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2002/10/19 06:00:00 GMT+2

Manuela y Vicente

Hace años supe de un caso muy similar. Lo leí en una excelente crónica de tribunales -un género periodístico ya casi perdido- de Le Monde. Habían juzgado a un anciano al que acusaban del asesinato de su esposa. La vista del juicio permitió saber que la mujer había pactado años antes con su marido y compañero que, si uno de los dos sufría un deterioro irreversible en su salud y quedaba privado de la capacidad de decidir por sí mismo, el otro se encargaría de darle dulce muerte. Es lo que le ocurrió a ella que, por desgracia, perdió con los años la cabeza y el sentido. No reconocía a nadie, se perdía por la calle... Las autoridades sanitarias comunicaron al hombre que no quedaba más remedio que recluirla.

Días antes de que se la arrebataran, Paul preparó a Geneviève -me parece recordar que se llamaban así- una cena exquisita, la atiborró de somníferos y, cuando se quedó dormida, le disparó un tiro a quemarropa.

En el juicio, los hijos de la pareja atestiguaron que Paul había sido el más devoto amante: que adoraba a su madre. Contaron que ellos también se habían quedado hundidos viendo en qué estado se encontraba ella, y declararon que se sentían orgullosos del valor que había demostrado su padre. Afirmaron que su tiro de gracia había sido, sin duda alguna, un acto de amor. El jurado, impresionado, dictó un veredicto de inocencia con todos los pronunciamientos favorables.

El pasado miércoles, en Barcelona, un anciano de 86 años, por nombre Vicente, mató a su mujer, Manuela, de 83. La pobre mujer llevaba meses sufriendo dolores espantosos por culpa de una enfermedad incurable. Acababan de notificar a Vicente que iban a llevarse a la enferma para ingresarla en una residencia. A diferencia de Paul, Vicente no tenía ninguna escopeta con la que poner fin a la desgracia de su mujer por la vía rápida. Quiso asfixiarla cubriéndole la cabeza con una bolsa de plástico pero, cuando se dio cuenta de que le estaba provocando una muerte lenta y angustiosa, le quitó la bolsa y la estranguló con sus propias manos.

Terminado el horror, hundido, Vicente se entregó a la Policía.

Cuentan que no paraba de culparse. No por haber matado a Manuela, sino por no haber sido capaz de suicidarse a continuación.

Siempre que me entero de casos así, me acuerdo de la impresionante novela de Horace McCoy They Shoot Horses, Don’t They? («También se remata a los caballos», en la versión española). Caballos de la vida, si se nos rompe una pata, ahorrarnos el sufrimiento agónico no tiene nada de crimen: es pura piedad.

Confío en que alguien tenga la caridad de hacerlo conmigo cuando me vuelva idiota ya del todo.

A Horace McCoy nadie lo remató. Penó en la miseria los últimos años de su vida y murió en medio de la indiferencia general.

Manuela ha tenido mucha mejor fortuna.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social y El Mundo (19 de octubre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de octubre de 2009.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2002/10/19 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: eutanasia el_mundo diario 2002 antología amor muerte | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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