Ya he contado alguna vez que en mi casa de Aigües, cerca de Alicante, en el campo, recibo la visita de un buen puñado de gatos que deambulan en libertad por la zona.
Hay algunos que en cuanto ven que llego se plantan en el jardín, delante de la puerta de casa, reclamando que les dé de comer, y ya se quedan por las cercanías hasta que regreso a Madrid.
Los cuido lo mejor que puedo. Los gatos -las gatas, en especial- me caen bien, y no dudaría en comprar alguna para que nos hiciera compañía, pero estamos demasiado tiempo ausentes y no es plan.
Los gatos que viven en libertad no son como los domésticos. Si los ves nacer y los cuidas desde que toman teta -cosa que me ha sucedido en los últimos años con un par de camadas-, se acostumbran a ti y puede que alguno permita que lo cojas alguna vez, pero lo normal es que se muestren reacios. En todo caso, si los conoces pasado ya un tiempo, apenas te permiten confianzas.
La familia que me ronda más en los últimos meses, compuesta de una madre, dos hijas y un hijo, es de este último género. La madre no sé de dónde viene y las criaturas las conocí cuando ya tenían más de un mes. Hay una que se deja acariciar, pero sólo cuando te colocas junto a la comida y tiene hambre. Las otras, ni eso. He tratado de aleccionarlas, pero no hay modo. Son relativamente confiadas, pero no admiten mimos.
Me hace gracia que los cuatro -las cuatro, habría que decir en lógica democrática, porque son mayoría las hembras- van siempre en grupo. No se separan para nada. Juegan, riñen, pasean, comen... Todo lo hacen en familia. Son tan parecidas -blancas con algunas manchas de color canela- que cuesta distinguirlas.
A veces se presenta el que supongo que es el padre, un gatazo rubio. Me gusta de él que, cuando les pongo comida, deja que primero se sacien las crías, y sólo después se ocupa de sí mismo.
Admito que, como me divierte jugar con los gatos, me frustra tener tantos tan cerca y que ninguno se avenga a comportarse como los domésticos.
Hasta ayer.
Ayer por la tarde salí al jardín y vi que un gato grande y oscuro, de listas atigradas grises y negras, desconocido para mí, estaba comiendo de los cuencos en los que pongo pienso a las gatas. Según me vio, salió zingando, pero le siseé para llamarlo y se detuvo. Volví a chistarle y, poco a poco, se fue acercando. Le hablé en tono cariñoso y ya no dudó más: volvió a los cuencos y se puso a comer apaciblemente.
Me acerqué y, aunque me miró con cierta desconfianza, no se movió. Lo acaricié, y siguió tan pancho. Le dejé que comiera. Cuando acabó, me senté en el suelo y volví a llamarlo. Vino y, para mi sorpresa, se me subió al regazo. Me puse a jugar con él y me siguió la gracia. Al cabo de un rato, se bajó tranquilamente y se marchó. No lo he vuelto a ver.
Me quedé pensativo. Semanas y más semanas de cuidar a las gatas blancas y canela, de tratarlas como si fueran de la familia, y ni una mala zalamería. Y llega éste, con una pinta de fiera que echa para atrás, y se pone mimoso y juguetón a las primeras de cambio.
Qué curiosos son los gatos. Y qué diferentes entre sí.
Siempre he pensado que se parecen muchísimo a los humanos.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (12 de octubre de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 8 de octubre de 2009.
El autor del recuerdo que hoy recuperamos es Luis Cuevas. Muchas gracias a Luis y a Manuel Pastor por el chivatazo.
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