Sucede con frecuencia que, cuando alguien no sabe cómo colocar los hechos para que confirmen sus tesis o sus intereses, opta por deformarlos hasta que le encajan. Hace poco me ha tocado comprobarlo: un obispo emérito auxiliar dedicó una larga parrafada en El Mundo a criticar una supuesta tesis mía que yo nunca había defendido (ni ganas), razón por la cual ni siquiera pudo entrecomillar las frases que denostaba, regla de oro de todo polemista que se precie.
Algo semejante, aunque mucho más grave y a gran escala –a enorme escala–, está sucediendo con la disputa social sobre la inmigración no regulada. Es portentosa la cantidad de políticos y comentaristas que utilizan en sus argumentaciones sobre ese fenómeno, como si de hechos irrefutables se tratara, datos que unas veces son equívocos y otras –las más– directamente falsos.
Por ejemplo: citan como verdad evidente que la inmigración irregular más grave y comprometida es la que nos asalta a diario en pateras y cayucos. Dejando de lado que las embarcaciones a las que aluden no son ni pateras ni cayucos (entérense de una vez, por favor, de qué es una patera y de qué es un cayuco), el hecho cierto es que el número de inmigrantes irregulares que llegan a España por esa vía es mínimo, comparado con la cifra de los que acceden a nuestro territorio a través de la frontera de Francia o por vía aérea. Pero como todo ese flujo es mucho más de goteo, menos noticiable –no tiene foto– e imposible de controlar, pues... se deja de lado, y a correr. Además, ¿a quién podría interesarle, si la culpa no la tiene Rodríguez Zapatero, sino la sacrosanta UE?
Segundo tópico: «La economía española no puede soportar esa invasión». Un reciente informe de un importante grupo bancario, cuyas conclusiones nadie ha osado discutir, sostiene que las altas tasas de crecimiento que registra la economía española son fruto, en muy buena medida, del trabajo de la población inmigrante, sin el cual la cuenta de resultados finales del PIB sería mucho más mediocre. O sea, que resulta que nos va muy bien gracias a ese problema.
Tercera incongruencia suma: ¿cómo puede ser que las autoridades insistan en lo mucho que les preocupa el envejecimiento de la población y las consecuencias económicas que puede acarrear a medio y largo plazo (por la cosa de la Seguridad Social, las pensiones, etcétera), y que, sin embargo, no aplaudan con alborozo la llegada de población inmigrante, joven, fértil y potencialmente cotizante? (Se me ocurre una explicación, pero no es correcto acusar a nadie de racista sin pruebas.)
Cuarta: ¿han probado a reforzar de verdad las inspecciones de trabajo, sobre todo en los ramos de la agricultura, la construcción y el servicio doméstico, y a endurecer las sanciones a quienes proporcionen empleo ilegal, de modo que sólo un suicida se atreva a meterse en ese berenjenal? Si lo hicieran, verían cómo desciende la inmigración ilegal. Y la economía sumergida.
Y, ya de paso, también el producto nacional bruto.
Razón por la cual apuesto lo que sea y con quien sea a que no lo harán.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Coartadas vacuas.