Sucede con frecuencia que, cuando alguien no consigue que los hechos convengan a sus tesis o sus intereses, opta por deformarlos hasta que le encajan. Hace poco me ha tocado comprobarlo: un obispo emérito auxiliar dedicó una larga parrafada en este periódico a refutar una supuesta tesis mía que yo nunca había defendido (ni ganas), razón por la cual ni siquiera pudo entrecomillar lo que denostaba, regla de oro de todo polemista que se precie.
Algo semejante, aunque mucho más grave y a gran escala –a enorme escala–, está sucediendo con la disputa social sobre la inmigración no regulada. Es portentosa la cantidad de políticos y comentaristas que cuando hablan de ello utilizan datos que unas veces son equívocos y otras –las más– directamente falsos.
Por ejemplo: citan como verdad evidente que la inmigración irregular más grave y comprometida es la que nos asalta a diario en pateras y cayucos. Dejando de lado que las embarcaciones a las que aluden no son ni pateras ni cayucos (entérense de una vez, por favor, de qué es una patera y de qué es un cayuco), el hecho cierto es que el número de inmigrantes irregulares que llegan a España por esa vía es mínimo, comparado con la cifra de los que acceden a nuestro territorio por vía terrestre y aérea. Pero como esos otros flujos son más de goteo, menos noticiables y además no son culpa de Zapatero, sino de la sacrosanta UE, ¿para qué reparar en ellos?
Segundo tópico: «La economía española no puede soportar esa invasión». Un reciente informe de un importante grupo bancario, cuyas conclusiones nadie ha osado discutir, sostiene que las altas tasas de crecimiento que registra la economía española son deudoras del trabajo de la población inmigrante, sin el cual nuestra cuenta de resultados sería mucho más mediocre. Así que nos va bien gracias a ese problema.
Tercera incongruencia: ¿cómo puede ser que insistan en lo preocupante que es el envejecimiento de la población y las consecuencias económicas que puede acarrear a medio y largo plazo (por la cosa de la Seguridad Social, las pensiones, etcétera), y que, sin embargo, no aplaudan con alborozo la llegada de población inmigrante, joven, fértil y potencialmente cotizante? (Se me ocurre una explicación, pero no quiero acusar a nadie de racismo sin aportar pruebas.)
Cuarta: ¿por qué no reclaman que el Estado refuerce de verdad las inspecciones de trabajo, sobre todo en los ramos de la agricultura, la construcción, la hostelería y el servicio doméstico, y exigen que se endurezcan las sanciones a quienes proporcionen empleo ilegal, de modo que sólo un suicida se atreva a contratar sin papeles? Si lograran que se hiciera eso, verían cómo desciende la inmigración ilegal. Y la economía sumergida. Y, ya de paso, también el producto nacional bruto.
Pero no lo harán. Porque no argumentan. Sólo buscan coartadas.
Javier Ortiz. El Mundo (4 de septiembre de 2006). Hay también un apunte que trata de los mismo: Argumentos vacuos.
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