Un juez de la Audiencia Nacional, cuyo nombre no quiero recordar pero que atiende por Juan del Olmo, cerró el 20 de febrero de 2003 Euskaldunon Egunkaria. Bernardo Atxaga escribió este pedazo artículo. Yo lo traduje deprisa y corriendo al castellano y Javier Ortiz lo puso aquí. De allí lo pillaron los de Rebelión, por ejemplo.
El fin de una era
Como en aquel cuento que nos narró Arratibel, las mejores hierbas del euskara nunca están en el sitio en el que estamos, sino más adelante. "Más adelante y mejores", oímos una y otra vez; y no faltan entre nosotros quienes cogen la regla y el cartabón para dibujarnos mapas. "¡Alfa!" gritan mientras señalan nuestro tiempo con un punto pequeño. "¡Omega!", dicen después, y llevan dos largas rayas hacia un ángulo del mapa. ¿Se unirán? ¿No se unirán? No lo sabemos. Todavía nadie ha llegado del futuro.
Pero esta espera, permítaseme la expresión, no es moco de pavo. El futuro cansa. No podemos estar siempre de puntillas en la ventana, esperando que llegue el amanecer. Es decir, esta actitud cansa. Y, además, aunque parezca magia negra, ese futuro feliz no llega nunca. O, de otro modo, se convierte en presente en cuanto llega. "Más adelante y mejores", oímos también entonces, por enésima vez, y quizás seamos nosotros los que las pronunciemos. Porque, muchos años después, ya desde los tiempos de Axular, nos hemos acostumbrado a pensar y sentir de esta manera; y tenemos dos voces, como los ventrílocuos: una nos hace hablar esperanzados, siguiendo el rastro de los hacedores de mapas; la otra, sin embargo, plasma la rabia que nos da esa esperanza. Y la rabia es cada vez más grande. Porque no encontramos las dulces hierbas del futuro. Sí, en cambio, la amargura del presente. Más amargo que nunca, seguramente.
El pasado 20 de febrero de 2003, cuando vi a Joan Mari Torrealdai en la pantalla, inclinado, obligado por un torpe brazo y con la cabeza tapada, me entraron ganas de rezar, a pesar de no saber cómo se reza; pensé, y sentí, que esa imagen estaba fuera del ámbito cotidiano y que no se podía responder sólo con un grito de enfado o con un comentario político. Ecce homo: un hombre que ha trabajado toda la vida a favor de la cultura vasca, la mayoría de las veces alegre, sonriente ("¿Cómo puede ser fraile un hombre como tú?" le gritó Oteiza una vez, cuando Oteiza, en Arantzazu, estaba también loco de contento), ese hombre era conducido como un criminal. Malcom Lowry mete una frase, no aquí ni allí, sin venir a cuento, en su libro más famoso: «Y ahora me viene a la cabeza una cosa triste: Oscar Wilde esposado en la estación Victoria, esperando al tren que le condujera a la prisión de Reading, mientras la gente pasa y dice: `Mira, ese que está ahí es Oscar Wilde'». Ha llegado el momento: nosotros ya tenemos algo parecido en la memoria.
Pero no sólo me entristecí por Joan Mari Torrealdai. Ni tampoco únicamente por los compañeros que ese día también estaban en una situación igual. Sentí pena también por todos aquellos que vivimos atados a una lengua y a una tierra, porque el presente es siempre amargo. Porque cada vez estamos más cansados. Además, ¿cuántos somos? ¿Cinco, seis, siete? Fuera de este pequeño prado, ya no nos quiere casi nadie.
También vi, he visto, otras imágenes en la televisión. Lo que ha aparecido en la mayoría de los periódicos: la policía precintando las puertas; gente que protestaba y silbaba; personas que realizaron las primeras declaraciones. Y los políticos: Don Quijote, Don Volpone, Pepito Grillo. También aparecieron los hacedores de mapas, cómo no. El más torpe mezcló churras con merinas, imprudentemente, sin ningún sentido, y metió las detenciones de Egunkaria en la misma olla que las últimas detenciones que se han producido en Euskal Herria. Siento decirlo: nada nuevo. No apareció nadie diciendo: "Para quienes en el reino de España tenemos sensibilidad democrática, lo sucedido nos da que pensar. Tenemos dudas sobre si no estaremos atacando de forma totalitaria a la minoría vasco-hablante".
A este lado del río, tampoco ha habido cambios, porque nadie ha dicho: "De repente, nos hemos acordado de lo que le respondió Tiresias a Edipo (en la versión de Pasolini): `El precipicio que buscas está en ti'. Deberemos pensar, todos los que estamos en la cultura vasca, qué culpa tenemos en este desastre. Y la mayor reflexión deberemos hacerla en el mismo Egunkaria, y analizar si nuestra actuación política ha sido o no la correcta y qué consecuencias ha tenido. En el presente, no en el futuro".
En la televisión y fuera de ella, las declaraciones sobre lo acontecido se suceden. Unos dicen, con reflejos heroicos: "No pasarán". Y otros: "Hemos perdido muchas batallas, pero todavía estamos aquí". Miren Azkarate, firme, pidió que no se mezclara la lengua vasca y el extremismo político y hay que felicitarla por sacar a la luz la situación de Pello Zubiria. También oí las palabras de Mariano Ferrer: es verdad, tal y como dijo él, que Txema Auzmendi es una persona ejemplar y que su detención resulta muy dolorosa para todos los que lo conocemos.
Pero, en ese barullo, la imagen de Joan Mari Torrealdai supera a todas. Por lo menos en mi memoria. Ese hombre con la cabeza tapada, inclinado, entre policías. Creo que tiene un significado especial. Puede que signifique el fin de un tiempo, de una época, de una era.
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