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2003/05/23 06:00:00 GMT+2

Jetillas del gremio

Me niego a seguir aburriéndoles a ustedes a cuento del proceso electoral, que cada vez me recuerda más a la obra homónima de Franz Kafka.

«¡Como un perro!», me parece recordar que musita el protagonista de la novela cuando unos cuantos burócratas archivan finalmente su absurdo deambular por esta feria del disparate que es la vida.

De ese estilo me siento yo tras desayunarme con la audición de unos ripios patéticos de Joaquín Sabina en defensa de la candidata Trinidad Jiménez.

«Tu quoque, fili mei?» -pienso, mientras lavo la taza del café y me alegro de carecer por completo de impulsos suicidas.

Así que cambio de tercio.

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Sigo recibiendo correspondencia a propósito del caso Zicolillo, al que me referí ayer de pasada.

«¡Quién lo iba a imaginar!», me comenta un lector de ambos.

¿Que quién lo iba a imaginar? Yo mismo. Hace siglos que tengo perfectamente desmitificado el género humano, en general, y el subgénero de los periodistas, muy en particular. No necesito que me ilustren acerca de lo tramposos que podemos ser, sobre todo cuando nos hemos pasado varias horas reflexionando sobre cómo pagar la renta del piso y no hemos encontrado solución al enigma.

Que el periodista que jamás haya hecho trampa tire la primera piedra.

Yo me tengo por un prodigio de honradez porque sólo he hecho -que recuerde- trampas veniales. Siendo joven y menesteroso, llegué a escribir reportajes sobre lugares que nunca había pisado, e incluso publiqué críticas de películas de las que no había visto ni los créditos.

De lo de los viajes no me arrepiento nada. Escribía a cuenta de un prestigioso periodista, ya difunto, que me tenía de negro. Como no firmaba con mi nombre, mi reputación -por otro lado inexistente- quedaba intacta. De todos modos, él tenía que saber que, pagándome lo que me pagaba y poniéndome los plazos que me ponía, era imposible que yo me desplazara para adquirir un conocimiento de primera mano de los lugares que me obligaba a describir.

La verdad es que, como me daba un tanto de vergüenza mi desenfado, solía hacer alguna llamada de teléfono para tratar de informarme. Lo cual a veces daba frutos positivos, pero otras no. Me fue de gran utilidad una conversación con un médico del valle de Cabuérniga, bello lugar de cuya existencia yo lo ignoraba por entonces todo, incluido su emplazamiento. El hombre me proporcionó información tan rigurosa que me gané una encendida felicitación de mi patrón. A cambio, no me sirvió de nada una frívola conversación sobre la isla de Tabarca que mantuve con una joven alicantina a la que por entonces yo tiraba los tejos. Si me dijo algo de interés -acerca de la isla, me refiero-, no me enteré. De modo que escribí: «Frente a la costa de Santa Pola, verá el viajero el perfil de la isla de Nueva Tabarca. Pase de largo. No se perderá nada».

Lo peor es que ese monumental disparate salió publicado.

El asunto de las películas fue diferente.

Todo aquel que haya acudido de enviado especial a un festival de cine por cuenta de alguna publicación pobre sabe perfectamente de qué hablo. El problema no es que te pongan películas a las 10 y las 12 de la mañana, y luego a las 4, las 6 y las 8 de la tarde, para rematar con otra a las 10 de la noche.

Esa dificultad, por considerable que resulte, aún puede ser abordable. El escollo físicamente insalvable aparece cuando no te ponen una película a cada una de esas horas, sino varias.

Nadie es ubicuo. Si formas parte de la delegación de un medio importante, no pasa nada: la expedición consta de varios elementos y se distribuye la faena. Pero ¿qué hacer cuando uno mismo es toda la expedición? Pues muy sencillo: ponerse de acuerdo con otros enviados especiales de medios igual de cutres que el propio, que tengan criterios ideológico-político-artísticos similares... y hala, a repartirse el trabajo. Se queda a la hora de la cena y se intercambian las experiencias del día. «Yo he visto ésta, la otra y la de más allá», dice el uno. «Pues yo la de Fulano, la de Mengano y la de Perengano», apunta el otro. «A mí me ha tocado lidiar con la húngara, la afgana y la de Timor Leste», aporta el tercero. «Pues venga, manos a la obra», remata el coro. Y a tomar notas.

En cierta ocasión yo llegué a un pacto así con otros dos colegas a los que había conocido en medio de una protesta contra no sé qué injusticia. Nos caímos bien y quedamos para ayudarnos mutuamente. El problema surgió porque, como deberíamos haber supuesto, no teníamos idénticos criterios con respecto a todo. Uno de ellos me aportó ideas para una crítica que, así que apareció publicada, fue fulminantemente tildada de machista por varias lectoras. Una escribió una carta de protesta en la que decía que parecía mentira que alguien como yo dijera esas cosas. ¿Cómo que parecía mentira? ¡Era mentira! Yo no había visto la película y malamente podía defender lo que había escrito. Pero a ver cómo explicas eso.

En las trampas periodísiticas, como en todos los asuntos humanos, hay clases. Mi tolerancia es mucha cuando se trata de trampas veniales, a las que recurrimos -el tiempo verbal vale lo mismo para el presente que para el pasado- los periodistas de última fila cuando nos encontramos con que no sabemos -no sabíamos- de dónde sacar para comer. Pero llevo rematadamente mal las trampas rijosas de los santones del periodismo, que saben que nadie va a poner de vuelta y media sus ejercicios de deshonestidad porque, «qué caramba, todos somos colegas». Inclúyanse ahí los reportajes en vivo y en directo firmados desde el avión que les conduce -o no- al escenario de la noticia, las citas que no tienen atribución de fuente porque acaban de ser inventadas sobre la marcha, las historias que no precisan de protagonista porque el protagonista es el propio autor y las autoexaltaciones a los altares con firma del cuerpo 16 y aplauso general.

Nunca contribuiré a colgar del palo más alto al pobre reporterín que se ha ido a dormir a una tienda de campaña para quedarse con la dieta del hotel. A cambio, me cagaré mil veces en los muertos de los jefes que se reúnen a discutir en un restaurante de setecientos tenedores sobre cómo poner fin a las chapucillas de los curritos, que tanto dinero les cuestan.

Perdonen ustedes si me ha salido la vena demagógica. Mi sistema sanguíneo es ya viejo y da de sí lo que da.

Javier Ortiz. Diario de un resentido social (23 de mayo de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2017.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.2003/05/23 06:00:00 GMT+2
Etiquetas: mentiras periodismo diario 2003 corresponsal_de_guerra jorge_zicolillo | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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