2007/05/10 07:00:00 GMT+2
He estado siguiendo las noticias sobre lo que dijo
Josu Jon Imaz en Madrid acerca de la posibilidad de un acuerdo entre el PNV y el
PP en el caso de que Rajoy ganara las próximas elecciones generales.
Me he preocupado seriamente por mí mismo. Es evidente
que mis aptitudes perceptivas y analíticas no están a la altura de las
circunstancias. Porque casi todo dios ha estado de acuerdo en que lo que dijo
es muy revelador, en tanto que yo no le vi la chispa por ningún lado.
Os contaré cómo vi yo la cosa según oí hablar de ella.
La escena es la siguiente: el presidente del PNV está dando una conferencia en
Madrid y un asistente le pregunta si descarta de antemano cualquier posibilidad
de compromiso con un PP hipotéticamente gobernante. Entonces, Imaz se quita el
embolado de encima respondiendo que él no tiene por qué descartar nada.
Imaginé que se le vinieron a la cabeza dos ideas
elementales. Una: cualquiera sabe qué PP sería ése, en qué condiciones estaría,
qué necesidades tendría... y qué cabría obtener de él, en función de esas
necesidades. Y dos: no hay que olvidar lo que hizo el PNV con Aznar tras su
primera victoria electoral, cuando le sacó un montón de concesiones a cambio de
un voto de investidura carente de compromisos ulteriores.
Supuse que Imaz había contestado a la pregunta a partir
de ese par de consideraciones y no di mayor importancia al asunto.
Pero es obvio que me equivoqué. Porque todo el orbe
politólogo, de Madrid a Bilbao pasando por Barcelona, vio una trastienda enorme
a su respuesta.
Puestos a buscar interpretaciones torcidas a esa
conferencia, yo habría ido por otros derroteros. Habría empezado por
preguntarme a qué se debe el gran interés que pone el presidente del EBB en estar
cada dos por tres en la Villa y Corte, favoreciendo que los círculos políticos
y mediáticos capitalinos digan y repitan que con él da gusto, porque es muy sensato
y muy razonable, no como el tal Ibarretxe, que es un fundamentalista, etc.
Me
habría planteado qué necesidad tenía Imaz de exponer a los cuatro vientos el
catálogo de condiciones que pone para admitir a Batasuna en la «normalidad
democrática» en el mismo punto y hora
en el que los tribunales españoles estaban por demostrar que la «normalidad
democrática» tiene alguna vigencia por estos pagos. Y a qué vino ese empeño en
superponer su discurso básicamente hostil a la izquierda abertzale a la declaración que iba a realizar el Gobierno
vasco en contra de la Ley de Partidos y del comportamiento del Ejecutivo de
Madrid y de su Fiscalía.
Me habría preguntado todo eso, pero con ello sólo
habría demostrado mi despiste.
Los analistas verdaderamente informados, los que
tienen auténtico olfato para rastrear las noticias, supieron mostrarnos que lo que
está en cuestión no es si el nacionalismo vasco va a seguir siendo conflictivo
o si va a reeditar la entente con el PSE y el PSOE que caracterizó la Presidencia
de Ardanza. Que lo realmente apasionante es que Imaz ha declarado que no
descarta la posibilidad de llegar alguna vez a algún acuerdo con Rajoy, en el
supuesto de que Rajoy acabe por pintar algo y no sea estrangulado por el
conjunto de viajeros de ese Orient Express que es el actual PP.
Lo admito: estoy cada vez más out.
Escrito por: ortiz.2007/05/10 07:00:00 GMT+2
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2007/05/09 05:00:00 GMT+2
Cuando yo era un
bobo de 16 años –luego he seguido siendo bobo, pero ya con otras edades– me
rebelaba ante la idea de que la chica de mis amores, que a mí me parecía «pura
poesía» (?), hiciera caca. Me sentía incapaz de imaginar a una criatura tan bella
y etérea sentada en la taza del inodoro haciendo fuerza para consumar su
escatología digestiva.
La educación
machista produce ese género de estupideces. Con el tiempo, si uno acierta a acostumbrarse
a la idea de que las mujeres –incluso las más sublimes y adorables– hacen de
todo, igualito que los hombres aunque con adminículos parcialmente distintos,
puede aceptar sin mayor dificultad que la vida es como es, y que no hay en ello
nada de malo.
Pero no es sólo
cosa de jovencitas delicadas y adolescentes embobados. Por dar un salto enorme,
aunque sin abandonar el frufrú de las faldas: ¿te has planteado alguna vez tú,
querido lector, estimada lectora, que Benedicto XVI, por ejemplo, también
tendrá sus urgencias, y que quizá se vea obligado a esforzarse en el empeño,
con o sin tiara, adquiriendo su rostro esa tonalidad violácea tan
característica del estreñido empeñado en poner término a su problema?
Sostenía el
pesado de Ortega y Gasset (antes Lista), que el hombre es él y su
circunstancia. No creo que sea del todo cierto. En tanto que ser social, el
hombre –y la mujer, digo, por no abandonarlas ya del todo– es sobre todo su
circunstancia.
Cada cual es,
sobre todo, lo que se ve. Lo que parece.
A lo largo de mi
ya dilatada existencia, me ha tocado ver a individuos dotados de una dignidad
generalmente aceptada a los que, por lo que fuere, de repente se les cayó el
sombrajo y se quedaron en una posición en la que nunca los habíamos imaginado.
Mario Conde sin afeitar ingresando en una celda carcelaria, pongo por ejemplo
(aunque yo no lo vi). El rey en calzoncillos persiguiendo a una camarera de
hotel en Baqueira Beret (aunque yo tampoco lo vi. Yo, en concreto. Parece que
otros sí.)
El 7 de mayo, una
parte de lo más florido de nuestra oligarquía financiera se encontró en un acto
público. Un tipo singularísimo y aparentemente bastante enloquecido, que había
estado al frente de un organismo no menos singular y enloquecedor (la Comisión Nacional del
Mercado de Valores), decidió despedirse poniendo a caldo a sus ex colegas y
sucesores.
Se supone que
esas cosas están feas y no se hacen. Pero de repente va un pirado y las hace. Y
entonces todas las convenciones que dan tono, y aseguran que el común de los
mortales considere a esos inmortales gente muy superior, se van a freír
puñetas, y todos los personajillos concernidos sacan al zafio que llevan
dentro, y se ponen a darse patadas como en una pelea de patio de colegio, pero
en más infantil.
Las fotos los
mostraron en su salsa, echándose unas miradas que parecían recién salidas de un
kalashnikov, modelo AK-100.
El momento
estelar llegó cuando concedieron el abuso de la palabra a un menda de gesto
colérico que, aludiendo al que acababa de intervenir, dijo: «Sólo a un majadero
podría ocurrírsele…»
¡Guau, qué
chachi!
Me parecieron una
pandilla de adolescentes etéreas –aunque lucieran recios bigotes y llevaran
caros trajes de alpaca– esforzándose en cagarla.
Por supuesto que
aquello apestaba, pero la escena resultó la mar de graciosa.
Hablo por mí,
desde luego.
Quizá Solbes no
esté de acuerdo.
Escrito por: ortiz.2007/05/09 05:00:00 GMT+2
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2007/05/08 05:30:00 GMT+2
Quiero aclarar lo
que escribí ayer a propósito de Pasqual Maragall y de sus declaraciones a la
revista L’Avenç. Es cierto que, tal
como las reflejé, podría deducirse que hago una valoración positiva de la
posición del ex president. No; no es
así. Considero que Maragall no tiene derecho a quejarse de cómo encaró Rodríguez
Zapatero la tramitación del nuevo Estatut
y de cómo lo descafeinó, porque
él y su partido fueron piezas clave en la desnaturalización del proyecto. El
comportamiento de Maragall fue cómplice y oportunista.
El Código Penal español
utiliza un término que me parece muy adecuado al caso: la «cooperación
necesaria». Lo hace para definir el tipo de responsabilidad criminal en el que
incurren «los que cooperan a [la] ejecución [del hecho
punible] con un acto sin el cual no se habría efectuado» (Título II, art. 28,
apartado b). Hablo por analogía, obviamente, dado que la reforma del Estatut sólo puede considerarse
delictiva en el sentido coloquial del término (*). Sin la cooperación de
Maragall y el PSC, el hecho políticamente punible no se habría podido efectuar.
En ese sentido, no pasa de ser una broma de mal gusto que se considere
«personalmente traicionado» por Zapatero.
Otra cosa es que
el dato al que se refiere sea incierto. Porque no lo es. Tiene razón al señalar
que, allá por los inicios de su mandato,
Zapatero insinuó (más que definió) una visión de España que apuntaba por la vía
del federalismo, aunque no llegara a emprenderla, y que luego, a la vista de
las dificultades –tanto de las provenientes de la política y la sociología
españolas, en general, como las nacidas de la realidad interna de su propio
partido–, optó por dejarse de veleidades y regresar a la vieja senda del
centralismo.
Para entender los
pantanos ideológico-políticos por los que deambula Pasqual Maragall hay que
tener presentes algunos datos que a veces los no catalanes tendemos a
desconsiderar, o a no considerar lo necesario.
Uno es el origen
diverso del socialismo catalán. En el PSC confluyen dos corrientes socialistas
ideológicamente distintas y, en parte, también distantes. Una entronca con la
tradición federalista catalana, no nacionalista, cuyo referente histórico más conocido
es el fugaz presidente de la Primera República Española Francesc Pi i Margall (que
no fue socialista, pero sí socializante). Es un socialismo autóctono, vinculado
con la intelectualidad y, en no poca medida, con las clases medias catalanas. La
otra corriente, que se nutre predominantemente de las fuertes corrientes
migratorias procedentes de la España pobre,
se engarza con el socialismo que fue haciéndose preponderante en el
conjunto de España (incluido, a estos efectos, el potente núcleo industrial
vasco).
Esta segunda
fuente propulsora del socialismo ibérico suele ser calificada con frecuencia de
jacobina. Es una caracterización que
considero básicamente errónea. El jacobinismo, el de verdad, es un fenómeno que
sólo tiene sentido si se enmarca dentro de la realidad histórica francesa, en
la que el centro –el área de París– fue
siempre la punta de lanza del conjunto de la sociedad, en todos los sentidos
(político, social, económico, cultural, etc.). El intento de construcción del Estado-Nación
en España se encontró desde el principio con una contradicción que nunca ha acabado
de superar: tenía un centro preponderante
en lo político (y lo militar) y una periferia
mucho más dinámica en el plano económico (y social, por vía de
consecuencia).
El jacobinismo
francés fue injusto y desconsiderado con las diferencias nacionales internas, pero
tuvo desde sus comienzos un impulso progresista
(dicho sea sin desconocer lo que de negativo hay en el progresismo ingenuo).
En cambio, el mal llamado jacobinismo español ha viajado siempre en compañía del
centralismo de resonancias castrenses y olor a naftalina imperial.
No se menosprecie
el importante trasfondo ideológico de la famosa frase del viejo Calvo Sotelo:
«Prefiero una España roja a una España rota». Calvo Sotelo estaba pensando en muchos de los «rojos»
que conocía, a los que tenía por salvajes, pero «españoles». (Me viene a la
memoria aquel poema del buenazo de Miguel Hernández, «Vientos del pueblo», suma
y compendio de todos los tópicos del nacionalismo español súbitamente comunista.
**)
Bueno; no se
trata de agotar hoy el asunto, que da para mucho, y más que dará, por
desgracia. Valgan estas notas sólo para mostrar algunas facetas más de los líos
que nos traemos entre manos.
__________
* «Delito. II. Loc v. 2 tener ~ [una cosa]. (Col) Se usa en constrs como TIENE ~, o NO
CREAS QUE NO TIENE ~, para
ponderar lo injusto o inadecuado de un hecho.» (Diccionario del español actual, Manuel Seco et alii, tomo I, pág. 1.439).
** Siento un cariño muy especial
por la figura de Miguel Hernández. Me pasa con él como con Antonio Machado: me
produce mucha más admiración personal que artística. Y no porque desdeñe a
ninguno de los dos como escritores. En el caso de Hernández, considero que hay
un abismo de categoría entre sus poemas de hombre maltratado y derrotado y sus
versos de agitador político. De entre los primeros, algunos de los que aún hoy
me siguen emocionando más. Hay dos que recuerdo a menudo, mirando los campos del
Mediterráneo: «En este campo estuvo el mar. / Alguna vez volverá.» Un hilo de
esperanza en la desesperanza.
Escrito por: ortiz.2007/05/08 05:30:00 GMT+2
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2007/05/07 06:45:00 GMT+2
En una amplia
entrevista que publica la revista L’Avenç
en su número correspondiente al mes en curso, Pasqual Maragall hace una
afirmación que ha sido muy comentada, aunque para mí sólo tenga de sorprendente
que se haya animado a realizarla en público. El ex president ha dicho que Rodríguez Zapatero no ha estado a la altura
de sus promesas con relación a la reforma del Estatut catalán; que ha renunciado a su proyecto de reconocimiento
de «la España plural».
Hace algunos
meses, también comentando el accidentado trámite del nuevo Estatut, pero en este caso en una conversación privada, un
prestigioso politólogo catalán me confesó que cada vez se siente menos
autonomista y más separatista. Pero no porque tenga nada en contra de la
presencia de Cataluña en España, como planteamiento genérico –un planteamiento
que él lleva décadas preconizando–, sino porque ve, y ésa fue la expresión que
utilizó, que «no hay nada que hacer».
Y añadió una
coletilla que, si no tuviera un trasfondo tan trágico, cabría tomar como un
chiste: «No es posible convivir con esa gente. No se deja.»
Ya sé que lo uno
y lo otro no tienen formalmente nada que ver, pero me vino al recuerdo esa
conversación ayer, tras comprobar lo que ha hecho el Tribunal Supremo con las
candidaturas a las elecciones municipales y forales vascas. Se mire como se
mire el comportamiento del poder central español, me parece evidente que está
dominado por una casta incapaz de contribuir a que tengamos la fiesta en paz.
«España no tiene
remedio. Lo mejor que podemos hacer es salirnos de ella. Y que con su pan se lo
coma».
Quien me lo
escribe es un lector guipuzcoano que nunca se había declarado separatista.
Otro me añade:
«Para mí que esta España no sólo es perjudicial para los vascos y los
catalanes, sino también para los extremeños, los castellano-manchegos… y todos
los demás. Pero ellos sabrán. Que cada cual se ocupe de su desgracia».
Vengo diciendo (y
escribiendo) desde hace mucho que el llamado «problema vasco» no es, en
realidad, sino una de las formas que presenta un problema más hondo y más
general, que es el problema de España. España es una nación frustrada, mal
hecha, contrahecha, corcovada, que a fuerza de no poder expresarse en un
proyecto armónico tiene que alucinarse en fantasmas impositivos, que el día que
no se festejan expulsando judíos lo hacen matando moros, cuando no declarando
que las lenguas y culturas que desentonan en su vocación de imperio no son
cristianas y deben ser extirpadas.
España está llena
de gente excelente, adorable, lo mismo que Dinamarca, Uzbekistán y Vladivostok.
Pero también cuenta con gente empeñada en no considerarnos excelentes y
adorables a los demás. Porque odian que no estemos cortados con su patrón, y
siguen sin darse cuenta de que su patrón es un patrón, pero no el patrón.
De verdad: qué
pena.
Escrito por: ortiz.2007/05/07 06:45:00 GMT+2
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2007/05/06 05:00:00 GMT+2
Me piden que
responda al típico cuestionario de Proust
para una publicación estudiantil. Como quienes me lo solicitan no tienen
pretensiones de exclusiva –tampoco pagan por el trabajo–, les pregunto si no les parece mal que aproveche el
esfuerzo en mi propio beneficio y saque aquí mis respuestas a modo de Apunte. No se oponen.
Les aviso, ya de
paso, de que no tengo la pretensión de conocerme tan bien como para poder hablar
de mí como si fuera otro, por lo cual deben tomar mis contestaciones con
reservas.
Dicen –me parece
que con cierta sorna– que lo daban por hecho.
No sé si lo
sabéis, pero, por si acaso no, os lo cuento: el llamado cuestionario de Proust no lo fabricó Marcel Proust, que estaba muy
ocupado con otras chorradas, sino una mozuela que lo sometió a su consideración.
En fin: 30 preguntas que se supone que ayudan a retratar a quien responde.
Ahí van:
1.–
¿Principal rasgo de su
carácter?
¿Mi afición enfermiza por
la escritura? No sé si eso es un rasgo del carácter.
2.– ¿Qué
cualidad aprecia más en un hombre?
La solidaridad.
3.– ¿Y
en una mujer?
La solidaridad.
4.– ¿Qué espera de sus amigos?
Que sigan
portándose conmigo como hasta ahora.
5.– ¿Su
principal defecto?
Soy más rencoroso de lo
que me gustaría.
6.– ¿Su
ocupación favorita?
Escribir.
7.– ¿Su
ideal de felicidad?
Una noche de comienzos del
verano, no muy calurosa, bajo las estrellas de Aigües, en mi casa de Alacant,
con mis próximos, disfrutando de su compañía, riendo, oyendo música...
8.– ¿Cuál
sería su mayor desgracia?
Que me faltaran
las personas que más amo. Pero no quiero ni pensar en ello.
9.– ¿Qué
le gustaría ser?
Músico.
10.–
¿En qué país desearía
vivir?
Me gustan los que habito. Me valen.
11.– ¿Su color favorito?
El negro. Pero es cuestión
de mera estética; no de estado de ánimo.
12. –
¿La flor que más le gusta?
¿Por qué elegir
una sola? El jazmín, las rosas blancas, el azahar…
13.– ¿El
pájaro que prefiere?
Ninguno en particular. Me
divierten las picazas, que en algunas zonas llaman maricas. Y
los gorriones.
14.–
¿Sus autores favoritos en prosa?
Dickens, Shakespeare, Valle-Inclán.
15.– ¿Sus poetas?
César Vallejo, Blas
de Otero, Ángel González, Marti i Pol.
16.– ¿Un héroe de ficción?
Guillermo
Brown.
17.– ¿Una heroína?
La hija del
Corsario Negro.
18.– ¿Su compositor favorito?
Entre los llamados clásicos, Beethoven. Entre mis contemporáneos, Léo Ferré.
19.–
¿Su pintor preferido?
Goya.
20.–
¿Su héroe de la vida
real?
Ninguno vivo. No me fío de
los vivos.
21.–
¿Su nombre favorito?
En mujer, Alejandra. En
hombre, Julio.
22.–
¿Qué hábito ajeno no soporta?
Odio ver mascar chicle. Es
una fijación infantil.
23.–
¿Qué es lo que más detesta?
La opresión. En todas sus
formas.
24.–
¿Una figura histórica que le ponga mal cuerpo?
Muchas. Fernando VII, por
ejemplo.
25.–
¿Un hecho de armas que admire?
La lucha de los communards parisinos.
26.–
¿Qué don de la
naturaleza desearía poseer?
(Lo he estado pensando. No
lo sé. A todos los que se me han ocurrido les encuentro inconvenientes.)
27. –
¿Cómo le gustaría morir?
Antes que las personas que
más quiero.
28.–
¿Cuál es el estado más típico de su ánimo?
Lo he dicho muchas veces:
la desesperación tranquila.
29.–
¿Qué defectos le inspiran más indulgencia?
La ingenuidad y
la generosidad excesivas.
30.–
¿Tiene un lema?
También ahí me toca
repetirme. Me lo transmitió Jorge Oteiza: «Nunca arruines tu carrera de
perdedor con un éxito de mierda.»
___________
(Son respuestas sin ninguna trascendencia y, a la vez, muy difíciles de dar. Horas después de haberme decidido por algunas, ya tenía ganas de cambiarlas. En fin, valen a modo de diversión, siempre que no nos las tomemos demasiado en serio.)
Escrito por: ortiz.2007/05/06 05:00:00 GMT+2
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2007/05/05 07:35:00 GMT+2
No sé si las listas de ANV esconden candidatos de Batasuna camuflados. A decir verdad, me da igual. No creo que valga la pena polemizar sobre algo tan insulso. Puestos a discutir –que tampoco me apetece demasiado–, tal vez me animara a buscar las cosquillas a quienes creen que es buena idea movilizarse para conseguir que una parte considerable de la población vasca no esté representada en los órganos de poder local que habrá de disfrutar (o sufrir) en los próximos cuatro años.
«¡Me niego a que ocupen cargos a costa de mi dinero!», claman los topiqueros. ¿Vuestro dinero? De eso, nada. No les pagáis vosotros. Si se mantienen, será gracias al dinero de quienes aporten su voto a la opción que representan. Gente que paga sus impuestos como todo quisque.
Porque sus dineros de ustedes, caballeros oponentes, van a parar a las candidaturas de su elección. Que es así como funciona esto. «¡Pero si son cuatro!», prosiguen. Vaya, ¿y cómo lo saben ustedes? Para decidir si son cuatro, seis, 10 o 300.000, habría que contarlos. Y si no pueden expresar sus preferencias en las urnas –que teóricamente están para eso–, va a ser difícil determinarlo.
Hablan de candidatos contaminados. Curioso término. Repaso las listas de las diversas candidaturas y me topo con la tira de contaminaciones.
En las nóminas del PSE-PSOE aparecen no pocos contaminados. De opuesto signo, incluso: los hay que cabría considerarlos contaminados porque militaron en su día en ETA político-militar (¿o eso mató, pero no contaminaba?) y otros cuya participación en las hazañas mortuorias de los GAL dista de estar dilucidada (¿o eso también mató, pero tampoco contaminó?).
En el PP descubro excelsas figuras que pasearon su beneplácito por las campas de Montejurra y por las calles de Vitoria en cierta infausta ocasión que acaba de evocarse en la pantalla grande. ¿Ninguna contaminación alegable, señor fiscal?
Bueno. Podría seguir examinando todas las listas de los presentados (o impresentables, según se quiera ver). Ya sé que hay candidaturas y siglas que no tengan gran cosa que objetarse, salvo alguna patada tirando a etílica en las puertas de algún juzgado. Pero, en todo caso, ¿qué? ¿Se trata de que los ayuntamientos, diputaciones y demás instituciones sean expresión de lo que siente y piensa la ciudadanía, o de qué se trata?
Háganme caso, que tengo una larguísima experiencia en esto de resignarse a aceptar que las cosas son como son, y no como quisiéramos que fueran. Créanme: Euskadi no va a cambiar porque ustedes se empeñen en reformarla a golpe de prohibiciones y decretos.
O, por decirlo de manera todavía más clara: cuanto más se empeñen en reformarla por la brava, a coscorrones leguleyos, más fácil será que continúe tal cual, año tras año. Lo cual a algunos no nos apetece demasiado. Aunque ése sea otro asunto.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título y contenido en El Mundo: Candidatos contaminados.
Escrito por: ortiz.2007/05/05 07:35:00 GMT+2
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2007/05/04 05:00:00 GMT+2
Cada vez que
denuncio excesos judiciales, algún astuto pone el dedo en mi llaga: lo hago por
oscuros intereses políticos. ¿Que Grande Marlaska ordena el arresto de Pablo
Muñoz, director de Opinión del grupo Diario
de Noticias, y lo mantiene en chirona desde un viernes hasta un martes
porque para chulo él, que es todo un juez de cuerpo entero, como muy bien se ha
dicho en un semanal de mucho postín, independiente de la mañana?
¡Pues claro! ¿Qué
podía esperarse de ese Ortiz? Defiende al tal Muñoz porque son amigos, colegas
del mismo sindicato de la cáscara amarga.
Y qué más da que
cuatro días después el juez se vea obligado a poner en libertad al detenido,
porque lo único que tenía contra él era una acusación hecha de oídas y sin
fundamento, como el propio acusador acabó por reconocer.
Hace algunos días
puse en cuestión el proceder de otro juez de la Audiencia Nacional, por nombre
Gómez Bermúdez, que preside la vista del juicio del 11-M, y ya he leído dos
interpretaciones de mi crítica, incompatibles en su valoración pero igual de
severas en mi contra. Según la primera, el juez Gómez Bermúdez me molesta
porque contraría el criterio editorial de El
Mundo, con el que dan por supuesto que coincido. Según la otra, me muestro crítico
con el juez porque contrarió a los testigos etarras, con los que dan por
supuesto que coincido.
Hoy tengo que
mostrarme crítico con el comportamiento de otro juez, que ha fastidiado a una
persona con la que me da que, por muchas vueltas que quieran darle, no van a
poder encontrarme ninguna complicidad.
No es vasca. No
es roja. Ni siquiera canta country.
Hablo de Isabel
Pantoja.
Incluso hubo un
tiempo en el que me achacaron tenerle manía. Fue cuando murió empitonado su
marido de por entonces. Era una época en la que me tocaba inventar una frase presuntamente
ingeniosa para ilustrar un rinconcito de la portada del diario en el que trabajaba.
Falleció el torero y yo escribí al día siguiente, con humor de dudoso gusto:
«Paquirri: ¡qué muerte más espantoja!» Hubo
división de opiniones.
Mi visión del
personaje no mejoró cuando Víctor Belén y Ana Manuel le produjeron una película
en la que la presentaban como «la viuda de España».
O sea, que poco
proclive.
Pero, con todo y
con eso, me mosqueo igual a día de hoy. ¿Por qué el juez de la operación esa
malayo-marbellí, que es casi ya más larga que el sumario 18/98, decidió ordenar
la detención nocturna de la tonadillera, en vez de llamarla a declarar a las 10
de la mañana, por ejemplo, sabiendo como sabía que no había el más mínimo
riesgo de que se fugara, que su arresto no frustraba la inminente comisión de
ningún delito y cuando, además, seguro que ya le andaba rondando la idea de
imponerle una fianza que la dejaría de nuevo en la calle al cabo de nada?
¿Qué quería el
juez del caso? ¿Montar el número? ¿Salir en los papeles?
¿Tendrá pensando
él también vender la exclusiva de su próxima boda?
¿Habrá apalabrado alguna entrevista-verité a todo color con Rosa Montero?
(*)
________
(*) Un veterano
periodista, que estaba haciendo un trabajo sobre columnistas españoles,
entrevistó hace unos meses a Rosa Montero y le preguntó su opinión sobre mí.
Según me contó, la afamada novelista, recordada tanto por sus aceradas
denuncias del caso GAL y la
corrupción felipista –ya clásicas en su género– como por su muy reciente entrevista-verité a Grande Marlaska, en la que el juez se confesó gay sin
que nadie se lo hubiera pedido, respondió: «¡Ay, Javier Ortiz! Vaya, bueno, no
sé… Es como muy batasuno, ¡no?»
(Genial. ¿O
debería decir como muy genial?)
Escrito por: ortiz.2007/05/04 05:00:00 GMT+2
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2007/05/03 05:00:00 GMT+2
Los lectores de estos apuntes no son como los que de vez en cuando detienen la vista en
las columnas que me publica el periódico. Por regla muy general, casi unánime,
los que recalan a diario en este rincón de la Red saben de qué voy. A veces
polemizamos algo, pero siempre partiendo de muchos sobreentendidos mutuos y sin
la menor gana de ofendernos mutuamente. En cambio, algunos de los que me leen
en El Mundo no sólo desconocen mi
línea de pensamiento, sino que incluso me presuponen la opuesta, dando por
hecho que alguien que publica en ese medio tiene que estar de acuerdo con su
línea editorial. Es un equívoco que puedo entender. Lo que me fastidia es que,
cuando me escriben atribuyéndome una ideología que no es la mía y les contesto
llamándoles la atención sobre la conveniencia de leer bien lo que leen antes de
criticarlo, no tengan el pundonor elemental de admitir su yerro.
La autocrítica es una práctica que considero sanísima
–básicamente porque lo es–, pero que, según me toca comprobar con desagradable
frecuencia, cuenta con muy pocos adeptos.
A veces la aversión por la autocrítica resulta
escandalosa, e incluso ridícula. El País tiene
un empleado, que se pretende defensor del lector, que todas las semanas perora
sobre fallos de escasa monta cometidos por redactores de base o jefecillos de
quinta fila, haciendo como si no viera los aparatosos atentados contra la
deontología profesional que sus jefes practican cada dos por tres en las
propias portadas del diario. La última, casi cómica: dedican la foto de primera
página del domingo a mostrar que De Juana da paseos por el exterior del
hospital en el que convalece –lo cual se supone que les resulta muy llamativo,
porque en caso contrario no lo resaltarían como noticia principal de la
portada– y al día siguiente se las dan de sorprendidos porque el PP denuncia
esos paseos de De Juana, fingiendo que les llama la atención que la derecha se
centre en una historia que ellos mismos han cocinado, sirviéndosela en bandeja
a Rajoy, Acebes y Zaplana.
Sin salir de la misma empresa: a lo peor me equivoco,
porque no oigo a diario El Larguero de
la Cadena Ser, pero me da que su director, De la Morena, está por explicar por
qué se empeñó en afirmar reiteradamente que Ronaldinho, el futbolista del
Barça, padecía la llamada enfermedad del
beso, poniendo de vuelta y media al club catalán por no admitirlo, cuando
la participación del propio jugador en un partido inmediatamente posterior
desmintió la presunta noticia. Si patinó, debería admitirlo, dando idéntica
relevancia a la rectificación que la que dio al bulo.
Y ya que estamos en ello: anteayer, oyendo la noticia
del nacimiento de la segunda hija de Letizia Ortiz, recordé que hace algunos
meses yo también me hice eco, aunque con reservas, de otro bulo. Me contaron
muy seriamente que la primera hija de esa pareja era sorda y que la Casa Real no
quería admitirlo, y yo di pábulo al rumor y contribuí a difundirlo. Es cierto
que insistí en que, si era sorda, pues qué. Pero lo conté, fiándome de una
fuente que resultó fallida, y no debería haberlo hecho. Con lo cual ahora me
toca admitirlo, y no hacerme el longuis.
Cuando me autocritico me enfurezco, pero conmigo
mismo. Por incurrir en errores que, además, casi siempre son tontos.
Y creedme si os digo que jamás me enfado con el
crítico, si está claro que tiene razón. Y si no la tiene o yo no veo que la
tenga, pero noto que me critica para ayudarme, también se lo agradezco.
Y no por modestia, sino por espíritu práctico. Me
interesa mejorar.
Escrito por: ortiz.2007/05/03 05:00:00 GMT+2
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2007/05/02 04:30:00 GMT+2
Un lector me escribe a cuento del apunte de ayer: «Y si tan difícil de sobrellevar te resulta el ambiente de Madrid, ¿por qué vives allí?»
La pregunta tiene más retranca de la que el lector imagina, porque en estos últimos tiempos me ha rondado la posibilidad de verme en la obligación de trasladar a otras latitudes mi campamento-base, por así llamarlo.
Pero ése es otro asunto, que hoy no hace al caso.
La cuestión central –y eso he respondido al lector que me hacía la pregunta– es que, si bien sigo residiendo buena parte del tiempo en la ciudad de Madrid, ya no vivo de hecho en el Madrid del establishment al que me referí ayer.
Allá por el año 2000, cuando me sentí ajeno y superado por el hábitat del poder, abandoné mis responsabilidades ejecutivas en El Mundo y elegí una especie de exilio interior; de alejamiento ambiental, aunque no físico, de ese Madrid de políticos encumbrados, de periodistas de sobremesas con muchos tenedores y de intelectuales de panza ahíta y risa vacua. Desde entonces, paso buena parte de mi tiempo en Madrid, pero me relaciono sólo con unos cuantos amigos. Apenas hago «vida social». Me centro en actividades que, como quiera que las hago en casa y las envío por escrito, a nadie le importa dónde las realice. Sólo asomo a la superficie en lugares que no me incomodan. Mis obligaciones son pocas, lo mismo que mis devociones, lo cual me permite tener un tipo de vida sometido a presiones comparativamente menores, aunque a mí me sigan pareciendo excesivas.
Pese a lo cual, con bastante frecuencia me escapo a mi doble retiro mediterráneo, donde puedo estar aún más apartado del mundanal ruido, o me dejo caer por la costa cantábrica, en la que tan fácil me es recordar los versos que el cubano Nicolás Guillén escribió en los viejos tiempos del dictador Batista:
El hombre de tierra adentro
está en un hoyo metido,
muerto sin haber nacido,
el hombre de tierra adentro.
Y el hombre de la ciudad,
ay, Cuba, es un pordiosero:
Anda hambriento y sin dinero,
pidiendo por caridad,
aunque se ponga sombrero
y baile en la sociedad.
No sé si consigo explicarme. Quiero decir que algunos inadaptados nos montamos nuestros propios exilios particulares, discretos, sin mucha más pretensión que la de sobrevivir en una sociedad para la que obviamente no estamos hechos, en una época que, definitivamente, no es la nuestra, cualquiera sabe por culpa de quién, si culpa hay.
Tampoco está tan mal. Bastante peor lo tienen –o lo han tenido, como decía ayer a propósito de Joaquín Navarro– aquellos a los que, por sus propias especiales circunstancias, no les queda más tutía que apechugar a diario con un mundo que les cae ancho por un lado y estrecho por el otro. (*)
Joaquín Navarro tuvo una suerte, importante para el recuerdo, aunque bien escasa renta le diera en vida: la de mantenerse fiel a sí mismo hasta el final.
Lo comentaba anteanoche con un amigo de Cantabria, poniendo la trayectoria de Navarro en contraste con la historia de un periodista que fue luchador tenaz la casi totalidad de su vida. Aquel hombre, mordaz e ingenioso, cuyo nombre callaré por pura caridad, se enfrentó durante muchos años a la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, aunque la sacristía fuera la de Pepe Bono, ganándose persecuciones, cárceles y condenas. Hasta que, allá por 1984 (¿o fue en el 85?), un mal día aceptó atender a los cantos de sirena de la banda de González, la OTAN y los GAL, y dijo que, a la mierda, para cuatro días, prefería dejarse de penurias y optar por la buena vida. La gente felipista, fiel a sus costumbres (¿verdad, Mohedano?), le obligó a pagar peaje y le impuso suscribir un manifiesto de ardoroso apoyo al mantenimiento de España en la OTAN. Y él lo firmó, a sabiendas de que todos sus conocidos de siempre, que seguíamos erre que erre, le íbamos a retirar el saludo. Pero el que algo quiere algo le cuesta, que diría Albiac, y aceptó romper con los andrajosos que seguíamos con aquello de «¡OTAN no, bases fuera!». Su problema –del que nunca tendría conciencia– fue que, en cosa de un mes o dos, le dio un mal y se fue al otro barrio, con un magro historial de traidor y un disfrute aún más magro de su traición.
Sólo alguien muy cruel sería capaz de reírse del ridículo de una traición como aquélla, que convirtió un historial de luchador en un fracaso de perra chica.
Admito mis imperfecciones: yo me reí.
No por el muerto, que había pasado en cosa de nada a importarme un bledo, sino por la estupidez de cuantos, como le sucedió a él, no se dan cuenta de que nuestro tránsito por este ridículo valle de lágrimas no vale lo que te puedan regalar los cerdos por compartir con ellos el festín de los desperdicios.
Discutí muchas veces con Joaquín Navarro, porque éramos bordes de diferente tipo (aunque, eso sí, bordes los dos). Pero él siempre entendió que hubiera convertido en máxima suprema de mi vida lo que Jorge Oteiza me dijo cuando yo era tan sólo un crío rabioso: «Nunca malogres tu carrera de perdedor con un éxito de mierda».
Él no lo hizo.
Espero estar en condiciones de acudir a mi propia tumba con el mismo timbre de gloria.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (2 de mayo de 2007).
__________
(*) Aviso a mis correctores empedernidos. La expresión correcta es "tutía", en una sola palabra. La "tutía", originariamente un ungüento medicinal, se utiliza en esta expresión como sinónimo de "remedio".
Escrito por: ortiz.2007/05/02 04:30:00 GMT+2
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2007/05/01 08:00:00 GMT+2
Acaba de salir a las librerías el libro «José Bergamín, ángel rebelde» de Xabier Sánchez Erauskin, publicado por Foca. Sánchez Erauskin, veterano periodista, profesor y luchador, fue compañero privilegiado de Bergamín durante su exilio en Euskadi.
Tuve un breve encuentro con Bergamín en Madrid, cuando estaba ya a punto de coger los bártulos y marcharse, asqueado de la capital del Reino, a pasar sus últimos años en tierra vasca. El novelista Rafael Chirbes y yo le hicimos una entrevista para Servir al Pueblo, el periódico del Movimiento Comunista. El genial Bergamín, católico heterodoxo pero sincero, nos dijo, como a tantos otros rojos a lo largo de su vida, aquello de: «Yo con vosotros, los comunistas, estoy dispuesto a ir hasta la muerte, pero ni un solo paso más». Era su modo de bromear con nuestra falta de fe en el más allá y, a la vez, con su propia fe. Se mostró muy duro con la Transición y con el régimen político que se había reestructurado en España tras el supuesto finiquito de las instituciones franquistas. Dándolo por imposible, la España oficial –la casta dominante a todos los efectos, públicos y privados– había renunciado a ganárselo para su causa. La una y el otro asumieron que su entendimiento quedaba excluido y obraron en consecuencia: la una optó por hacer como si no existiera y el otro dejó de existir a esos efectos, evitando su vecindad.
Bergamín, que se definía ya como «escritor póstumo», habló de «un nuevo exilio». Pero no lo decía porque considerara que Euskadi era extranjera –extraña– a España. Él no huía de España, sino de «Madrid». Madrid, vista desde su perspectiva, no era la ciudad, y mucho menos su población, sino el ente burocrático que conforma eso que los anglosajones llaman «el establecimiento» (el establishment), que no son sólo los ministerios y la administración del Estado, sino el conjunto de tinglados de toda suerte que integran el poder en sentido amplio. Un poder que en nuestro caso vive instalado en Madrid, que sirve de centro, céntrico y centralista.
La vida cultural de Madrid, incluida la que está en manos más o menos privadas, es parte sustancial del Leviatán burocrático del poder. Incluso su intelectualidad artística, cultural y mediática tiene alma ministerial, con independencia de que esté al margen de manera momentánea (casi siempre por el aquel de la alternancia) de unas u otras estructuras funcionariales. Ese «Madrid» –que no es la ciudad de Madrid ni el pueblo de Madrid, insisto– puede volverse odioso e intolerable para quien lo quisiera opuesto, crítico, rebelde, enfrentado al poder, como lo fue (parcialmente, claro) en tiempos en los que llegó a albergar muchas ideas y no pocas gentes invendidas, algunas por invendibles, otras porque había mucha más gente dispuesta a venderse en cuerpo y alma que demanda mercantil de vendidos).
Me ha venido al recuerdo el caso de Bergamín y su exilio pensando no en la peripecia del propio Bergamín, sino en la del juez Joaquín Navarro Estevan, que murió hace tres días. No pocos amigos con los que he hablado en horas recientes de lo duros que le resultaron a Joaquín sus últimos años de calvario madrileño –valga aquí la referencia a Madrid en los términos que he evocado más arriba– han estado de acuerdo conmigo en lo bien, en lo magníficamente bien que le habría sentado haber tenido la posibilidad de emprender alguna forma de exilio, a lo Bergamín, apartándose del ruido oficial, prescindiendo de los dimes, diretes, zancadillas, cotilleos e insidias de una Villa y Corte que a él le tocó soportar en una de sus variantes más sucias, hipócritas y arteras: la del poder judicial. Pero, en buena parte por su carácter irremediablemente peleón y obstinado, que parecía crecerse con el castigo –aunque eso nunca sea del todo cierto en ningún caso: si lo sabrán los toros bravos–, en buena parte también porque las economías personales son las que son y a pocos les permiten hacer lo que más les apetece, Joaquín («el juez Navarro», como muchos lo llamaban) tuvo que pegarse una y otra vez contra los mismos muros. Pero ni él era Josué, ni Madrid Jericó, ni su voz potente y encendida restalló en milagro alguno (dejada sea aquí la referencia bíblica en homenaje a su inagotable afición por las citas, fruto de su amplia cultura y de su excelente memoria).
Ha tenido él que morirse y yo que ver el modo en que los medios del establishment han optado por maltratar su biografía, unos por desdeñosa ausencia y otros por emponzoñada presencia, para hacerme cargo de lo rematadamente mal que llevaban todos ellos la incapacidad de Joaquín Navarro para el acomodo y su razonabilísima mala uva.
Tras la primera reacción de cabreo, he llegado a la conclusión de que resulta más justo y preferible que sea así. Si determinada escoria le hubiera rendido homenaje de respeto, habría tenido muchas razones para revolverse en la tumba y clamar lo que Augusto Bebel –más de una vez comentamos él y yo la anécdota– exclamó cuando vio que un periódico del poder había hablado de él en términos elogiosos. No es la primera ocasión que recuerdo aquí lo que dijo, sarcástico, el fundador del socialismo alemán: «¡Ah, viejo Bebel! ¡Qué tontería habrás hecho para que esa gentuza te alabe!»
Javier Ortiz. Apuntes del natural (1 de mayo de 2007).
Nota: al día siguiente Javier publicó Exilios (y 2).
Escrito por: ortiz.2007/05/01 08:00:00 GMT+2
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