Se va a publicar un libro en el que, sacando partido de diversos escritos personales de Teresa de Calcuta, se revela que la afamada monja tuvo dudas sobre la existencia de Dios durante buena parte de su vida.
Cuentan que la religiosa dejó dicho que los papeles en cuestión fueran destruidos. Pero no le obedecieron. Lo cual replantea una vieja polémica: ¿es lícito desatender la última voluntad de una persona?
Es bien conocido lo que sucedió con Franz Kafka, que rogó a su amigo Max Brod y a su novia, Doria Diamant, que destruyeran todos sus manuscritos cuando él muriera. Ella le hizo algo de caso –no mucho–, pero Brod en absoluto, gracias a lo cual conocemos la mayor parte de la creación del genial novelista checo.
¿Hicieron bien o mal? Cabría decir que hicieron bien y mal. Que hicieron bien para la historia de la literatura, pero que se portaron mal con Kafka. Claro que, una vez que estás muerto, es difícil que se porten mal contigo, y el respeto por la memoria depende de la memoria que te guarden. En el caso de Kafka, sus deudos consideraron que era un grandísimo escritor, pero que a veces tenía ocurrencias absurdas, y decidieron dar prioridad al genio sobre el agonizante, amargado y rencoroso.
Durante un tiempo sostuve que sólo hay que fiarse de los muertos, porque son los únicos que ya tienen definitivamente cerrada su biografía y no están en condiciones de dejarte con un palmo de narices cambiando de chaqueta. Llegué a esa conclusión tras sufrir algunas decepciones y quemarme la mano después de haberla puesto en el fuego por gente en la que habría hecho mucho mejor en no confiar. Pero la experiencia me ha demostrado que incluso ese criterio, por estricto que parezca, es demasiado laxo, porque tampoco resulta tan raro que, pasado el tiempo, nos enteremos de aspectos de la vida del difunto (curiosa paradoja) que habían estado ocultos y cuyo conocimiento nos fuerza a variar la consideración de su persona, o a matizarla, al menos.
Lo que no entiendo es por qué hay gente que se empeña en encargar a otros que cumplan su voluntad post mortem cuando podrían haberse asegurado de cumplirla en vida. Hay ocasiones en las que no queda otro remedio que esperar a morir para que se haga lo que quieres, y para eso están los testamentos, pero hay otras, como las que comento aquí, que podrían haberse resuelto cuando los interesados deambulaban todavía por este valle de lágrimas. Si Teresa de Calcuta tenía el firme deseo de que fueran destruidos los papeles que recogían todas esas confesiones íntimas suyas, ¿por qué no los destruyó ella? Del mismo modo: si Franz Kafka deseaba que su obra no publicada desapareciera, ¿por qué no la tiró él misma a la chimenea?
Tal vez yo sea muy retorcido, pero para mí que ninguno de los dos tenía muy clara su última voluntad.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de agosto de 2007). Hay también un apunte con el mismo título: Últimas voluntades. Subido a "Desde Jamaica" el 27 de junio de 2018.
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