No hay una sola Navarra. Hay, por lo menos, dos.
Hay una Navarra que es íntegramente vasca; hasta la caricatura. Cuando me toca enseñar a algún foráneo la imagen más típica y más tópica de Euskadi, le monto una excursión que parte de Oiartzun, en Guipúzcoa, sigue por las curvas verdes y escarpadas de Aritxulegi, se detiene en la cumbre para ver los cromlechs que circundan el monumento al padre Donosti, obra de Jorge Oteiza, y desciende luego suavemente hasta llegar a Lesaka, que es un pueblo vasco como de postal, por paisaje, por arquitectura, por población y por idioma.
Sólo que Lesaka es Navarra.
Pero hay otra Navarra. U otras. Abajo, en la Ribera, hay momentos en los que uno se siente en Álava. En otros crees estar en La Rioja. Y pegando al este, en Aragón. También por paisaje, por arquitectura, por población y por idioma.
¿Qué habría que hacer con Navarra? ¿Dividirla en trozos y repartirla?
Cuando se habla de estas cosas, recuerdo el juicio de Salomón con las dos madres que reclaman al mismo niño. La madre más amorosa es que la que pide que el bebé siga vivo y entero, aunque se lo entreguen a la otra.
Querer a Navarra es quererla como es: diversa, compleja; incluso contradictoria.
Los fanáticos, en esto como en todo, convierten en irresolubles los asuntos más simples. Navarra no es menos vasca que Álava, si de rasgos históricos y antropológicos se trata. Pero Álava, que es otro rompecabezas, está entroncada sin demasiada discusión en la Comunidad Autónoma Vasca, y Navarra no. Es ilógico, pero es lo que hay.
En los tiempos de Ardanza y Alli, se alcanzó un acuerdo para formar un organismo conjunto que se encargara de las buenas relaciones de cooperación y vecindad vasco-navarras. Era una idea sensata, pero no tardaron en llegar los desaforados (¡en tierra de fueros!) que la hicieron imposible. Habiendo tantos lazos comunes, ¿por qué no asegurarse de que unen, en lugar de estrangular?
Es patético que, tantos años después, una iniciativa tan razonable siga constituyendo una reivindicación poco menos que utópica, que haya que ir a Madrid a negociar. Da cuenta de la ínfima calidad de nuestra vida política.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (20 de mayo de 2008). También publicó apunte ese día: Entre San Benito y Martín Medem.