¿Qué es «la izquierda»?
Se suponía -yo suponía- que ese término había de servir para designar genéricamente, sin mayores matizaciones, a las personas y fuerzas políticas o sociales partidarias de transformaciones de signo igualitarista. Pero la experiencia me ha demostrado sobradamente que no.
Porque el hecho es que «la izquierda», en la conciencia social, abarca a muchas personas, partidos políticos, sindicatos y organizaciones de toda suerte y condición que no mueven un dedo para conseguir transformaciones igualitaristas, o que incluso hacen lo posible, de hecho, para que no se produzcan.
Hay quien tiene la tentación -yo la he tenido- de resolver el problema negando que tal o cual partido o personaje sea realmente de izquierda: «¿El PSOE, de izquierdas? ¡Amos anda!..». Algo así como esos cristianos de base -de lo mejorcito que se pasea hoy en día por estos lares, dicho sea de paso- que se dedican a intentar convencer al mundo de que el verdadero mensaje de Cristo no es el que patrocina el Vaticano; que el verdadero cristianismo es otra cosa, a saber, la suya. Es una práctica tentadora, pero de escasa relevancia práctica. El lenguaje colectivo no se puede remodelar a gusto del consumidor, y eso lo sabe muy bien la Academia Española de la Lengua, que se suele pasar años sermoneando a la gente y diciendo que tal palabra no tiene el significado que se le da («enervar no significa poner nervioso, sino todo lo contrario», «lívido no equivale a pálido, sino a amoratado», «sofisticado no quiere decir refinado, sino construido con sofismas», etc.) y que, al final, siempre se rinde y acepta el uso popular, porque es el que hace que las personas se entiendan. Y ésa es la cosa: que, para la mayor parte del personal, el PSOE es de izquierdas. Las palabras significan no lo que nosotros decidimos por nuestra cuenta, sino aquello que la mayoría entiende cuando se pronuncian.
Pero resulta que tampoco en su acepción popular el término «izquierda» sirve en estos momentos para designar nada mínimamente concreto. Y es que abarca demasiado, y demasiado variado: desde el felipismo hasta el estalinismo, desde Castro a Willy Brandt, desde «Sendero Luminoso» a Jaime Paz Zamora, desde Teng Siaoping a Camilo Torres, desde Mario Soares a «Artapalo», desde Julio Anguita a Ho Chiminh, desde Bertolt Brecht a Fernando Savater, desde Georges Marchais a Mitterrand. ¿Qué hay de común en toda esa amalgama? Nada. Algunas referencias, algunas querencias culturales, a lo sumo, cada vez menos y tan superficiales que más confunden que aclaran. Hoy, en cada una de las grandes opciones políticas que se plantean, no ya estratégicas, sino incluso inmediatas, la «izquierda» nunca hace bloque común. Tómese el asunto político de moda: Maastrischt. En toda Europa la presunta «izquierda» aparece radicalmente dividida ante el Tratado de marras.
¿Vale la pena gastar energías para tratar de convencer a medio mundo de que se equivoca al utilizar el término «izquierda» con tanta liberalidad? Francamente, me parece que lo más práctico es dejar que se vaya muriendo, de puro inútil.
Algo semejante ocurre con el término «progresismo». En mi opinión, la dicotomía progresismo / conservadurismo es una herencia (otra herencia) de los tiempos en que las fuerzas revolucionarias albergaban el convencimiento de que la Historia avanzaba en un sentido positivo, favorable a su causa. Se suponía que tratar de conservar lo existente era, en términos generales, lo característico de las clases dominantes. «El proletariado no tiene nada que perder y todo un mundo por ganar», sentenciaron Marx y Engels, poniéndose más poéticos que científicos. Había que acelerar la marcha de la Historia.
El progresismo no ha resistido la prueba del tiempo. Hemos podido comprobar que «lo existente» no es unívoco. Hay muchas cosas existentes que el progreso (o sea, el desarrollo de la Historia) tiende a destruir (la Naturaleza, por ejemplo) sin que eso sea uniformemente positivo (aunque tampoco invariablemente negativo). Hay también en «lo existente» parcelas de realidad que resultan escasamente estimables, pero que corren el riesgo de verse sustituidas por otras aún peores, conforme al principio de Juan de Mairena según el cual «no hay nada que sea absolutamente inimpeorable».
Parece evidente que estamos pasando por momentos de crisis ideológica. Quienes seguimos tratando de definirnos por nuestra oposición a la organización social vigente -y a los Estados que la defienden- cada vez encontramos menos asideros teóricos y conceptuales en los que refugiar nuestro vértigo ante una realidad adversa y arrolladora.
Admito que se me tache de optimista irreductible, pero considero que esta crisis es muy positiva. Ha puesto a prueba nuestras teorías y ha ayudado a evidenciar muchas de sus flaquezas, insuficiencias y desvaríos. Nos ha permitido realizar un reexamen implacable de las tradiciones culturales revolucionarias, lo que ha tenido un espléndido resultado destructivo: nos hemos cargado toda una batería de dogmas y tics teóricos que se han revelado erróneos y, por tanto, inútiles, cuando no perjudiciales. ¿Que no tenemos a punto otro aparato conceptual para que tome el relevo? Cierto. Pero nunca estaremos en condiciones de irlo creando si permitimos que su espacio esté ocupado por mitos y espejismos que no tienen más virtualidad que la de aplacar nuestras inseguridades. Saber lo que no se sabe es la condición primera del conocimiento. Los más viejos del lugar quizá recuerden esta máxima: «Definir un problema es ya empezar a resolverlo.»
Estas líneas sólo pretenden añadir un par de fetiches más («la izquierda» y «el progresismo») a la lista de lo debe ser puesto en cuarentena.
No es sólo un problema teórico. Tiene también repercusiones prácticas, y algunas muy concretas, incluso en el terreno de la práctica política diaria. Porque dejar de creer en «la izquierda» implica abandonar la dicotomía izquierda-derecha, esto es, desactivar también la idea de la «derecha». Tal como está la vida de complicada, hay que pensar las cosas desde el principio, sin prejuicios. Por ejemplo, en el referéndum francés que ahora se prepara, alguien que piense en términos de oposición radical al Poder está abocado a coincidir con un líder derechista como Philippe Séguin en no pocas de sus reflexiones anti Maastricht. En cambio, está obligado a rechazar lo esencial de las posiciones de ese tipejo «de izquierdas» llamado Mitterrand.
Aunque no todas: también los partidarios del «sí» en Francia aportan algunos argumentos dignos de consideración.
Esa es la cosa: que hoy en día es necesario repensarlo todo. Y eso es lo mejor. Resulta de lo más estimulante.
II
Continúo y amplio la reflexión que ya inicié hace meses en estas páginas en relación con las limitaciones y ambigüedades que presenta en los tiempos actuales la oposición izquierda / derecha y, más en particular, a los problemas teóricos que plantea el uso del término «izquierda».
Llamé entonces la atención sobre el hecho de que, si el término «izquierda» sirve para designar, en el habla general, realidades tan diferentes como el zapatismo, el félipismo, el castrismo y la socialdemocracia alemana, y a personajes tan dispares como «Artapalo», García Márquez, Yasir Arafat, el subcomandante Marcos y Felipe González -por poner sólo algunos ejemplos-, es que no sirve para nada o, al menos, para nada útil. Porque despista más que orienta.
De entonces a aquí, he comprobado que el término sigue empleándose profusamente. De lo que he deducido que, si a mí no me resulta útil, a muchos otros sí. ¿Por qué?
Le he dado muchas vueltas. Y aún se las seguiré dando. De momento, he descubierto ya dos aspectos nuevos, que no figuraban en mi reflexión inicial. Me referiré a ellos a continuación.
He comprobado, para empezar, que en mi anterior articulo minusvaloré las virtualidades del término «izquierda» como clasificador cultural, o, si se prefiere, que lo sobrevaloré como clasificador político concreto.
Me explico.
Para muchísimos, decir de algo o de alguien que es «de izquierda» sirve para hacerse una idea sobre su orientación en un amplio conjunto de materias (incluyendo algunas políticas, aunque en funciones de definición cultural). El que, la que o lo que es «de izquierdas» se supone que tiene más probabilidades de estar a favor del derecho al aborto que de militar en una organización «Pro-Vida»; de entender la eutanasia; de no sentir demasiada simpatía por la política exterior norteamericana; de tener paquete a Julio Iglesias; de ver con malos ojos al Vaticano en general y al papa Wojtyla en particular; de no soportar los reality shows; de preferir las películas en sala de cine que en televisión; de oponerse al racismo y la xenofobia; de tener un comportamiento sexual sin demasiados tabúes...
Para quienes estamos muy politizados, todo esto puede parecer secundario o, en todo caso no capital, en la medida en que se puede pensar en esa dirección y, a la vez, defender el orden social imperante, e incluso votar a Felipe González.
Pero hay muchos, muchísimos para los que ese conglomerado de coincidencias es muy importante, porque testifica de la posibilidad de un lenguaje, de unas afinidades, de unas actitudes comunes. Lo que esperan de sus semejantes no es una militancia política concreta, sino poder relacionarse con ellos de manera relativamente confortable. Y saber de alguien que se considera «de izquierdas» les proporciona una información importante en ese sentido concreto, que es lo que más le importa.
Es de esta faceta cultural del término «izquierda» de la que se aprovechan algunos políticos -entre nosotros, muy notoriamente, los felipistas- para disfrazar su carácter reaccionario y neutralizar a una parte importante de la oposición, con el cuento de que, si ellos pierden el Poder, lo ocupará «la derecha».
Mi planteamiento anterior resultaba también deficiente porque no recogía el hecho de que, si el término «izquierda» no resulta políticamente nada definitorio, en cambio el término «extrema izquierda» sí. He podido comprobarlo en persona muy recientemente, cuando el exministro Ernest Lluch me acusó públicamente de haberme apuntado a una conspiración republicana -que, dicho sea de paso, y por lo que yo sé, no existe-, argumentando que participo en ella porque soy de «extrema izquierda» y, en consecuencia, «anti-sistema».
Esa identidad «extrema izquierda» = «anti-sistema» parece clara para casi todo el mundo. Se ve que permite clasificar a las personas sin excesivo margen de error. De acuerdo que tiene sus inconvenientes: en primer lugar, no se sabe muy bien qué es eso del «sistema»; en segundo lugar, el uso de la expresión «extrema izquierda» legitima el término «izquierda» (no se puede estar en el extremo de algo que no existe), lo que nos devuelve al comienzo del problema. Pero, por lo menos, y a diferencia del término «izquierda», la expresión «extrema izquierda orienta más de lo que despista. Algo es algo.
Personalmente, prefiero el término «radical». Señala que de lo que se trata -no sólo en política, pero también en política- es de no quedarse en la superficie de los problemas; que hay que ir a su raíz. Pero, como tampoco lo entiende así el común de los mortales, resulta igual de inútil.
Quizás el error de fondo esté en tratar de establecer un lenguaje preciso para reflejar una realidad que no lo es.
Javier Ortiz. El primer apunte está fechado el 30 setiembre de 1992 y el segundo el 31 de julio de 1994. Subidos a "Desde Jamaica" el 1 de enero de 2018.
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