Una vez cumplidos los tres ritos obligados en toda llamada a una tertulia de la radio (hay que decir primero: «¿Es a mí?», y luego: «Me gusta mucho su programa», y acto seguido: «Perdonen, pero es que estoy un poco nervioso»), el oyente echa la bronca a los periodistas: «¿A qué viene tanta monserga?», clama. «¡A ésos de la ETA hay que torturarlos, hay que matarlos! ¡Como en Estados Unidos! ¡Hay que llevarlos ante un pelotón de fusilamiento, y se acabó!». Otro ciudadano es aún más explícito: «Habría que arrancarles las uñas, luego los dientes y luego pegarles un tiro en la nuca».
Me cuentan que el pasado sábado una emisora local madrileña pidió a sus oyentes que llamaran opinando sobre el caso Elejalde. Al parecer, la única división de criterio que se manifestó en las llamadas -más de 80- fue de matiz: unos decían que seguro que Elejalde no fue torturado, otros que qué mas da y otros que, si fue torturado, mejor que mejor.
«Esto es lo que ha conseguido ETA», apostilló un periodista, con tono de consternación -tampoco excesiva, de todos modos- al escuchar tales cánticos a la bondad de la tortura.
No tiene razón. El salvajismo ajeno puede estimular, pero nunca volver inevitable el propio salvajismo. La crueldad de ETA hace aflorar lo que de peor esconde la mente de mucha gente, sin duda. Pero, para que lo peor aflore, tenía que anidar ya antes en ellas. En otras conciencias, la barbarie ajena produce horror; no ganas de imitarla a modo de respuesta.
«Sufren ustedes un ataque de democratitis», sentencia un oyente que se declara votante del Partido Popular. ¿Puede ser infecciosa la democracia? Él así lo cree. Se ve que piensa que, en materia de democracia, es de aplicación el refrán que sostiene que lo poco agrada, pero lo mucho enfada.
Hay un franquismo ideológico difuso en la sociedad española. El franquismo no murió. Duerme, y a veces despierta. Lo vemos asomar de la mano del utilitarismo: muchos españoles no conciben el respeto de las libertades como cuestión de principios, indeclinable, sino como conveniencia circunstancial. Hay que respetarlas, pero sólo en la medida en que no estorben. Y si conviene violarlas, hágase, aunque -a poder ser- con discreción. ¿Cuántas veces y a cuánta gente no le hemos oído decir que lo peor de los GAL fue que actuaron chapuceramente?
En El tercer hombre, desde la altura de la enorme noria, Harry Lame señala hacia la calle y plantea a su amigo Holly Martins el dilema: «¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros de ahí abajo si dejara de moverse? Si te ofreciese 20.000 dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardara mi dinero... o empezarías a calcular la cantidad de puntitos que serías capaz de parar?».
Ojos que no ven. Para muchos, lo realmente importante es que sean otros los que hagan el trabajo sucio. No que no haya suciedad.
Javier Ortiz. El Mundo (19 de marzo de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de marzo de 2012.
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