De ser verdad los rumores que corren por las redacciones de los periódicos, habrá que convenir en que nuestra clase política, incluidos sus escalones más elevados, está poblada por una ingente cantidad de cogorzas irreprimibles. Todas las semanas le cuentan a uno que tal o cual personaje de alto copete hubo de ser transportado hasta el catre por el personal de su escolta, o que los lavabos de esta o aquella discoteca de moda hubieron de ser severamente bloqueados por vigilantes ad hoc para que el público no contemplara cómo una conocida personalidad política trataba de desplazarse a gatas -sin conseguirlo- hasta la reparadora y siempre receptiva taza del WC.
No veo que haya en ello motivo para anatemizarlos. Comprendo que existen responsabilidades difíciles de soportar, que generan enormes tensiones y ansiedades sin cuento. Considérese también el problema de la mala conciencia: son muchos los que pasaron su juventud perorando discursos de igualdad fraterna y que ahora se dedican a hacer reconversiones -casi siempre de trabajadores en parados-, a preparar leyes contra los inmigrantes o a facilitar que la Policía dé enérgicas patadas en la puerta domiciliaria de los amantes del marmitako. Qué duda cabe de que, tras ocho o diez copazos nocturnos, los remordimientos son mucho más llevaderos.
Vistas las cosas con realismo, puede decirse incluso que está bien que los altos cargos de la Administración, empezando por los componentes del propio Consejo de Ministros, se emborrachen. Primero, porque no es malo que conserven algún rasgo de humanidad; segundo, porque es poco probable que cuando estén en tal estado les dé por trabajar. Tal vez se pongan violentos -in vino veritas-, pero ése es, de los males, el menor: en estado de embriaguez podrán dañar a una, dos, cuatro o seis personas, a lo sumo; trabajando, en cambio, suelen dañar por miles.
Prefiero con mucho el político borracho al político cocainómano. El primero se rinde; el segundo aspira a multiplicar sus fuerzas. Al borracho te lo puedes encontrar a las tantas cantando La Internacional y asegurando que si él está en ese cargo es sólo para que no lo ocupe otro aún más corrupto que él, que sigue siendo un rojo de corazón. Al otro cabe que te lo topes a las mil y quinientas... trabajando. Entre un pesado y un sádico, ¿cómo no quedarse con el pesado?
Javier Ortiz. Sobremesa (Junio de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de mayo de 2009.
Texto remitido por Marcos Gutiérrez de Cantabria. Eskerrik asko.
Comentar