Inicio de las vacaciones escolares. Dado que mi trabajo puedo hacerlo en cualquier lugar, siempre que tenga un ordenador y una conexión a Internet disponible, las vacaciones de Charo, mi compañera, que es enseñante, marcan en buena medida mi propio calendario de desplazamientos.
En Navidades solemos dividir su periodo vacante en dos partes: primero vamos hasta el Cantábrico, a visitar a su familia –a mí ya no me queda nadie en Donostia–, y luego descendemos al Mediterráneo, a pasar el fin de año al sol que se supone que más calienta.
El plan me parecería muy aceptable si no fuera por los kilómetros que hay de por medio: Madrid, Miranda de Ebro (con parada y fonda, que ahí sí me queda familia), Santander, Bilbao (me toca radio el domingo), otra vez Santander, Reinosa, otra vez Madrid, Alicante, de nuevo Madrid…
En tiempos, cuando fui joven, me encantaba ponerme al volante, y llevé muy a gusto coches destartalados durante miles de kilómetros por carreteras infernales. Ahora me disgusta no ya sólo conducir (Charo y yo nos turnamos, lo que representa un gran alivio), sino incluso ir en coche. Me siento incómodo, me cansan los atascos, me duele la espalda, temo a los demás automovilistas… Sin embargo, no tengo más remedio que recurrir al automóvil, porque nos desplazamos con un montón de accesorios y cachivaches, y además, en nuestra casa de Alicante, que está aislada de la civilización, sólo se puede vivir si se cuenta con coche.
Todos los años por estas fechas echo de menos el viejo servicio de Renfe, ahora ya casi extinguido (¿o lo está ya del todo?), que permitía al viajero cargar su coche en el tren, hacerse el viaje de noche durmiendo lo que pudiera en su litera o en su cama, llegar fresco al punto de destino, recoger allí el vehículo y usarlo tan sólo para los desplazamientos locales imprescindibles.
Lo recuerdo con verdadera añoranza –tal vez lo mitifico– porque me serví de él durante los años ochenta del pasado siglo en bastantes viajes de trabajo (que eran a gastos pagados, lo cual mejora mucho todo). Dejaba el coche, esperaba plácidamente la salida del tren leyendo algún libro, una vez que el tren arrancaba me iba al vagón restaurante a cenar algo y a hacer tiempo, me retiraba luego a la cama… y a dormir.
Hay gente que lleva mal dormir en los trenes. A mí su traquetreo me arrullaba. A la mañana siguiente me sentía exultante.
En fin, que sé que hoy inicio un periplo larguísimo de kilómetros y más kilómetros de asfalto y parece que tenía ganas de desahogarme.