Nunca he negado mi fascinación por José María Cuevas. La aliento desde que supe que este hombre se convirtió en indesmayable presidente de los empresarios españoles sin haber sido jamás empresario, y vi con qué desparpajo daba –y sigue dando– lecciones de democracia a todo el que se le coloque a tiro, pese a no haber abjurado jamás de su añeja militancia falangista.
Una desenvoltura tal merece el general reconocimiento (amén del reconocimiento de más de un general, supongo).
Cada discurso de los que Cuevas pronuncia tras ser reelegido para el cargo –y ya van siete veces– tiene su punto. El que se marcó el jueves pasado no ha sido excepción. Lo aprovechó para demostrar lo mucho que desconfía de las reformas estatutarias, del proceso de pacificación en Euskadi y, en general, de todo lo que pueda distinguir al PSOE del PP. Porque Cuevas es presidente de las organizaciones empresariales españolas pero no olvida que, como dijera Carlos Marx, «la política es la expresión concentrada de la economía», de modo que él habla de política para hablar más concentradamente de economía, y no perder el tiempo.
El problema que tiene don José María es que su aprendizaje de la democracia, hecho a buen seguro en un curso acelerado del Forcem, le dejó algunas lagunas inquietantes. Así, aprendió que no hay que negarse a que la gente vote –lo que en su caso es sin duda un importante avance, viniendo de donde viene–, pero no se quedó con la idea de que el ejercicio de votar puede servir para elegir entre alternativas políticas diversas.
Él considera que las opciones políticas responsables deben ser sustancialmente iguales. De ahí que reproche al Gobierno apoyarse en un consenso «que apenas supera el 50%», en vez de ponerse de acuerdo con el PP para garantizar una política que tenga «un apoyo superior al 80%». Lo que hace Zapatero le parece garrafal, porque supone «dejar fuera a media España y condenarnos a un continuo vaivén del marco legal según quién gane las elecciones cada cuatro años».
Como viejo en estas lides –y en todas–, Cuevas no ignora el truco más eficaz del polemista fullero: juntar tal cantidad de falsedades y absurdos en la misma argumentación que el oponente se vea sumido en el desconcierto, no porque no sepa qué responder, sino porque no sabe por dónde empezar.
Me conformaré con responder a los puntos clave de su perorata.
1º) Las cifras que expone son falsas. La política de Zapatero, en los aspectos que él menciona y de acuerdo con los últimos datos disponibles, cuenta con un respaldo electoral y parlamentario muy superior al 50%. Cercano al 60%, incluso.
2º) La democracia consiste en que se hace lo que propugna la mayoría. Si se actúa de acuerdo con la mayoría, no se deja fuera «a media España». Sólo se coloca a la minoría ante la necesidad de resignarse a ser lo que es. Porque la otra opción sería que la minoría decidiera lo que debe hacer la mayoría.
3º) Si tanto le entusiasman los grandes consensos, ¿por qué no dirige Cuevas sus reproches a Rajoy por quedarse al margen, con su minoritario 37,3%? Que lo sume a las posiciones del Ejecutivo de Zapatero. Así elevaría el bendito consenso hasta las cumbres del 100%, lo que sería un ejemplo para todo el mundo mundial, además de la mismísima repanocha.
4º) Sobre «el continuo vaivén del marco legal» que se produce «según quién gane las elecciones cada cuatro años», convendrá precisar –amén de que si se produce cada cuatro años no es continuo– que en ese punto reside, o debería residir, al menos, la esencia de la democracia. Los partidos tienen sus propios programas, que es bueno que presenten perfiles diferenciados, más que nada para no estafar a los electores obligándoles a elegir, como dicen los franceses, entre «blanc bonnet et bonnet blanc».
Y lo dejo aquí, que esto es sólo un Apunte de nada, y no una tesis doctoral sobre ortópteros empresariales, que tampoco es cosa.
Nota de edición: Javier publicó una columna de igual título en El Mundo: La democracia de Cuevas.