Mi admirado Marat lo comenta hoy con tanta mala uva como gracia en la crítica semanal de televisión que nos manda los miércoles (ver Los huevos), pero no me resisto a decir lo mío con respecto a la escandalera que se ha montado a cuento de los atavismos culturales del presidente iraní, de visita por estas tierras.
«¡No le da la mano a la ministra de Exteriores!», braman a tot arreu.
Bueno, admito que, según como me cogiera, puede que yo tampoco se la diera. Por grima personal, mayormente.
En todo caso, reconozco que yo no contaba con una teoría al respecto. Y ya es raro, porque las tengo para casi todo.
Véome ahora obligado a cubrir esa carencia a toda velocidad, porque mi público –al que tanto debo y tanto quiero, etcétera, etcétera– me requiere, y yo no puedo defraudarlo.
Empezaré con una autocrítica: yo siempre he dado la mano a todo el mundo que me la ha tendido (con la sola excepción del presunto historiador César Vidal, al que se la di una vez y me arrepentí para siempre, porque me la dejó como un pingajo sudado.)
Es un asunto al que jamás había concedido la más mínima importancia. Me lo tomaba con plena frivolidad. Llega un menda y te pone la mano por delante. Bueno, pues como si te suelta un «Hola» y le respondes. Daba por hecho que chocar esos cinco no quiere decir nada, ni para bien ni para mal.
Así lo veía yo. Pero el otro día, hablando con cierto dirigente nacionalista vasco que tiene fama de no ser extremadamente afable, pero sí concienzudo en sus filias y sus fobias, descubrí que el asunto puede convertirse en una interesante arma arrojadiza.
–Yo, cuando me encuentro con esa gentuza del PP –me dijo el hombre, cuya identidad no revelaré, pero al que por mera comodidad llamaré Xabier–, me niego a darles la mano. ¿Qué se piensan? ¿Que pueden insultarte hoy y mañana todos tan amigos?
Y no le falta razón. Quiero decir que, si bien es cierto que dar la mano no quiere decir que el de enfrente te caiga particularmente bien, negarte a dársela es una forma de hacerle ver bien a las claras que no goza de tus simpatías.
Yo nunca he sido muy ducho en la cultura de los gestos. Se me ha dado siempre mejor la cosa de las palabras.
Por ejemplo: hace dos o tres años –algo así, no recuerdo– me topé con Javier Arenas en un programa de radio. Y le di la mano.
–Hombre, Ortiz, ¡encantado de conocerte! –me dijo.
Y yo, con esa diplomacia que Dios me dio, le respondí con una sonrisa beatífica:
–No creo.
Caramba: pues, puestos a ser borde, podía haber empezado por no estrecharle la mano, y me hubiera ahorrado el resto.
Se ve que es un asunto más complejo de lo que parece, como casi todos.
Le seguiré dando vueltas. Pero, como conclusiones provisionales: 1) Si me topo con Bush, no le doy la mano, para que se chinche y no duerma por la noche; y b) Si me encuentro con Jatamí, lo mismo: no le doy la mano. Y si me da un beso, en la mejilla. Como mucho.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (30 de octubre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de noviembre de 2009.
Comentarios
Escrito por: Juan.2009/11/03 17:25:35.304000 GMT+1
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Escrito por: PWJO.2009/11/03 22:24:37.615000 GMT+1