antifascistas.
El PP es el voto
útil de los fascistones españoles. Sarkozy, el de les fachos franceses.
Es lo que
reflejaron las urnas del domingo. Le Pen habría satisfecho más a los
ultraderechistas del exágono, pero la mayoría de ellos sabía de sobra que su
ídolo no podía ganar. Sarkozy les resulta un poquitín blandengue, pero es lo
mejor que se les ofrece, dentro de lo disponible.
O sea, que
Sarkozy viene a ser como Rajoy. Sólo que en hábil, en inteligente y en buen
orador.
Es el equivalente a Rajoy, sí. Aunque nunca sería tan zoquete como para
afirmar que representa a los franceses «normales».
Es lo que tiene
la derecha francesa: que viene experimentando lo suyo desde 1789. Y más sabe el
diablo por viejo que por diablo.
Escrito por: ortiz.2007/04/24 05:00:00 GMT+2
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2007/04/23 05:00:00 GMT+2
Al parecer, hay
que estar en contra de la crispación. Hasta se ha sacado hace unos días un manifiesto
sobre eso, firmado por gente muy principal. Extraje de su lectura la conclusión de
que, si uno quiere estar bien visto en estos tiempos que corren, tiene que oponerse
a la crispación.
Dispuesto a clarificar
a qué he de oponerme (y a qué no), así que leí el manifiesto acudí presuroso al
diccionario. Ojeando (que no hojeando) el DRAE, me topé con que dice: «Crispación: acción y efecto de crispar».
Lo que me llevó tout naturellement
a la entrada siguiente, en la que leí: «Crispar:
(Del lat. crispāre). 1. tr. Causar contracción
repentina y pasajera en el tejido muscular o en cualquier otro de naturaleza
contráctil. U. t. c. prnl. 2. tr. coloq. Irritar, exasperar. U. t. c. prnl.»
Como lo de la cosa contráctil me parecía que no acababa de venir muy
a cuento –por despolitizada, mayormente–, me quedé con lo de «irritar, exasperar»
(que utilízase también como pronominal). De modo que concluí que de lo que se
trata es de estar en contra de irritar y exasperar. O bien, alternativamente,
de irritarse y exasperarse. O tal vez, por extensión, de que te irriten y te
exasperen.
Hombre, en eso último no podría estar más de acuerdo. Me fastidia
un montón que me irriten y me exasperen.
Como soy de natural recíproco, tampoco me gusta irritar y exasperar.
Por desgracia, ése es un aspecto sobre el que no dispongo de un control total.
Tengo comprobado que, pese a mi disposición invariable y universalmente
benevolente, hay gente a la que irrito y exaspero, por mucho que eso me entristezca.
Pero para mí que es una triste reacción que tiene que ver más con mis ideas que
conmigo mismo, lo que me tranquiliza, porque aborrezco los enfrentamientos
personales. Así, siendo sólo cosa de ideas, sin que medien furores ni
enemistades –ni irritaciones, ni exasperaciones, se entiende–, todo resulta
como más civilizado.
Digo yo.
Pero el hecho es que mis ideas –ya que no yo, pobre de mí– producen
irritación y exasperación (o sea, crispación) en no pocos mortales, muchos de
los cuales me leen sin querer en las páginas de El Mundo, donde los cojo a traición, relajados, cuando se pensaban
que estaban en casa, como quien dice, a resguardo del Maligno. Y resulta que
no.
A mí me pasa lo mismo con sus vedettes.
Aunque no del todo. La verdad es que me protejo de sus maldades aplicando una
técnica de autodefensa bastante eficaz, consistente en no leer lo que escriben y no escuchar lo que dicen.
O, para ser más preciso: en no insistir en escuchar lo que dicen y leer lo que escriben. Porque los escuché y los leí
en su día, y no una sino muchas veces, por imperativo laboral, pero pronto
me di cuenta de que siempre decían y siempre escribían lo mismo, para demostrar lo mismo y
defender lo mismo, con lo que, escuchados y leídos una vez, escuchados y leídos para siempre.
Me pasa con ellos lo que imagino que a ellos les pasa conmigo, sólo
que al revés.
Lo que no entiendo es qué sentido tiene firmar un manifiesto –cosa
que implica que alguien lo haya escrito previamente, cosa todavía más
trabajosa– pidiendo a los de la acera de enfrente que no me irriten.
Estoy seguro de que ellos preferirían no enfadarme. Que les
parecería de perlas si lo que escriben y dicen me gustara.
Pero ocurre que no. Lo cual no me molesta porque crispe, sino
porque revela que en España hay reaccionarios a barrabarra. (*)
Pero, puesto que
los hay, habrá que aceptar que se manifiesten. ¿O no?
__________
(*) Releyendo este apunte, me he preguntado si la expresión "a barrabarra" será de conocimiento general. He regresado al DRAE y he descubierto, con disgusto, que no figura en él. He buscado en otros diccionarios, incluido el del español actual, de Manuel Seco et alii, y tampoco. Al final, la he encontrado en el Diccionario 3.000. Lo cual presenta un problema: es un diccionario euskara-castellano. Se lee en él: «Onom. Expresión empleada con idea de abundancia». ¿Será que se utiliza sólo en Euskadi? ¡Qué absurdo monopolio! ¡Restringir el uso de una expresión tan maja y tan sonora! Pongámosla en circulación por tierras de España y Portugal y que gane adeptos por doquier.
Escrito por: ortiz.2007/04/23 05:00:00 GMT+2
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2007/04/22 09:00:00 GMT+2
Mucha gente que vive en el campo está armada. En la zona de Alicante donde tengo mi casa, debo de ser uno de los pocos lugareños que no cuenta con una buena escopeta de dos cañones.
Me refiero a los que habitamos fuera del núcleo urbano, en casones alejados y aislados.
Hace años salió a relucir ese asunto en una conversación con un vecino. «¿Cómo es que no tienes una escopeta? ¿No temes que te entren ladrones?», se extrañó. «Olvídalo. Si tuviera un arma, podría llegar a usarla. Eso es lo que más miedo me da. ¡Imagínate que hiero o mato a alguien! Prefiero que me roben. Tengo un buen seguro», le respondí.
Mi posición es bastante razonable, creo, pero lo cierto es que casi todos los paisanos que me rodean están armados y, que yo sepa, nunca ha habido en nuestro entorno ningún incidente en el que hayan mediado disparos. No, por lo menos, en los 16 años que llevo por la zona. Se oyen tiros, sí, pero en la temporada de caza, y sólo las liebres y las perdices tienen motivos para andarse con ojo. Se deduce de esto que vivo rodeado de gente juiciosa, que sabe para qué hay que usar las escopetas y para qué no. Supongo que, si alguna vez alguno de mis vecinos descubriera a algún ladrón en plena faena, dispararía al aire, para asustarlo y obligarlo a huir. Yo, la verdad, no haría ni eso, no fuera a ser que el ladrón estuviera armado y decidiera repeler el ataque.
Tal vez sea por culpa de mi inmoderado espíritu de contradicción, pero el caso es que no veo tan claro lo que todo el mundo por aquí dice que tiene clarísimo en relación al derecho de posesión de armas de fuego en los Estados Unidos de América. Se establece una relación de causa-efecto: allí la tenencia de armas de fuego es legal, ergo es muy fácil que la gente mate (o se mate). Sin embargo, las leyes reguladoras de la tenencia de armas en Canadá son muy similares a las estadounidenses –no se trata de un derecho constitucional, pero como si lo fuera–, pese a lo cual los canadienses no padecen matanzas indiscriminadas como las de Columbine (1999), Pensilvania (2006) o Virginia, ni en centros escolares ni fuera de ellos.
Resulta de rigor examinar el asunto a partir de la distinción entre causas externas (condiciones) y causas internas (predisposición). Por retomar una vez más el ejemplo clásico: el calor hace que los huevos se conviertan en pollos, pero no hay calor en el mundo que sea capaz de convertir las piedras en pollos. Si legislaciones similares producen resultados cualitativamente distintos en sociedades diferentes, la causa última de los problemas no habrá que buscarla en las leyes, sino en la disposición más o menos favorable (o desfavorable) de las sociedades concernidas. Lo cual nos obliga a deducir que la legislación estadounidense sobre las armas de fuego no es la causa de los crímenes, sino un factor exterior –todo lo importante que se quiera, pero exterior, no esencial– que facilita su realización.
O, dicho de otro modo: de lo que estamos hablando, en último término, es de una sociedad que produce con facilidad individuos desquiciados, que en muchos casos han sido previamente educados en el culto a las armas de fuego, a su belleza… y a su capacidad para liquidar los problemas por la vía rápida. No es esta ley o la otra la que no funciona. Es esa sociedad en su conjunto la que está enferma.
Pienso en mis deudas con Canadá y no me viene a la cabeza ni un solo nombre que evoque violencia. Muy al contrario: me sale recordar a Leonard Cohen, a Neil Young, a Joni Mitchell, a Jamie Robbie Robertson… Todos pacifistas.
En cambio, pienso en los USA y los nombres asociados a la violencia me asaltan desde el principio. Desde muchísimo antes de recordar el cine de Sam Peckinpah.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Un arma en el alma.
Escrito por: ortiz.2007/04/22 09:00:00 GMT+2
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2007/04/21 05:00:00 GMT+2
En una mesa redonda improvisada que tuvimos el miércoles en Ràdio Quatre –la emisora en catalán de RNE– traté de explicar a mis contertulios (Verónica Portell, Alberto Surio, Antoni Segura y Josep Cabayol, responsable del programa Les agendes, que fue nuestro anfitrión) la importancia que tiene que aprendamos a odiar en paz.
Saqué la impresión de que no me había hecho entender. Para mí que quedé como si me hubiera dado un pronto poético, o algo así. Alguien me contestó muy amablemente diciendo que, en efecto, el diálogo, «que es inherente a la política» (¿lo es?), no tiene por qué desembocar en acuerdos; que la rivalidad es posible, y a veces inevitable.
Pero yo no trataba de rivalidades. Un rival es alguien que compite con otro u otros con la esperanza de tener más éxito en el desempeño de la misma tarea. Yo no hablaba de rivales, sino de enemigos. Es decir, de aquellos que se nos enfrentan para impedir que consigamos nuestros objetivos e imponer los suyos, diametralmente opuestos. Nada de esgrima elegante y caballerosa: combate; lucha entre pretensiones antagónicas.
No veo que haya ahí lugar para el juego. Me repatea cuando oigo hablar de «respetar las reglas del juego democrático». Que se imponga uno u otro modelo de organización social no tiene nada de contienda lúdica. Se dirimen las posibilidades de felicidad de demasiada gente. Me niego a frivolizar con asuntos de tanta trascendencia.
Traté de dar pistas de por qué derroteros apuntaba mi pensamiento evocando a Claus von Clausewitz. Dije que, del mismo modo que el gran estratega prusiano definió acertadamente la guerra como «la continuación de la política por otros medios», bien podría afirmarse que la política, abordada y sentida a fondo, es la continuación de la guerra por otros medios.
Política y guerra se diferencian en los instrumentos de los que se sirven: pacíficos los de la primera; violentos los de la segunda. Se distinguen entre sí por eso. No porque en una sea de rigor el compadreo y en la otra prime la malevolencia.
En lo que a mí concierne, no estoy dispuesto a pastelear con quienes explotan y oprimen al pueblo. Y lo digo con plena conciencia de lo mucho que el empleo de términos como ésos chirría en estos tiempos de pensamiento blando. No lo oculto: odio a quienes sirven de punta de lanza política a aquellos que abusan de la mayoría. Ahora bien: no se me oculta que vivimos –aquí, en este rincón de Europa, y ahora– en tiempos de primacía de la política, es decir, de canalización de los enfrentamientos políticos por cauces pacíficos. De lo cual me felicito, porque la experiencia me ha enseñado que la violencia, cuando nace de la decisión de tales o cuales dirigentes políticos astutísimos, suele tener efectos desastrosos, poco o nada parecidos a los formalmente pretendidos.
Es de ese conjunto de consideraciones del que nace mi empeño en odiar en paz a mis enemigos.
Es posible que se trate de una actitud difícil de entender.
A no ser que se comparta, supongo.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural. 21 de abril de 2007.
Escrito por: ortiz.2007/04/21 05:00:00 GMT+2
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