Es curioso cómo hemos ido asumiendo con el paso del tiempo los sobreentendidos del lenguaje cinematográfico. Cuando yo era crío, si en una película trataban de darte a entender que entre una escena y la siguiente habían pasado varios años, sacaban la imagen de un calendario al que se le iban cayendo las hojas. El siguiente recurso fue poner letreros: “Diez años después…”. Ahora dan el salto y, a nada que maquillen a los personajes con habilidad –y cuidado que saben hacerlo–, todos asumimos como la cosa más natural del mundo que ha pasado mucho tiempo, sin que nadie nos lo diga.
La televisión ha seguido un proceso paralelo. Los maduritos del lugar recordarán con cuánta reticencia fue acogida la iniciativa de TVE de poner en pantalla un pequeño icono esquinado, abajo a la derecha, que identificaba el canal que uno estaba viendo. “La mosca”, se lo llamó popularmente, ridiculizándolo. Ahora somos bastantes los que nos cabreamos cuando algunos canales no incluyen el icono de marras, porque no sabemos qué estamos viendo, o sintonizando.
No sé si con estas cosas vamos madurando o degenerando, pero al menos les encuentro un punto de utilidad: nos ahorran tiempo.
Lo que sigo sin tragar –y odio cada vez más, de hecho– es que en las series de televisión de corte más o menos humorístico haya siempre un coro de risas de fondo que nos indica didácticamente que tal o cual réplica merece ser celebrada por su gran ingenio. Resulta insultante. ¿Suponen que no somos capaces de determinar por nosotros mismos qué nos resulta gracioso y qué no?
Ayer estuve viendo Avanti!, de Billy Wilder. Hubo varias escenas en las que lloré de la risa. Les aseguro que nadie tuvo qué indicarme cuándo debía hacerlo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (14 de noviembre de 2008). También publicó apunte ese día: Localia, otro solar.