Comentaba ayer unas declaraciones del ministro del Interior, Ángel Acebes, prodigiosas tanto por su incoherencia gramatical (casi insuperable) como por su estupidez argumental (insuperable).
Que un político francamente reaccionario se muestre como un político francamente reaccionario resulta natural, y hasta reconfortante. Nada tan irritante como un político reaccionario que se las da de progre. Pero no veo por qué un político, por el mero y común hecho de ser reaccionario, haya de ir por la vida dando patadas al diccionario y diciendo imbecilidades. Uno mira la política francesa, sin ir más lejos, y se topa con tropecientos políticos reaccionarios que hablan un francés culto y florido, que se pasan el día diciendo montones de reaccionarieces, pero reaccionarieces ingeniosas y bien traídas. Refutables, pero astutas; dignas de comentario.
Aquí tenemos una clase política que, como clase, es de párvulos. Y unos líderes de opinión que sólo ejercen de líderes en la medida en que la palabra les suena a inglés.
Lo que más me toca las narices es que seamos algunos militantes de eso que ellos consideran la anti-España los que debamos salir en defensa de lo más preciado del patrimonio de España: su lengua, destilado de siglos de historia y de ingenio popular.
Políticos, periodistas, publicitarios... Todos rivalizan a la hora de maltratar el castellano. Son la verdadera anti-España.
Acabo de oír en la radio un anuncio en el que la empresa pagante, financiera e internacional ella, afirma: «Le auguramos un futuro prometedor». Tócate los pelendengues. Lo que uno espera del futuro es que sea bueno; para las promesas ya está el presente. ¡Pedirte que les des tu dinero para que cuando llegues al futuro -cosa imposible, por otro lado- debas conformarte con más promesas!
Todos esos bodoques no sólo no dicen lo que piensan, sino que -y de eso es de lo que me quejo hoy, en concreto- tampoco piensan lo que dicen.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (17 de diciembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de diciembre de 2017.
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