Estaba esperando a ver cuánto tardaba, pero ya está: el secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetzky, ha anunciado que se va a reformar la ley para castigar más severamente las expresiones y comportamientos racistas y xenófobos en los recintos deportivos. Porque la moda española de más prestigio es ésa, hoy en día: en cuanto se ve que algo está mal y no conviene, los políticos se ponen de acuerdo y sacan una ley que lo castiga. Y si ya existe una ley contra eso, la endurecen. Seguro que la comparación les ofende, pero me recuerdan a Su Excremencia el jefe del Estado anterior (anterior el jefe, no el Estado), que decidió que la lucha de clases era un fenómeno muy negativo, e incluso tirando a marxista, y sacó un decreto para prohibirla.
De este furor legislativo que nos invade, la ley que me ha parecido más curiosa es la que determina que las listas electorales habrán de ser paritarias entre hombres y mujeres, al menos en una relación de cuatro a seis. Cuando supe de ese proyecto legislativo, me pregunté qué harán los partidos feministas, caso de que se apruebe. Tendrán que incluir un 40% de hombres. Sus integrantes habrán de rezar para que la ley electoral mantenga las listas cerradas y bloqueadas. ¡Sólo faltaría que se vieran obligadas a meter hombres por imperativo legal y que al final fueran ellos los electos!
Sarcasmos aparte, lo que me preocupa más es que se esté generalizando la idea de que para transformar la realidad social lo esencial es que haya una buena ley que lo diga y que castigue mucho a quienes se resistan. ¿Que el tabaco es rematadamente malo? Ley al canto. ¿Que la gente bebe alcohol y conduce? Multas millonarias y carnés de puntos. ¿Que muchos maridos, novios o lo que sea maltratan a sus parejas, presentes o pasadas? Acreciéntense las penas de cárcel. Y así todo.
Estoy lejos de proponer que las conductas execrables queden impunes. Lo que sostengo es que los problemas no se resuelven por decreto (aunque a veces pueda haber decretos que ayuden a combatirlos, claro está). Me rebelo contra la descarada tendencia de la clase política a responder a las alarmas sociales –muchas veces inducidas por los medios de comunicación, ávidos de carnaza– recurriendo al fácil expediente de aumentar la panoplia legislativa, lo que le permite disimular su escaso interés o su directa incapacidad para actuar sobre los factores de fondo que condicionan los comportamientos machistas, violentos, racistas, xenófobos, etc.
Actuar directamente sobre la realidad es –qué duda cabe– mucho más laborioso. Obliga a organizar a la gente, a movilizar a los partidarios, a discutir con quienes se oponen, a tratar de transformar las conciencias. Como se pueda. En la medida en que vaya pudiéndose.
Pero no nos engañemos: las leyes penalizan lo existente; no lo cambian.
Javier Ortiz. El Mundo (13 de marzo de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: La ley como remedio universal.
Comentar