La noticia no es que el Parlamento Europeo haya rechazado la propuesta de elevar el límite de la semana laboral a 65 horas. La noticia es que haya en Europa gobiernos sedicentemente demócratas, incluyendo alguno que se proclama socialista, que propongan tamaña barbaridad.
65 horas por semana significa una jornada laboral diaria de más de 10 horas (si es que al trabajador se le permite tener al menos un día de descanso). A ello debemos sumar el tiempo de desplazamiento entre su domicilio y el centro de trabajo, en recorrido de ida y vuelta, lo cual, en cualquier ciudad europea medianamente populosa, añade como poco otra hora a la ocupación laboral. En resumen: que abría de invertir en su empleo la mitad del día. A nada que duerma, ¿qué le quedaría para comer, realizar las tareas domésticas, tener relaciones –incluidas las familiares–, enterarse de qué pasa en el mundo, solazarse?
Dicen los adalides de la propuesta, encabezados por los gobernantes británicos (¡menos mal que son laboristas!), que no se trata de imponer la semana de 65 horas, sino de permitir que empresas y trabajadores puedan “pactarla libremente”. ¿Qué clase de libertad puede tener nadie para pactar nada cuando corre el riesgo de que, si rechaza lo que le proponen, lo pongan en la calle?
Es fantástica la desvergüenza de los dirigentes político-empresariales de la UE. De un lado, dicen lamentar lo mucho que está creciendo el paro en estos tiempos de crisis. Del otro, pretenden que la gente con empleo trabaje más y más horas y se jubile más tarde.
¿Y qué tal si el conjunto del trabajo disponible se repartiera mejor? ¿Y qué tal si se aplicara aquello de “trabajar menos para trabajar todos”?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (19 de diciembre de 2008). También publicó apunte ese día: Kilómetros y más kilómetros.