DOS TEXTOS SOBRE EL CIERRE DE “EGUNKARIA”
Como en aquel
cuento que nos narró Arratibel, las mejores hierbas del euskara nunca están en
el sitio en el que estamos, sino más adelante. "Más adelante y
mejores", oímos una y otra vez; y no faltan entre nosotros quienes cogen
la regla y el cartabón para dibujarnos mapas. "¡Alfa!" gritan
mientras señalan nuestro tiempo con un punto pequeño. "¡Omega!",
dicen después, y llevan dos largas rayas hacia un ángulo del mapa. ¿Se unirán?
¿No se unirán? No lo sabemos. Todavía nadie ha llegado del futuro.
Pero esta espera, permítaseme la expresión, no es moco de pavo. El futuro cansa.
No podemos estar siempre de puntillas en la ventana, esperando que llegue el
amanecer. Es decir, esta actitud cansa. Y, además, aunque parezca magia negra,
ese futuro feliz no llega nunca. O, de otro modo, se convierte en presente en
cuanto llega. "Más adelante y mejores", oímos también entonces, por
enésima vez, y quizás seamos nosotros los que las pronunciemos. Porque, muchos
años después, ya desde los tiempos de Axular, nos hemos acostumbrado a pensar y
sentir de esta manera; y tenemos dos voces, como los ventrílocuos: una, nos
hace hablar esperanzados, siguiendo el rastro de los hacedores de mapas; la
otra, sin embargo, plasma la rabia que nos da esa esperanza. Y la rabia es cada
vez más grande. Porque no encontramos las dulces hierbas del futuro. Sí, en
cambio, la amargura del presente. Más amargo que nunca, seguramente.
El pasado 20
de febrero de 2003, cuando vi a Joan Mari Torrealdai en la pantalla, inclinado,
obligado por un torpe brazo y con la cabeza tapada, me entraron ganas de rezar,
a pesar de no saber cómo se reza; pensé, y sentí, que esa imagen estaba fuera
del ámbito cotidiano y que no se podía responder sólo con un grito de enfado o
con un comentario político. Ecce homo: un hombre que ha trabajado toda la vida
a favor de la cultura vasca, la mayoría de las veces alegre, sonriente
("¿Cómo puede ser fraile un hombre como tú?" le gritó Oteiza una vez,
cuando Oteiza, en Arantzazu, estaba también loco de contento), ese hombre era
conducido como un criminal. Malcom Lowry mete una frase, no aquí ni allí, sin
venir a cuento, en su libro más famoso: «Y ahora me viene a la cabeza una cosa
triste: Oscar Wilde esposado en la estación Victoria, esperando al tren que le
condujera a la prisión de Reading, mientras la gente pasa y dice: `Mira, ese
que está ahí es Oscar Wilde'».
Ha llegado el
momento: nosotros ya tenemos algo parecido en la memoria.
Pero no sólo me entristecí por Joan Mari Torrealdai. Ni tampoco sólo por los
compañeros que ese día también estaban en una situación igual. Sentí pena
también por todos aquellos que vivimos atados a una lengua y a una tierra,
porque el presente es siempre amargo. Porque cada vez estamos más cansados.
Además, ¿cuántos somos? ¿Cinco, seis, siete? Fuera de este pequeño prado, ya no
nos quiere casi nadie.
También vi, he
visto, otras imágenes en la televisión. Lo que ha aparecido en la mayoría de
los periódicos: la policía precintando las puertas; gente que protestaba y
silbaba; personas que hicieron las primeras declaraciones. Y los políticos: Don
Quijote, Don Volpone, Pepito Grillo. También aparecieron los hacedores de
mapas, cómo no. El más torpe mezcló churras con merinas, imprudentemente, sin
ningún sentido, y metió las detenciones del Egunkaria en la misma olla que las
últimas detenciones que se han producido en Euskal Herria. Siento decirlo: nada
nuevo. No apareció nadie diciendo: "Para quienes en el reino de España
tenemos sensibilidad democrática, lo sucedido nos da que pensar. Tenemos dudas
sobre si no estaremos atacando de forma totalitaria a la minoría vascohablante".
A este lado
del río, tampoco ha habido cambios, porque nadie ha dicho: "De repente,
nos hemos acordado de lo que le respondió Tiresias a Edipo (en la versión de
Pasolini): `El precipicio que buscas está en ti'. Deberemos pensar, todos los
que estamos en la cultura vasca, qué culpa tenemos en este desastre. Y la mayor
reflexión deberemos hacerla en el mismo Egunkaria, y analizar si nuestra
actuación política ha sido o no la correcta y qué consecuencias ha tenido. En
el presente, no en el futuro".
En la televisión y fuera de ella, las declaraciones sobre lo acontecido se
suceden. Unos dicen, con reflejos heroicos: "No pasarán". Y otros:
"Hemos perdido muchas batallas, pero todavía estamos aquí". Miren
Azkarate, firme, pidió que no se mezclara la lengua vasca y el extremismo
político y hay que felicitarla por sacar a la luz la situación de Pello
Zubiria. También oí las palabras de Mariano Ferrer: es verdad, tal y como dijo
él, que Txema Auzmendi es una persona ejemplar y que su detención resulta muy dolorosa
para todos los que lo conocemos.
Pero, en ese barullo, la imagen de Joan Mari Torrealdai supera a todas. Por lo menos en mi memoria. Ese hombre con la cabeza tapada, inclinado, entre policías. Creo que tiene un significado especial. Puede que signifique el fin de un tiempo, de una época, de una era. (Traducción de M. Iturria)
El cierre de “Egunkaria” me ha traído a la memoria de forma
violenta, como una bofetada (nunca mejor dicho, como se verá a continuación),
una breve historieta (apenas una página) de los años setenta, con guión de mi
amigo Felipe Hernández Cava (no recuerdo quién era el autor, o la autora, de
los expresivos dibujos):
Un campesino vasco va por un camino con su hijo --un niño de
siete u ocho años-- de la mano. Con infantil inocencia, el niño le dice algo a
su padre, en euskera, justo en el momento en que se cruzan con una pareja de la
Guardia Civil. Los tricorniados los paran y le dicen al padre que le dé una
bofetada a su hijo. “Es sólo un niño”, implora el hombre, pero los verdes le
dan a elegir entre la bofetada o llevárselos detenidos. El padre le da un
tembloroso cachete al hijo. “Más fuerte”, exigen los picoletos. Por fin una
sonora bofetada (cuán expresivas pueden ser las onomatopeyas gráficas del
cómic) satisface a la Guardia Civil caminera, que se aleja mientras el niño,
con los ojos llorosos y la cara encendida, le dice a su padre: “No me has hecho
daño, aita”.
Trescientos guardias civiles, en la madrugada del 21 de
febrero, echando puertas abajo y a punta de metralleta, detuvieron a diez
personas relacionadas con el diario “Egunkaria” (la proporción es
significativa: treinta pistolas beneméritas por cada pluma). “Egunkaria” era
--es: no podrán con ellos-- el único diario en euskera, y su cierre es una
nueva y brutal bofetada a la lengua, a la soberanía y a la libertad del pueblo
vasco. Una bofetada que duele (claro que duele, y mucho), pero que no puede
hacer daño. Tiene razón el niño de la historieta: los agresores no pueden dañar
su dignidad ni su entereza: no pueden debilitar sus vínculos afectivos y
culturales; por el contrario, los fortalecen. Como fortalece este nuevo golpe
la cohesión y la solidaridad entre los vascos. Y no sólo entre ellos, sino
entre todos los que, desde la cultura, luchamos contra la barbarie.
La indignación no es sólo vasca, y la respuesta no será sólo
vasca. Ha sido una bofetada a la libertad de expresión, a la libertad a secas,
y eso nos afecta a todos. Cada vez más gente se da cuenta de que la guerra, la
globalización capitalista, la represión, la tortura, las mareas negras, la
manipulación mediática, la prepotencia parlamentaria y la criminalización de la
disidencia son ramas de un mismo tronco. Y cada vez hay más gente decidida a
abatir ese árbol maldito que se riega con sangre.
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