«Odio la pedantería, tanto en el cine como en la cocina»
Nota: Javier Ortiz firmó, al menos, ocho colaboraciones en la revista Sobremesa. En mayo de 2009, publicamos la primera (¡Que beban!) y hoy hacemos lo propio con esta entrevista a Oscar Ladoire. Cada lunes habrá un nuevo texto. Ya que estamos: nos gustaba más la revista cuando andaba por allá Rafael Chirbes.
Sostiene que un buen actor es aquel al que no se le nota que miente. Y ése fue el secreto de su éxito en «Ópera prima»¸ la primera película de Fernando Trueba. Ladoire, coguionista y protagonista del filme, parecía estar viviendo su propia historia, y el público quedó prendado de su naturalidad. Una naturalidad nada natural, fruto de mucho estudio y mucho ensayo. Ladoire (Madrid, 1954) es un actor de pies a cabeza. Incluso cuando no actúa. Desde «Ópera prima» hasta ahora, una veintena de películas como intérprete –la última, con Paco Rabal a su lado, «Alla Revoluzione sulla due cavalli», rodada apenas hace unos meses y pendiente de estreno en España–, dos más como director, toneladas de papeles menores... y hasta un concurso de televisión en horario estrella, «Fort Boyard», que está emitiendo actualmente Tele 5.
–¿Cómo decide uno que va a dedicarse a ser actor?
–No es una decisión que tome uno mismo. La toman por ti. Te tiene que llamar alguien que te convence de que puedes ser actor, porque él está convencido de que puedes ser actor.
–¿Y cómo llega él a esa conclusión?
–Partamos de la premisa de que todo el mundo es actor. Todo el mundo miente, en cosas de mayor o menor importancia, con más o menos frecuencia... Ocurre que algunas personas sabemos mentir mejor que el resto; somos más creíbles. Alguien se da cuenta de ello y te propone que cobres por mentir. Los políticos también cobran por mentir, pero no son propiamente actores. Yo soy mejor actor que Chirac o que Bush, porque conozco mi profesión. Yo muevo las cejas cuando hace falta. Ellos no han aprendido a controlar esos detalles.
–¿Eras muy joven cuando empezaste a actuar de modo profesional?
–He dicho antes que uno se convierte en actor sólo cuando empieza a cobrar por hacerlo. A mí eso me sucedió en 1980, cuando me pagaron 250.000 pesetas por participar en una película. Pero bastante antes de eso ya había tenido algún éxito como actor. Por ejemplo, en cierta ocasión en que me detuvo la Policía franquista, logré convencerles de que era un psicópata y me dejaron en libertad. Con aquella actuación también obtuve un beneficio, aunque no fuera en dinero.
–Antes de 1980 ¿no habías hecho ningún trabajo como actor, experiencias policiales al margen?
–Sí, claro. Cortometrajes. Empecé en el mundo del corto, y de ahí pasamos al cine. Formo parte de un grupo de gente que coincidimos en una cosa que se inventaron por entonces, que fue la rama de Imagen de la Facultad de Ciencias de la Información. Lo que yo quería era entrar en la Escuela de Cine, pero no pude, porque la cerraron. En Ciencias de la Información nos encontramos con que, en lugar de enseñarnos cine, nos impartían clases sobre estética general, sobre supervivencia en la literatura y el arte, sobre psicología inductiva... Un batiburrillo extraño que nos producía más bien repelús a los que queríamos aprender, lisa y llanamente, cómo estar delante de una cámara, o detrás de ella. Con ésas nos topamos algunos amantes del cine, como Fernando Rodríguez Trueba, Antonio Fernández Resines, Carlos Sánchez Boyero...
–Todos ellos conocidos hoy por sus segundos apellidos.
–Sí: un grupo de gente que con el tiempo ha logrado una notoriedad estupenda.
–Desde el principio te interesaste por el cine, y sólo por el cine. Muchos actores sostienen que la verdadera escuela para un actor está en las tablas de los teatros. Pero a ti el teatro nunca te ha llamado la atención.
–Desde la audacia que produce la ignorancia –porque lo cierto es que sobre el teatro lo ignoro todo–, considero que se trata de dos oficios diferentes. En realidad, creo que todo se ha ido especializando cada vez más, y que tampoco es ya lo mismo ser actor de serie de televisión que actor de cine. Incluso es posible que ya esté escribiendo alguien en Alabama una tesis sobre las técnicas específicas del actor de serie de televisión pública con relación a las del actor de serie de cadena privada, o a las del actor de grupo multimedia con diversos canales temáticos. Son oficios distintos. En cada caso priman técnicas diferentes. No es lo mismo actuar ante una cámara que subirte a un escenario en plano fijo general –porque en definitiva eso es el teatro–, donde tienes que proyectar la voz para que se te oiga en la fila 65 y donde los gestos de tus cejas no los ven sino los que están en la primera fila y tienen muy buena vista, lo que no es frecuente, porque normalmente la gente que ocupa la primera fila suele estar bastante deteriorada.
¡Claro que todo tiene que ver con la interpretación! Pero también tiene que ver con la interpretación salir a echarse un mitin después del bombardeo de las Torres Gemelas y clamar «Dios os bendiga» con lágrimas en los ojos, o ser un tendero de ultramarinos y decir: «Señora, estos tomates son de lo mejorcito»...
Es pena que el papel impreso dé tan escasa cuenta del trabajo del actor, que es actor incluso durante la entrevista. Óscar Ladoire va cambiando de tonos y voces según habla del comediante que clama para que se le oiga en la fila 65, mueve las cejas cual personaje de cine mudo para ilustrar su argumento, adopta tono presidencial para imitar al político o se vuelve tendero de ultramarinos para venderte el tomate podrido.
–«Ópera prima» fue tu primer largometraje. ¿A qué atribuyes que una obra inicial –y, en consecuencia, relativamente tosca– tuviera tanto impacto y se haya convertido para mucha gente en un auténtico objeto de culto?
–Pues no lo sé. Hombre, ahora ya, con la distancia, después de tanto tiempo, podría intentar analizarlo. Una primera explicación es la tópica: llegamos en el momento adecuado contando lo que todo el mundo quería ver y nadie se lo daba. Vale, eso es cierto. Pero creo que hay algo más. No es sólo lo que contamos, sino cómo lo contamos. Sin nosotros ser conscientes de ello, transmitimos al público de aquella generación una sensación de proximidad, de familiaridad... Los personajes decían cosas que el público hacía suyas: «Anda, pero si eso lo he pensado yo muchas veces...». En realidad todo fue producto del azar. Tuvimos una oferta de producción, nos pusimos Fernando Rodríguez Trueba y yo a escribir el guión y lo hicimos en cosa de una semana, o diez días. Lo hicimos mano a mano, con dos máquinas de escribir, porque entonces no había PCs...
–Había un PC: el Partido Comunista. Supongo que en aquellos tiempos todos los de tu entorno os considerarías próximos a la izquierda menos acomodada...
–Pues sí y no. Había una cosa típica de la izquierda más izquierda de entonces que a nosotros nos repateaba, que era su odio hacia el cine norteamericano. Si decías que te gustaban las películas de Ford, o de Hawks, te ponían de vuelta y media. Por entonces salió la primera entrega de La Guerra de las Galaxias. ¡La que te podía caer si decías que te lo habías pasado en grande viéndola! Eras poco menos que un fascista. En aquellos tiempos yo hice un corto, el primero que logramos sacar adelante, que se llamaba La retención, y que era la historia de una chavala a la que no le venía el periodo, y eso tenía a su madre muy mosca. La muchacha se iba a una casquería para comprar algo con lo que manchar las bragas. Lo presentamos en un festival de cortos muy prestigioso y conseguimos un pateo de los que hacen época. La pena es que no lo conservo, porque estoy seguro de que ahora sería un éxito.
En esos años era obligatorio demostrar un amor infinito por el cine francés. O todavía peor: por el alemán. ¡Qué soberanos peñazos! Todavía me acuerdo de la gente haciendo largas colas en la Filmoteca para ver el bodrio de un pavo que ni siquiera sabía qué es una elipsis. Había un bandido del siglo XVIII que tenía que contar un botín... ¡y el tipo contaba quinientas monedas, una tras otra, en plano! Pues nada: se suponía que aquello era la deconstrucción del fascismo fílmico o qué sé yo qué...
–También estaba el cine italiano: Tognazzi, Gassman, Sordi...
–¡Maravillosos! ¡Divertidísimos! Pero no podías decir que eso te gustaba. De todos modos, también había italianos muy pesados, como Pasolini, salvando su Uccellacci e uccellini, de 1966, que es estupenda.
Ladoire ha sido actor en películas que llevaban un sello previo de calidad: «Mientras el cuerpo aguante» y «Sal gorda» (Trueba), «La noche más hermosa» (Gutiérrez Aragón), «El viaje a ninguna parte» (Fernán Gómez), «Las edades de Lulú» (Bigas Luna), «Allegro ma non troppo» (Colomo)... Pero también ha tenido que actuar en productos de segunda, y hasta de tercera fila. Alguna gente parece creer que los actores de prestigio viven del aire. Qué más quisieran. Cuando no hay ofertas a su altura, no les queda más remedio que descender peldaños. Todos los grandes actores españoles lo han hecho: lo hizo Fernando Rey, lo ha hecho Fernando Fernán Gómez... El propio Paco Rabal, en tiempos de penuria, llegó a protagonizar bodrios de la peor especie. Pero hasta en las plazas más infames cabe hacer faenas dignas.
-Ahora, en el 2001, hay quien considera que resulta más interesante ver «El cochecito» o «El verdugo» que «La caza».
Yo aún iría más lejos: me aporta más ver Historias de la radio, que fue dirigida por un franquista, José Luis Sáez de Heredia, que La caza. de Saura. Al margen de que lo que cuenta me resulte más divertido, es que me da más información sobre la realidad española de la época. Tiene un valor documental que me resulta muy superior. En Historias de la radio Paco Rabal hizo un papel memorable.
-Tal vez sea porque el cine tiene diversos lenguajes, y algunos son más universales y ofrecen más posibilidades, y otros son más experimentales y corren el permanente riesgo de no establecer la necesaria comunicación con el público, o de resultar un fiasco, directamente.
-Pasa lo mismo con la cocina, te diré, ya que estamos en una revista gastronómica. Yo tengo una edad en la que he conocido la nouvelle cuisine, lo mismo que he conocido la nouvelle vague. Leí en su tiempo las guías de Gault y Millau y me empapé de las maravillas de Bocuse, Guérard, Manière, Senderens... Pasaron los años y, de repente, nos sobrevino la nueva invasión francesa: todo el mundo se puso a hacer aquí nueva cocina. Está bien que haya nueva cocina, no digo yo que no, pero es que ahora puedes llegar a un pueblo perdido de La Mancha y, en cuanto te descuidas, te ponen un plato de nouvelle cuisine con unos churretones de chocolate y una hojita de cilantro... Y te dices: «Joder, con las chuletitas de cordero que había aquí tan buenas, ¿y por qué me las estropeáis poniéndoles una capita de caramelo en un plato enorme en el que quedan perdidas...?».
Mira, después de tanto viaje y de tanta vuelta por tantas partes, yo con lo que más disfruto actualmente es con una buena rodaja de merluza, o con un buen marisco, o con una buena carne roja; con sabores que no estén enmascarados. Es lo mismo que con el cine: cuéntame una buena historia y déjate de hacer florituras con la cámara.
–Y así será, puesto que así lo dices, pero yo soy testigo de tus habilidades culinarias y, de la misma manera que te he visto hacer un ajoblanco estupendo, y unas ensaladas envidiables, puedo asegurar que cocinas unos huevos de codorniz con trufa sobre una espuma de foie que están de chuparse los dedos, o una carne al horno con varias salsas especiadas que es de primera...
–Por supuesto que no renuncio a nada que valga la pena. Lo que critico es el manierismo y la pedantería, tanto en el cine como en la cocina.
De todos modos, la cocina creativa que a mí me admira más es la de esa gente que llegas de improviso a su casa y que se las arregla para montarte unos platos estupendos con las cuatro cosas que le quedan en el frigorífico. Por lo que eso indica de hospitalidad, de amor. Como no creo ni en Dios ni en la religión, para mí la comida compartida es una especie de comunión. Comiendo es, además, como mejor conoces a la gente. Porque tampoco te vas a poner a follar con todo el mundo.
También creo que hay otra especialidad culinaria importante, y lamentablemente poco desarrollada, que es la de la cocina para uno solo, para uno mismo. Pero tampoco es cosa de seguir con el paralelismo del sexo...
–Hablemos de televisión. Ahora, tras más de dos décadas de carrera en el cine, te ha dado por la televisión. Estás haciendo un papel en un concurso que se emite en horario de máxima audiencia, «Fort Boyard». Lo mismo te pasa como a Groucho Marx, que, después de casi 40 años en los escenarios y en las pantallas, alcanzó su máxima cuota de popularidad presentado un concurso de televisión...
–Y es posible que sea así como alcance yo la mía, vaya que sí. Ahora me encuentro con que soy el ídolo de los niños; una especie de Don Cicuta del 2001.
–¿Y no es frustrante que un trabajo menor te reporte mucha más popularidad que los papeles más serios, estudiados y laboriosos?
–No, no es frustrante. Entre otras cosas, porque la popularidad representa expectativas de nuevos trabajos. Aunque en este país nunca se sabe: recuerdo que cuando le dieron el Óscar a Garci, Encarna Paso, que era la protagonista de la película, tuvo que decir públicamente a los productores que podían seguir contando con ella, porque no había aumentado su caché. Pobrecita mía: tenía miedo de que se pensaran que iba a pedirles más y que no la llamaran por eso. No, la popularidad es buena; es parte de nuestro oficio. Y la televisión te da mucha, porque te metes en las casas de la gente y te conviertes, como quien dice, en parte de la familia. De todos modos, es mejor no pensar demasiado en ello, porque puede llegar a resultar paralizante.
El lado frustrante que sí tiene trabajar en televisión va por otro lado: siempre te quedas fastidiado porque piensas que podías haberlo hecho mejor, que no has tenido tiempo suficiente para ensayar, que no has podido dar las indicaciones necesarias para que la cámara tomara este o aquel detalle, o para que la iluminación fuera esta o la otra... Pero no puedes detenerte, porque según acabas un programa ya empiezas con el siguiente.
-Pero, según lo que tú mismo decías antes, supongo que actuar en televisión también obligará a un aprendizaje diferente. En el cine se repite todo hasta que queda como se pretende; en televisión hay que ir a salto de mata... Es casi un circo, ¿no?
–Sí. Y, efectivamente, requiere una técnica especial. Para mí eso es fascinante. Siempre he sido muy curioso. De niño, cuando me regalaban un juguete, enseguida le abría las tripas para saber qué tenía dentro, cómo funcionaba... Ahora me encuentro con la televisión, y con gente que es capaz de levantarse por la mañana y decir: «Bueno, adiós, cariño, que me voy a llenar el espacio vital de tres, cuatro o cinco millones de personas». Y así día tras día. Y llenan ese espacio con su presencia, con su palabra, con su voz, y sin posibilidad de repetir, sabiendo que la genialidad o la gilipollez que digan no va a tener remedio. Da vértigo. ¿Es aplomo a espuertas? ¿Es inconsciencia? ¡Bendita inconsciencia! Y de repente te dan la oportunidad de meterte en eso. Pero si yo no soy gracioso... Si conmigo la gente se ríe no porque sea gracioso, sino porque soy ridículo... Pero te dices: «Voy a probar». Te lo tomas como un juguete más. Le abres las tripas y miras cómo funciona.
Javier Ortiz. Entrevista publicada en la revista Sobremesa a lo largo de 2001.
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