ETA ha asesinado a Ernest Lluch y ya están los medios de comunicación entregados a su tarea de siempre: convertir a la víctima en santo.
La universal manía de maquillar las biografías de los difuntos -paralela al trabajo de acicalar sus cuerpos antes de soterrarlos- se vuelve doblemente irritante en estos casos. Es como si se creyera que, de no haber tenido las víctimas una existencia ejemplarmente impoluta, su asesinato fuera menos odioso.
Estamos ante otra variante de ese insoportable rollo de «las víctimas inocentes». Como si las hubiera culpables. La perversión de ETA no estriba en que mata gente estupenda, sino en que mata, y no tiene derecho, y es un crimen hacerlo, y lo sería aunque el asesinado fuera un tipejo vomitivo.
Quienes estamos en contra de la pena de muerte -la aplique el Estado o corra a cargo de una organización con vocación de Estado- no nos oponemos a ella sólo cuando el ejecutable no ha cometido ningún delito (¡estaría bueno!), sino también cuando es un perfecto malhechor, o incluso un asesino.
Sirva este preámbulo no sólo como crítica del inconveniente comportamiento de nuestro establishment, sino también como aclaración previa de lo que sigue.
Porque voy a explicar por qué a mí, lo que es, Lluch no me caía nada bien.
Lo conocí en los inicios de la transición, cuando era uno de los más destacados dirigentes de la Federación de Partidos Socialistas. La FPS agrupaba a diversas organizaciones territoriales de ideología socialista radicalmente enfrentadas al PSOE. Lluch, que aunque catalán ejercía por entonces de valenciano, solía acudir a las reuniones del organismo unitario de la oposición antifranquista, Coordinación Democrática, en representación de la FPS, junto con el madrileño Enrique Barón, el andaluz Alejandro Rojas Marcos, el aragonés Emilio Gastón, el gallego Xosé Manuel Beiras y alguno más.
Tuve varias reuniones con ellos. Recuerdo una en especial, en petit comité, en la que varios de ellos -Lluch y Barón, destacadamente- echaron las peores pestes del PSOE. Pusieron a González, Guerra, Múgica y compañía de sinvergüenzas para arriba.
Cuando la siempre desigual balanza de la transición se inclinó definitivamente del lado de la reforma, la FPS saltó hecha añicos. Lo mismo que el PSP de Tierno Galván.
Algunos de los integrantes de la FPS renegaron de sus anteriores fobias y se pasaron al PSOE. Fue el caso de Lluch y de Barón. Otros, como el valenciano Vicent Ventura o como el ya citado Beiras, no pasaron por el aro. Los primeros fueron debidamente recompensados: González nombró a Lluch ministro de Sanidad de su primer Gobierno. A Barón le asignó -me parece recordar- la cartera de Transportes.
Como ministro, Lluch resultó particularmente decepcionante. Fue escandaloso lo que hizo -o lo que no hizo, si se prefiere- en relación al aborto, burlando sus propias convicciones.
Apartado del Gobierno, recaló en la Universidad de Verano de Santander. Con él como rector, la Menéndez Pelayo se convirtió estío tras estío en lo que alguien llamó acertadamente «un congreso de felipistas en bañador». Allí se juntaban todos para pasarse unos días estupendos en el palacio de La Magdalena, viviendo a cuerpo de rey, trabajando muy poco y cobrando mucho. Encantado del chollo, se mantuvo en el cargo todo lo que pudo, e incluso más, al parecer: alguien me contó que Lluch siguió de rector durante un tiempo en condiciones irregulares, cuando ya se le había agotado el plazo legal.
Le perdí el rastro hasta 1994, año en que se convirtió en adalid, junto con José Luis de Vilallonga, de la denuncia de una supuesta «conjura republicana» en la que, según ambos, estaban comprometidos Mario Conde, Pedro J. Ramírez, Antonio García Trevijano, Luis María Ansón y «alguien próximo a Alfonso Guerra».
Lluch tuvo la estrafalaria idea de mezclarme a mí en aquel invento. Escribió en La Vanguardia que yo era «la guinda izquierdista» de la conjura. Qué mamarrachada.
He oído contar que últimamente, aparte de impartir clases en la Universidad de Barcelona, participaba en una tertulia de la Ser. No la he oído nunca. Dicen que en ella solía abogar por una solución negociada del conflicto vasco.
Acabo de escuchar a alguien por la radio que ha glosado esa posición suya y ha dicho: «Esto hace aún más absurdo su asesinato, si cabe».
Pero es que no cabe.
Quiero decir que su asesinato es una barbaridad y una infamia, sostuviera las posiciones que sostuviera en relación con el conflicto vasco y quepa formular las quejas que se quiera sobre su trayectoria política.
No tiene nada que ver.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (22 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de mayo de 2017.
Nota: Al día siguiente, Javier Ortiz escribió Ernest Lluch (2).
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