La apabullante
victoria de Alberto Ruiz Gallardón en las elecciones municipales de Madrid ha
tenido ya, escasas horas después de su verificación, un primer efecto importante.
Ayer, en el curso de un acto organizado por el diario Abc y delante del propio Rajoy y la mismísima Esperanza Aguirre, se
ofreció como acompañante del presidente de su partido en la campaña de las
elecciones generales del año próximo. Quiere figurar en la lista de candidatos
al Congreso de los Diputados. Esa aspiración a saltar a la arena política
general ha sido interpretada –no hace falta mucha imaginación para ello– como
parte de su plan para postularse como sucesor
del sucesor, es decir, como presidente del PP, puesto al que también aspira
–otro secreto a voces– Esperanza Aguirre.
Gallardón ha
elegido un buen momento y una buena iniciativa para ello. Aprovecha que su
candidatura obtuvo en Madrid-capital más votos que la de Esperanza Aguirre, lo
que puede interpretarse fácilmente como una preferencia de los electores hacia
su modo de hacer política, más pausado, menos agresivo e ideológicamente menos
derechista que el de Aguirre. Se aprovecha también de que él podría
compatibilizar su cargo de alcalde de Madrid con su presencia en el Congreso de
los Diputados, en tanto que Aguirre, si quisiera presentarse como candidata a
diputada, tendría que abandonar la Presidencia de la comunidad autónoma. Le ha
ganado por la mano, en esta ocasión.
Gallardón sabe
muy bien que él tiene mucha peor sintonía que Aguirre con el núcleo duro del aparato del partido, es
decir, con Acebes y Zaplana. En la sede central de la calle Génova, en Madrid,
no lo ven con buenos ojos. Pero también sabe que, a la hora de preparar la
batalla de las elecciones legislativas de 2008, Rajoy lo que necesita son votos
del electorado, en general, no entusiasmos partidistas, y que él le puede
proporcionar más votos. Recuérdese que hay varios sondeos que indican que la
población de Madrid se considera mayoritariamente «progresista».
Una Esperanza
Aguirre muy poco sonriente comentó ayer, tras oír a Gallardón, que su propuesta
era «Déjà vu» (podría haber dicho
«Más de lo mismo» y habría sido más precisa) y recordó que su candidatura a la
Presidencia de la comunidad autónoma obtuvo el pasado domingo más votos que los
que logró Gallardón cuando aspiró al mismo cargo. O sea, que la pelea va a dar
que hablar.
Más allá del
choque de dos ambiciones personales como sendas copas de pino, lo que se juega
en el enfrentamiento entre ambos es la oposición entre dos modelos para el PP.
Y tocará a Rajoy decidir entre ellos. Por sus querencias personales, aunque las
circunstancias lo han hecho cambiar bastante desde que fue nombrado presidente
de su partido, a él deberían encajarle mejor los postulados de Gallardón. No
obstante, tiene razones para temer su ascenso. Pero también ha de contar con el
viejo principio de los analistas políticos españoles, que coinciden siempre en
que en España «las elecciones se ganan desde el centro». Acaba de percibir los
efectos del estilo Acebes-Zaplana: permite alcanzar un alto nivel de votos,
pero le somete a una situación de aislamiento político que le dificulta
enormemente traducir ese peso electoral en acuerdos para gobernar.
Por el lado
contrario, sabe que, si se decanta por el estilo centrista y contemporizador de Gallardón, el aparato del partido va a someterlo a un asedio de mil pares, que
puede desgastarlo de manera decisiva. En resumen: lo tiene difícil.
Mariano Rajoy
sigue en su línea de hacer propuestas a Rodríguez Zapatero que vienen a decir:
«Tú haz lo que le conviene al PP y yo lo respaldaré».
Ayer tuvo una de
esas ocurrencias: dijo al presidente de Gobierno que, si el PSOE se aviene a
que en cada ciudad o comunidad autónoma se hagan con el poder los integrantes
de la lista más votada, el PP respetará el acuerdo. La interpretación a la que
se apuntaron rápidamente no pocos comentaristas fue: «Le está ofreciendo
permitir que López Aguilar forme gobierno en Canarias a cambio de que el
PSN-PSOE deje a Sanz repetir en Navarra».
Pero no es eso.
Es bastante más. En caso de que Zapatero sellara ese acuerdo, los socialistas
tendrían que renunciar a forjar un pacto mayoritario también en las Baleares. Y
en Cantabria. Luego vendría la larga lista de las ciudades en las que tendría
que hacer lo propio a favor del PP. Entre ellas, algunas tan importantes como Vigo,
Santiago, Ourense, Jaén, Toledo, Logroño…
Lo que Mariano
Rajoy propone a Zapatero, en suma, es que se encargue él de anular los efectos
muy negativos que ha tenido para el PP la aplicación de una política de enfrentamiento
sistemático con casi todos los demás partidos y que, por las mismas, arroje por
la borda toda su política de alianzas, trabajosamente puesta en marcha desde
marzo de 2004. ¡Una bicoca!
En estos
momentos, y exceptuado el caso del CDN de Alli en Navarra, que se ha quedado a
dos velas, la única hipótesis de alianza que tiene el PP es la que podría
ofrecer a Coalición Canaria, partido pastelero donde los haya. Pero no tendría
más remedio que hacerlo apoyando el nombramiento como presidente de Paulino
Rivero, el jefe de filas de CC, porque allí el PP ha quedado como tercera
fuerza. O sea, que su gran concesión sería renunciar en Canarias a hacer un
papel de segundón. Por lo demás, tampoco es seguro que Rivero aceptara esa
oferta de pacto, porque es consciente del coste que podría tener semejante
alianza en sus relaciones con el poder central y la papeleta que le supondría
tener que apoyar en el Parlamento de Madrid a las huestes de Rajoy.
Lo único que
revela la propuesta de Rajoy es que está empezando a adquirir conciencia de los
graves problemas actuales y tal vez también futuros que le va a acarrear su
aislamiento político.
Mi amigo Manuel
–hoy no toca hablar de Gervasio Guzmán– me dijo hace años que me tomo mi voto
demasiado en serio.
Ayer, según
meditaba profundamente mientras paraba mis posaderas en el inodoro –lugar que
incita como pocos a la reflexión teórica–, llegué a la conclusión de que es muy
posible que tenga razón. Me he pasado años diciéndome: «Ten cuidado con el
voto, no sea que luego te tengas que reprochar que un sinvergüenza esté
haciendo sinvergonzadas gracias a tu apoyo». Pero, ¿a qué ponerse tan solemne? Montones
de las barrabasadas que suceden se producen gracias a nuestro apoyo
involuntario. Por ejemplo, todas las que se financian a cargo de los impuestos
que pagamos (que yo, por lo menos, pago).
Cabe concebir el
voto como una decisión de hondísima importancia, que compromete moralmente por
cuatro años, pero también cabe tomárselo como un papel de usar y tirar, que
vale para el momento y ya está; para fastidiar un poquitín al uno o dar un
mínimo empujoncito al otro.
Si uno se lo toma
del primer modo, como yo vengo haciéndolo desde hace 30 años, resulta casi
inevitable hacerse abstencionista.
He votado en
ocasiones contadísimas. Lo he hecho en algunos referendos, pensando que un «sí»
o un «no» resultan complicados de manipular. También voté a Julio Anguita en
las elecciones de 1996 –me parece recordar que fue en ésas– con la explícita
intención de ayudar al desalojo de Felipe González. Y porque él, en persona –no
el PCE, no IU, en general–, me merece confianza. Voté también a Txema Montero
en las europeas de 1987, y no me arrepiento: lo considero un hombre sensato, al
que le importan los criterios éticos, y no me ha defraudado.
En todas las
demás ocasiones, me he abstenido.
Mi reflexión
actual es ésa: ¿en qué medida mi abstención recalcitrante no es fruto de un
aristocraticismo político arrogante y absurdo?
Vale: Dixi
et salvavi animam meam. Pero, ¿y qué se gana salvando el alma? O,
mejor dicho: ¿se salva el alma de ese modo?
No os voy a
contar qué hice finalmente ayer. (Es más: escribí esto antes de decidirme.)
Lo he escrito porque
me parece que puede animaros a pensar.
No pretendo otra
cosa con lo que escribo: ayudarme a pensar a mí mismo y, ya de paso, si alguien
me acompaña…
________
Post
Scriptum
Escribí el texto antecedente ayer por
la tarde, como he dejado dicho, cuando aún no tenía ni idea de los resultados electorales.
No le he cambiado
ni una tilde. Este añadido lo escribo después de oír las estimaciones de los
votos efectivamente emitidos, tras la medianoche.
Señalo lo que me
parece más obvio.
El PSOE ha
perdido abrumadoramente la batalla de
Madrid. Son las cifras de Madrid las que marcan el cómputo general y dan la
nota en el conjunto «nacional».
En realidad, la
de Madrid es la única batalla importante que ha perdido el PSOE.
En mi criterio,
en Madrid se han conjugado dos elementos coincidentes: las candidaturas del PP
han funcionado relativamente bien, conforme a lo previsto, y las del PSOE no
han funcionado en absoluto, también conforme a lo previsto. Es preocupante lo
mal que Zapatero ha gestionado el frente de Madrid. Ni Sebastián ni Simancas
tienen el punch necesario para
combatir en un ring tan importante como ése.
Pero el asunto tiene su intríngulis: el fracaso de Madrid es importante, pero es un solo fracaso.
La otra cara de la moneda es también importante: después del enorme
desgaste que ha hecho, el PP (Rajoy) no ha avanzado casi nada.
Quitando ese
aspecto, que es el más llamativo, hay otros que habrá que ir desgranando en los
días venideros. A saber: la abstención, creciente; los cambios (que ya se verán si se producen,
y cómo) en Nafarroa, Ses Illes, Canarias, capitales gallegas, Logroño; la
bofetada de Eusko Alkartasuna; el descenso del PNV en Gipuzkoa y Araba; la
papeleta que tiene ahora el PSE-PSOE… Todo ello interesante. Todo ello dudoso.
Ah, y otra cosilla: la columna que he publicado hoy en El Mundo no ha aparecido en estos Apuntes. Así que tendréis que mirarla en directo, si tenéis ganas de verla.
Me escribe un
amigo para pedirme que vote hoy al PSOE o a IU. Lo que más me choca es que se
trata de un amigo que, a lo largo de los años, me ha hecho recomendaciones de
voto que él mismo abomina en la actualidad.
Algunas, por lo que veo, ahora las considera incluso aberrantes.
Es obvio que la
experiencia de sus errores no le ha aconsejado abstenerse de seguir dando
consejos.
Me recuerda a Charles
Bettelheim, reputado marxista francés que escribió tres tomos sobre la historia
de la Rusia soviética. En el primero, demostró que lo tenía todo clarísimo. En
el segundo, dejó establecido que tenía clarísimo que lo dicho en el primer tomo
estaba equivocado y que la verdad indiscutible era otra. En el tercero, hizo
autocrítica de los dos anteriores y afirmó, sin posibilidad de apelación, que
la auténtica línea de análisis solvente era una nueva. Me quedé a la espera de
un cuarto volumen en el que admitiera que renunciaba para siempre a su rotundidad
y a su aplomo teórico, una vez establecida su inconsistencia reincidente.
Yo he expresado
en muchas ocasiones, por activa y por pasiva, que no recomiendo a nadie que
vote nada –tampoco que no vote–, porque respeto mucho a mis conocidos y los considero
lo suficientemente inteligentes como para equivocarse por su cuenta, sin
necesidad de mis consejos.
Tanto más en unas
elecciones como las de hoy, en las que es muy probable que yo mismo, según
dónde estuviera empadronado, votaría una cosa u otra. O no votaría.
Si estuviera
censado en Aigües, el pueblo de la comarca alicantina en la que tengo mi
residencia predilecta, y viera que puedo contribuir con mi voto a que el PP no
se haga con el ayuntamiento, lo mismo iba a votar, aunque no sé muy bien qué (por
ignorancia, mayormente).
En cambio, si fuera
vecino de Pamplona, no tendría duda.
En mi pueblo, que
es San Sebastián, sí dudaría. También por ignorancia, supongo.
Pero el caso es
que al final me ha quedado claro que donde estoy censado es en Madrid.
Por mi gusto,
ojalá que ese bicho que es Esperanza Aguirre y ese hipócrita que es Ruiz
Gallardón se dieran de morros contra las urnas. Pero parece que eso no va a
suceder. Y además veo las alternativas, y me deprimen. Por distintas razones.
En fin, allá se
las ingenie cada cual con sus evaluaciones personales.
Regreso al inicio
y concluyo con dos puntos.
1º) No voy a tomar
en consideración los consejos de nadie: todos los que se empeñan en darme
consejos tienen sobradamente acreditada su capacidad para cagarla.
2º) No voy a dar
consejos a nadie: si en algunas ocasiones yo mismo no la he cagado en estas materias,
ha sido porque me he abstenido de dar consejos.
Así que haga cada
cual lo que tenga a bien. Y que el rayo divino lo pille confesado.
Los defensores de Basta Ya –que parece que están en trance de convertirse en partido político, de lo cual me congratulo– suelen lamentar lo difícil que les resulta defender sus ideas en tierra vasca, por la presión ambiental que padecen. Se sienten acosados.
Hace poco oí a una de sus promotoras quejarse del poquísimo público que acude a sus mítines, cosa que ella atribuía al miedo. Es difícil determinar las razones por las que sus actos públicos no tienen más éxito, pero estoy dispuesto a admitir que puede haber gente que se abstenga de acudir a ellos por miedo. Por miedo a significarse, incluso.
Lo que no puedo aceptarles es que ésa sea «una tiranía sin parangón posible en la Europa democrática», como suelen decir.
Tiene muchos parangones, aunque no sean abertzales.
A pocos kilómetros de Euskadi, en Santander, existe una realidad perfectamente equiparable, aunque de signo inverso. Manifestarse como radical de izquierda en esa ciudad –y, en desigual medida, en toda Cantabria– puede convertirse en una heroicidad.
He escrito «radical» a propósito. Como tantas veces suelo recordar, radical es palabra que apela a la raíz. Un radical no tiene por qué ser un fanático extremista. Puede ser una persona muy templada, muy educada y muy cortés. Un radical es, sencillamente, alguien al que no asusta ir al fondo de los asuntos e indagar en ellos.
Indagar en el fondo de los asuntos de Santander es peligroso, y se ha demostrado ya en no pocas ocasiones. Lo hemos podido confirmar hace bien poco, asistiendo a la labor de laminación del semanario La Realidad, intento de publicación de izquierda radical (es decir, no vendida) que la mafia local ha conseguido estrangular echándole al cuello todas las sogas imaginables, empezando por las judiciales.
He tenido ocasión de comprobar a qué extremos ha llegado esa persecución. No sé si los de Basta Ya habrán sufrido un maltrato parejo. Quizá ellos también hayan tenido que aguantar que haya gente que se cambia de acera para que no la vean saludándoles o hablando con ellos, pero ellos al menos han podido encontrar consuelo en otras partes. En Madrid nunca les han faltado altavoces. Van a Córdoba y hasta los homenajea la alcaldesa comunista (con perdón). Los de La Realidad se lo han tenido que comer todo a palo seco. Sin periódicos de postín que les pagaran los artículos como Dios manda. Sin empresarios que les organizaran simposios con los que atender todos los plazos de todas las hipotecas. Sin radios que los convirtieran en contertulios afamados.
Hay apestados de lujo y hay apestados de tercera. A uno de los principales promotores de La Realidad, Patxi Ibarrondo,han llegado a embargarle su pensión de invalidez (¡tal cual!) para cubrir las costas de un proceso en el que fue condenado no por mentir, sino porque una juez, que es de tiro fijo, entendió que cierto escrito amparado por él podía menoscabar el honor de un pluriempleado del PP y de Caja Cantabria, cuyas ejecutivas comparte. Comparado lo que La Realidad dijo de ese individuo con lo que algunos medios de Madrid dicen a diario de éste, del otro y del de más allá, es de risa, pero en Santander las cosas funcionan con otras reglas, que en Sicilia no extrañarían a nadie, pero que a mí me siguen pareciendo un auténtico escándalo.
Ya sé que las cosas funcionan así, y más en la novia del mar, que diría el otro, pero no me resigno. ¿Por qué ahí los grandes medios no amparan la fundación de un Basta Ya?
Tengo respuesta para esa pregunta, pero la dejo para otro día.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Prohibido prohibir.
Juan Carlos de Borbón fue elegido el pasado martes «Español de la Historia» en una votación organizada por Antena 3.
No tengo gran cosa que decir de Juan Carlos de Borbón que no haya escrito ya en anteriores ocasiones.
Lo que me llama la atención de la noticia es lo que parece revelar sobre la disposición mental del sector activo de la audiencia de esa cadena de televisión.
Para empezar, está el hecho de que tanta gente se preste a participar en una votación como ésa, que no pasa de ser un absurdo. Un absurdo que, por no tener valor, ni siquiera lo tiene estadístico.
Pero demos al asunto un par de vueltas más.
Se supone que, cuando te hablan de «el español de la Historia», quieren decir «el español más importante de la Historia». Pero, más importante ¿en qué sentido? ¿Por lo que se propuso hacer y logró o por lo que logró sin proponérselo? En mi criterio (que es discutible, como todos, pero fácilmente defendible), Juan Carlos de Borbón lo único que se ha propuesto con verdadera determinación en su vida –una vez descartadas las regatas de vela y las conquistas de faldas– es llegar a ser rey y mantenerse en el cargo.
¿Le convierte ese empeño en el mejor de todos los españoles a lo largo de todos los tiempos?
De ser así, qué bien para él y qué enorme pena para todos los demás españoles. Entre otros, para algunos de sus antecesores en la realeza, como Felipe II, que alguna cosilla sí que hicieron, aunque no menos discutible.
Otro aspecto curioso de la votación de referencia es que en el ranking de mejores españoles de la Historia figuren en lugar destacado Sofía de Grecia y Grecia –a la que cada cual tiene derecho a considerar todo lo española que le dé la gana, pero que no se llama «de Grecia y Grecia» por casualidad– y Cristóbal Colón, quien, mientras no se demuestre lo contrario, parece que fue genovés. Yo, crítico como soy con la Ley de Extranjería, no me opongo a considerar español a todo quisque, faltaría más, pero supongo que, en aplicación de criterios parejos, los votantes de Antena 3 estarán también dispuestos a que se nombre a Pablo Picasso «Francés de la Historia». Y a Francisco Azpilikueta, más conocido como San Francisco de Javier, «Japonés de la Historia». Y en este plan.
Una vez salvadas mis salvedades sobre adscripciones patrióticas y demás, me pregunto qué respondería yo si me interrogaran sobre algo semejante y considerara conveniente contestar. (Avanzo que todos los años me piden que señale quiénes son en mi criterio «los españoles más influyentes del año» para la elaboración de una lista de ésas, y que nunca tengo fuerzas para responder, porque me siento incapaz de fijar un medidor de influencia: no sé qué es eso, ni cómo puede evaluarse.)
¿«El Español de la Historia»? ¿Así, con todas esas mayúsculas?
Vuelvo a objetar: ¿en lo de «español» se incluye «española»?
De ser así, mi respuesta (interesada, como todas) se vuelve fácil, y hasta es muy probable que os la expliquéis. La persona que me parece más importante de toda la Historia, irundarra, vasca, española y universal, es mi madre.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo:La importancia histórica.
_________ Adenda
Adendum 1.– Un lector me pregunta por qué me meto en los últimos tiempos tanto con El País y no hago lo propio con El Mundo. Es posible que me haya explicado mal. La razón por la que reparo en lo que está haciendo El País es porque lo considero un disparate antológico en el gremio del periodismo. Mi punto de vista sobre lo que hace El Mundo es de sobra conocido por todos cuantos me leen. Estoy en contra. Radicalmente en contra. Pero me parece comprensible. Tiene sentido. Persigue unos intereses y los defiende. El País, en cambio, navega a la deriva, dando palos de ciego. Está asaltado por presiones e influencias tan contradictorias que no sabe qué hacer. Y da bandazos torpes, desaliñados.
Uno puede criticar lo que hace un púgil en un combate aunque no desee que venza el otro. Incluso aunque esté en contra del boxeo, como es mi caso.
Adendum 2.– Y ya que hablamos de El País. El periódico independiente de la mañana publicaba ayer una entrevista con el candidato socialista a presidente balear en la que éste, por nombre Francesc Antich, declaraba que sus canciones favoritas son «Imagine y Let It Be, de John Lennon». Como Antich establezca todas sus preferencias con el mismo nivel de conocimiento... Para empezar, esas dos canciones se dan de bofetadas entre sí. La primera es tirando a subversiva; la segunda, panfletariamente conformista. Pero es que, además, Let It Be no es de Lennon, sino de McCartney (cosa lógica, por otro lado, habida cuenta del sesgo carca de la letra). Me hace gracia que Antich comparta patas de banco con Federico Jiménez Losantos, que también se lució en público atribuyendo (con mucho aplomo, como él lo hace todo) una canción de Paul McCartney a George Harrison.
Si el periodismo
político español es víctima de una inflación de declaraciones (y de
especulaciones realizadas a partir de meras declaraciones), del periodismo que
se llama «deportivo» (no porque lo sea en sí mismo, sino por la materia a la
que se dedica), ni os cuento. Llega a extremos grotescos. A veces, un mero
accidente, fruto del azar –que un jugador tire un balón que le rebota a un compañero
en un brazo y entra en la portería contraria, por ejemplo– puede dar materia
para filosofar durante horas y más horas, y para llenar páginas y más páginas. Para
mi, es como si se dedicaran largos programas de radio y televisión, y secciones completas de periódicos, a especular sobre las oscuras razones por las que la
ruleta del casino de Montecarlo paró la bolita en el número 27 tal día a tal
hora. «Una tirada de dados jamás abolirá el azar», sentenció Mallarmé. Pero
estamos, como tantas veces, ante una consecuencia de las singulares relaciones
entre la oferta y la demanda: si hay larguísimos espacios periodísticos que
tienen que hablar de fútbol –porque el público les hace caso, lo cual los
convierte en rentables–, con algo habrá que llenarlos.
Ayer, según me daba
un baño oyendo la radio, estuve a punto de ahogarme. Me enteré de que el diario
Marca había publicado unas
declaraciones de Samuel Eto’o, futbolista del F. C. Barcelona, en las que decía
que la persona del club con la que mejor se lleva es el utillero (*). El
cronista de la radio, que era RNE, contó que esa afirmación había provocado un
enorme revuelo, lo que había forzado a Eto’o a explicarla en una conferencia
de prensa ad hoc. Entonces, pinchó lo dicho por el jugador camerunés
a los periodistas. Samuel contaba que no había pretendido ofender a nadie. Que
el asunto es que se lleva muy bien con el utillero, que es un trabajador del
club como cualquier otro, que le cae
especialmente bien.«Unas
declaraciones desafortunadas», sentenció el periodista de Radio Nacional de
España.
Ese fue el
momento en el que casi me ahogo en la bañera, por culpa de un ataque combinado
de ira, estupor y risa.
En mis sucesivos
trabajos profesionales, a lo largo de toda mi vida, siempre he tenido
predilección por los trabajadores (y las trabajadoras) dedicados a las tareas
teóricamente más modestas. Las secretarias, muy a menudo (¿por qué no hay
secretarios en los medios de comunicación?). Las telefonistas (ídem). En las
televisiones, las maquilladoras. Los chóferes (ídem, pero al revés). Suelen ser
casi siempre personas con un elevadísimo nivel de información, observadoras,
críticas, distantes, irónicas, divertidas. Se aprende mucho de lo que cuentan,
cuando se sinceran y saben que te tienen de su lado. De haber sido futbolista,
no habría tenido nada de extraño que mi mejor colega hubiera sido el utillero.
¡«Unas
declaraciones desafortunadas»! ¡Cuánta tonelada de clasismo bobo en una sola
frase!
Y qué traidor
–revelador– es el lenguaje. Ayer lo comentaba con una amiga, recordando la
intervención radiofónica de una alcaldesa navarra que, creyendo hablar a favor de
unos inmigrantes maltratados, se refirió a ellos el pasado domingo en Radio
Euskadi llamándolos «gente de ésta».
Pues bien: la «gente
de ésta» es la mía.
Y a mucha honra.
_____
(*) Aclararé, para quien no lo sepa, que en la jerga futbolística hispana se
llama «utillero» a la persona que se encarga de algunas tareas de
infraestructura material del equipo, como cuidar de las botas y otros
utensilios de los futbolistas, aportar los balones, etc. La palabra utillero no figura en el Diccionario de
la Real Academia Española. Figura, en cambio, utilero, que al parecer es el término que utilizan en algunos países latinoamericanos para referirse a esos profesionales, según me ha apuntado un avezado lector.
Me he puesto hace
un rato a leer una noticia sobre unas declaraciones de Aznar en Calatayud, en
las que dijo cosas verdaderamente insólitas, como que todo voto que no vaya a
parar el próximo domingo al PP es un voto a favor de que ETA entre en las
instituciones.
Llevaba leídas
dos terceras partes del texto –por otro lado no demasiado largo–, cuando he perdido
todo interés en la noticia y me he pasado a otra cosa. A otra cosa totalmente
ajena a las elecciones.
Al cabo de un
rato, me he parado a reflexionar sobre mi comportamiento. Me he dado cuenta de
que, de manera espontánea, estaba leyendo la prensa prestando una atención muy
superficial a las noticias sobre las elecciones. He constatado que, de hecho,
había dedicado más tiempo a leer lo que los periódicos contaban sobre las inundaciones
de ayer que a prestar atención a lo que dicen y hacen los candidatos.
Supongo que buena
parte de mi desinterés se debe a la inflación de periodismo declarativo que padecemos. Los
periódicos dedican páginas y más páginas a contar que si Fulano ha dicho que
tal y Mengano ha contestado que cual, que son enésimas y soporíferas versiones
de lo que todos los Fulanos y Menganos de unos y otros partidos dicen y repiten
a diario hasta el hartazgo por todas partes. (*)
Pero me da que hay
algo más. Menos coyuntural y más trascendente.
Ayer lo comentaba
en Bilbao con una colega. Ella, que es joven, me decía que buena parte de la
gente de su edad –y estamos hablando de una ciudad que se supone bastante
politizada– no sigue la actualidad política con ninguna pasión. No la sigue,
sin más. Le presta atención en algunos momentos («Cuando la declaración de la
tregua, durante unos cuantos días», me dijo) y ya está, eso es todo.
Los políticos
profesionales están consiguiendo que la gran mayoría ciudadana dé la espalda a
la política. Constato en mí mismo que incluso nos vemos arrastrados a esa
indiferencia quienes tradicionalmente hemos venido ocupándonos más de la llamada
cosa pública.
La primera
reacción, típica del pensamiento tópico, es concluir que se trata de «un
preocupante fracaso de la clase política», etc. (Pienso en la frase y me sale
ponerla en labios de Durán Lleida: es que se la oigo). Pero le doy un par de
vueltas más y comprendo que no hay fracaso que valga: es un exitazo. A los
políticos del establishment –pido
perdón a los que no lo son–, les viene de cine que la ciudadanía se despolitice
a marchas forzadas. De esa manera, ellos se dedican a sus delicadas maniobras
particulares, haciendo y deshaciendo con los asuntos públicos, sin que apenas
nadie los estorbe.
Deben de estar
haciéndolo muy bien –aunque no lo sepan (**)–, para que incluso los más
politizados de la parroquia tengamos ganas de tirar la toalla y ocuparnos de
cualquier otra cosa.
_________
(*) El País –que está siguiendo una de las
derivas más erráticas que haya registrado el periodismo a lo largo de los
últimos decenios– ha decidido que, si los lectores estábamos hartos con la taza
habitual, lo mejor era darnos tres tazas y media, y nos está proporcionando a
diario kilo y medio de nuevas que no tienen nada de tales (una nueva debería
empezar por ser nueva) y cuatro kilos de opiniones patéticamente insustanciales,
para lo cual no ha tenido suficiente con movilizar a todos sus opinantes de
profesión, incluidos los que no tienen ni idea de política, sino que ha metido
también de por medio a un montón de ciudadanos anónimos (¿por qué los llamarán así, si dan su nombre?) empeñados
en demostrarnos su capacidad para soltar topicazos en tropel. Todo ello en plan
de «ande o no ande, caballo grande».
(**) «Lo hacen,
pero no lo saben»: una sentencia de Carl Marx, incluida en El Capital, muy citada por los sesenta. André Gorz la puso como
frontispicio de su La moral de la
Historia, me parece recordar. Podría haber sido de Shakespeare, o de Freud,
pero fue de Marx.
25 de abril. Grândola, vila morena, la pieza-himno de Zeca Afonso. Ya lo conté. Metí en el apunte del día una referencia a la versión que tuvo la habilidad –o el descaro, que cada cual se lo tome como quiera– de realizar Amália Rodrigues.
Dos o tres días después, escribí la reseña de un disco de Mariza, la fadista oscura, para colgarla en nuestra sección de música recomendada (ésa que con tanta paciencia y buen sentido lleva María Zaloña).
Mariza, con sentimiento y con comprensible lógica personal, suele cantar una pieza hermosísima de Zeca Afonso: Menino do Bairro Negro.
Deambulando por ese universo mental, revisé mi colección de vinilos. Descubrí que tenía la canción en un vetusto disco de la época de en que Afonso escribió fados de Coimbra. Es un disco que supongo que compré en Porto (u Oporto, como queráis) hace algo así como un cuarto de siglo, pero que se conserva en buen estado. Sin embargo, la voz de Afonso en el disco me resultaba excesivamente joven. Me gustaba más madura. (Es algo que me suele pasar con otros autores: con Leonard Cohen, por ejemplo, al que prefiero de mayor; o con Lluís Llach.)
El caso es que me puse a bucear en internet, a ver si encontraba una versión menos antigua –menos juvenil– de esa canción pero, eso sí, también en la voz de Afonso.
Y me pareció encontrarla en una extraña grabación que figuraba en E-Mule.
Me la bajé, a ver qué era.
Ayer comprobé qué era lo que me había traído desde ese extraño espacio de la Red.
Zeca Afonso estaba ya muy enfermo, aunque llevaba su esclerosis con una dignísima, con una terrible dignidad. No era todavía anciano, ni mucho menos –estaba entrando en la cincuentena–, y su enfermedad sólo se traslucía en que le costaba aguantar mucho rato de pie y en que la voz, como deja caer en uno de sus lacónicos parlamentos con una soberbia admirable, ya no tenía los mismos matices que algunos años antes.
Afonso era un tipo reconocidamente antipático, por lo que me cayó simpático desde que lo conocí, en un recital político de la época de la transición española, cuando vino a echarnos una mano de la mano de Luis Pastor. Envidié su capacidad para no hacer ninguna concesión a la diplomacia boba: si alguien no le interesaba, se le notaba a un kilómetro. Yo siempre he sido más pastelero, y me lo he reprochado mil veces (aunque, la verdad, también puedo ser borde, si me lo propongo.)
Aquel recital de Zeca Afonso fue fantástico. Como lo fue él. En una época en la que todo rojo que se preciara tenía que demostrar que era rojo a más no poder, él podía cantar canciones de letra perfectamente surrealista (lo correcto sería decir superrealista, pero dejemos eso para otra ocasión), o aparentemente disparatada, o bucólica, o personalísima, indescifrable. En una época en la que lo folk lo inundaba todo –y más si uno era rojo–, él se empeñaba en descubrir las raras corrientes subterráneas que puede haber entre una pieza tradicional de la zona del Miño y otra salida de la selva de Angola. Por ejemplo.
Y todo con una sensibilidad que no veas. Y todo con una cara de mala hostia que no veas. (¿De qué coño se iba a reír, si sabía que se estaba muriendo a marchas forzadas?)
Un hombre sin concesiones.
Qué envidia. Quisiera haber sido como él. En todos los sentidos.
Para empezar, porque me habría gustado ser músico, en lugar de juntaletras.
Eso habría propiciado, sin ir más lejos, que veinte años después de mi muerte hubiera gente que se emocionara con mi obra, como yo me emocioné ayer –hondamente, hasta el llanto– con la de Zeca Afonso.
No suelo ver casi
nunca las cadenas de televisión llamadas generalistas.
Por dos razones principales: sus programas no me suelen interesar y aborrezco
la publicidad. De la televisión –no quisiera dármelas de intelectual
exquisito–, me gustan sobre todo los deportes («los deportes», en España, viene
a ser sinónimo de fútbol) y el cine, pero como el cine en las generalistas es un horror, porque para
ver una película de dos horas te tiras cuatro, por culpa de la maldita
publicidad, o lo veo grabado o recurro a algún canal de los que emiten por
satélite.
Hago esta
introducción para explicar que fue para mí toda una experiencia ver anoche una
película por TVE. Caí en ella casi por error, zapeando, pero me intrigó y me
quedé viéndola. Se titulaba Doble
traición. La prensa la había anunciado esa misma mañana como una porquería.
El País se cebaba con la protagonista,
Ashley Judd, a la que llamaba «limitada». Cada cual tiene sus manías. Según la
vi, a mi esa mujer, que no conocía, me pareció muy interesante. La acompañaba
en el reparto Tommy Lee Jones, por el que tengo cierta debilidad desde que rodó
Coal Miner’s Daughter.
Vale, el caso es
que me puse a ver la película. Por lo que sea. A lo peor es que tenía un
subidón de adrenalina, después de haber visto el partido del Barça.
Quedarme a ver
eso implicó que me pegué un hartazgo de publicidad de muchísimo cuidado. Lo
cual fue, para mí, toda una experiencia porque, como he empezado diciendo, no
suelo ver publicidad en televisión.
En general, lo
que más me llamó la atención fue que la mayoría de los anuncios de coches no
cuentan las hipotéticas ventajas de los vehículos que anuncian, sino otras
cosas, casi todas espectacularmente chorras: los coches se sumergen, se
descomponen en piezas, llevan gente que baila, saltan por los aires, pasean
delante de bellezas… Yo daba por supuesto que, si alguien quiere venderte un
coche, tiene que explicarte características tan elementales como cuánto
consume, qué capacidad tiene el maletero, cada cuántos kilómetros hay que
hacerle revisiones, qué medidas de seguridad aporta… Se ve que no hace falta y
que consiguen idiotizar al personal con espectáculos absurdos, semicircenses,
cuando no directamente imposibles.
Pero el anuncio
que logró dejarme de piedra, con un cabreo de mil pares, fue uno de no sé qué
coche que explicaba que hay cosas totalmente secundarias, como la cantidad de sitios
por los que puedes pasar, la cantidad
de emisoras de radio que puedes sintonizar, la
cantidad de mujeres con las que puedes estar… porque lo realmente
importante es… no recuerdo qué. Que te dan un seguro de siete años, o algo así.
Monté en cólera.
¿No hay ningún organismo que pueda prohibir que se realice semejante ejercicio
de cosificación de las mujeres, ese trato insultante, esa conversión en
suplemento, en adorno… y encima en una televisión de titularidad pública, es
decir, pagada por mí, entre otros?
Y luego dicen que
la culpa es de la ley sobre violencia de género, que no funciona. Como si las
leyes pudieran remodelar la realidad.
Vamos a ver: si
se dedican ustedes a propagar la idea de que el seguro de un coche puede ser
muchísimo más importante que una mujer (o, mejor dicho, que toda una lista de
mujeres) y un ente público se lo
permite y contribuye a ello, ¿de qué puede nadie quejarse luego?
Javier Ortiz publicó sus "Apuntes del Natural" todos los días desde julio de 2003 a septiembre de 2007. Antes de eso, y desde julio de 2000, hizo lo mismo con su "Diario de un resentido social". Desde octubre de 2008, con el "Dedo en la llaga" diario en Público, alimentó esta sección de "Apuntes" de manera algo menos sistemática hasta su fallecimiento.