Nosotros, nosotras, somos hijos e hijas del viento. Un día echamos a andar y desde entonces no hemos dejado de desplazarnos. Y cuando el cuerpo renuncia, buscamos otros medios o viajamos soñando.
El lenguaje nos hace humanos, pero también el movimiento que nos acerca. Son nuestras libertades primarias, básicas, las que luego permiten otras. Pensamos, caminamos, comemos, hablamos, amamos. Caminamos (o rodamos). Así nos encontramos, así hacemos una sociedad humana. También huimos: del peligro, de la miseria, de los encuentros perniciosos, de un futuro vacío, de quienes buscan someternos. De las sociedades que se deshumanizan.
Nos movemos. Y habitamos. La mayoría vivimos en un lugar diferente al que nos vio nacer, ya sea un barrio, una ciudad o un país. Pero la nacionalidad o la ciudadanía que va aparejada a aquélla determina que en un mismo territorio unas personas tengan de entrada muchos más derechos legalmente reconocidos que otras. Después, todo un laberinto legal establece un arbitrario proceso de "integración" que filtra, segmenta y sobre todo estigmatiza. La ciudadanía integra excluyendo y hace depender cualquier derecho del vínculo con un Estado y de lo que éste determine en función de una idea de nación que se construye a partir de lo que rechaza.
La Modernidad, con la formación de los Estado-nación y la creciente sofisticación de sus fronteras, el desarrollo -simultáneo e inseparable de aquél- del capitalismo y el colonialismo, trajo consigo significativos retrocesos para la libertad de movimiento. Los grandes viajes de los exploradores y comerciantes blancos se lograron con los cercamientos rojo y negro de los esclavizados. El movimiento libre de los ricos se apoyó en el movimiento controlado y la fijación proletaria de los empobrecidos. Sin embargo, abajo resistieron.
Los esclavos africanos se fugaron de las plantaciones. Los obreros europeos rechazaron las libretas obreras. Los colonizados se rebelaron. Los sudafricanos quemaron los pases. Hoy los migrantes del sur pagan intermediarios para obtener falsos pasaportes, se cansan de pedir visados que saben que no les darán, intentan vivir y trabajar aunque no consigan los permisos de trabajo y de residencia. Saltan vallas. No por desesperación, sino por dignidad. Nos recuerdan que son nuestros iguales humanos.
Es un régimen tiránico el que se basa en cercenar o encauzar nuestro libre movimiento para sus propios fines. El que reduce a una parte de nuestros iguales a posiciones subalternas o serviles por su género, por su color, por su ascendencia o por no permanecer en el lugar que se le ha asignado. Todo proceso democrático conduce necesariamente al reconocimiento de la humanidad común, de la igualdad de los cualquiera, incluyendo la capacidad y el deseo humano de movimiento. Todo proceso autoritario tiende a bloquearlo, limitarlo y convertirlo en el privilegio de unos pocos, a producir categorías de personas con inferiores derechos civiles y sociales. Esta última es la tendencia segregacionista que impera hoy en la Europa gobernada por las finanzas, por el capital que tiene garantizada constitucionalmente una libertad absoluta de circulación.
Y es que el fin de los imperios coloniales no supuso el fin de la colonialidad europea, entendida como la manera en que el poder social continúa configurándose sobre la base de criterios originados en la relación colonial. Esta persiste y evoluciona ahora en el interior mismo de los espacios metropolitanos, reproduciendo incluso viejas relaciones centro-periferia y norte-sur entre los propios ciudadanos europeos. Es además cínica, porque promueve un racismo institucional con argumentos universalistas, como vemos de manera destacada en Francia. Dicha colonialidad opera gracias a una triple negación o mistificación: del pasado colonial y esclavista, de las verdades de los subalternos y de la diversidad no domesticada.
Este negacionismo resulta especialmente grave en el Reino de España, uno de los primeros Estados europeos en sistematizar la esclavitud (de aborígenes canarios y americanos, de africanos) y el último en abolirla (1886). Olvidamos que la crueldad franquista (que se prolonga en la dictadura ecuatoguineana) nace en las guerras coloniales africanistas en el Rif marroquí. Hablamos ocasionalmente de las vergonzosas vallas en las ciudades poco autónomas de Ceuta y Melilla, dando por bueno que guardias civiles hagan frontera de Europa en territorio africano y haciendo caso omiso de los ciudadanos de segunda que viven en ambas ciudades: magrebíes, españoles musulmanes, negros africanos.
Cualquier proceso de transformación democrática dentro de Europa deberá incorporar por tanto un programa abolicionista de desmantelamiento de nuestros sistemas segregacionistas: cierre de los centros de internamiento para extranjeros, libre circulación –hacia Europa y dentro de Europa- y residencia efectivas sin discriminación y que no dependan de la condición salarial, fin de los arbitrarios visados, contribución y participación igualitaria en el común y en lo público (son las elites las que abusan de nuestros sistemas sociales, apropiándoselos, desguazándolos y privatizándolos), derecho de voto basado en la residencia y no en la nacionalidad, etc.
No nos sirve, pues, la mirada de quienes se compadecen de aquellos que son reducidos a la condición de víctimas. Necesitamos una mirada que los conciba como hermanos, compañeros de lucha por una democracia real, contra las verdaderas mafias y frente a los nuevos fascismos.
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