Aleksandr Flekísov, que fue alto mando del KGB de la URSS y estuvo encargado en los años 50 de dirigir todo el espionaje soviético en los EE.UU., acaba de revelar que Julius y Ethel Rosemberg no pasaron a Moscú la documentación secreta necesaria para fabricar la bomba atómica. La Justicia norteamericana los condenó a muerte por ese supuesto delito y puso fin a su vida el 19 de junio de 1953. Según Flekísov, Ethel Rosemberg no tuvo la más mínima relación con el espionaje soviético. Su marido, Julius, sí hizo algunos trabajos de información para los servicios secretos de la URSS, pero no ese que le condujo a la silla eléctrica.
Se argumenta contra la pena de muerte criticándola por su carácter irreversible: en efecto, la Ciencia norteamericana todavía no ha logrado resucitar a ninguna persona ejecutada injustamente para pedirle excusas y ponerla en libertad.
Es un argumento válido, pero insuficiente.
También se le suele reprochar su perfecta inutilidad: en los Estados norteamericanos en los que existe la pena capital, viene a haber igual número de crímenes que en aquellos en los que ha sido abolida.
Es ahí donde llegamos al meollo del asunto.
Los partidarios de la pena de muerte son plenamente conscientes tanto de los riesgos de injusticia que entraña como de su incapacidad disuasoria. Si la defienden no es porque no sepan eso, sino porque les parece que es el sistema más acabado de tomarse venganza.
Hay dos concepciones básicas de la Justicia. La primera es ésta: ojo por ojo, diente por diente; tal hiciste, tal mereces. La otra es la que se recoge en el artículo 25.2 de la Constitución española: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social». La una se toma venganza; la otra pretende dar al delincuente la oportunidad de convertirse en honrado.
Comprendo el criterio por el que se rige la Justicia norteamericana. No lo apruebo de ninguna manera, pero lo comprendo. A quienes no entiendo es a los españoles que, sin rechazar abiertamente el modelo de Justicia que fija la Constitución de 1977, evidencian cada dos por tres que lo que a ellos les mola es la venganza. «A mí lo que me habría gustado es que al Elejalde ese la policía le hubiera dado cuatro tiros», sostiene un sindicalista por la radio, y sus contertulios callan. Y ningún oyente llama para criticar la barbaridad.
Puesto que así piensan, deberían ser consecuentes: promuevan la correspondiente reforma de la Constitución, proclamen el derecho social de venganza, santifiquen la Ley del Talión, que ya fue santa. Y si no están dispuestos a eso, no siembren en la opinión pública ideas que la llevarán inevitablemente a chocar con el Poder Judicial cada vez que este haga lo que la ley le ordena: tratar de recuperar y reinsertar a los presos.
Lo peor no es pensar así o asao: lo peor es poner a las vísceras a cumplir las tareas del cerebro.
Javier Ortiz. El Mundo (22 de marzo de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de marzo de 2013.
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