Se está reabriendo el debate sobre la tauromaquia, cosa que me hace feliz, porque resulta de lo más deprimente que lo discutible se perpetúe sin discusión.
No hay mucha novedad en los argumentos que se esgrimen a favor. Tomaré dos de los más recurrentes.
Uno: dicen que si no fuera por las corridas, los toros de lidia, cuya crianza sale carísima, desaparecerían. ¡Qué detalle de amor a los animales y qué pena que quienes lo enarbolan nunca se acuerden de él cuando se trata de focas, elefantes y otras especies en vías de extinción! No nos vengan con bromas: lo que les preocupa de la desaparición de los toros de lidia es que ellos se quedarían sin su espectáculo.
Dos: sostienen que en los criaderos industriales los animales lo pasan mucho peor y mueren en condiciones mucho menos dignas. Dejando de lado que no veo qué dignidad confiere al toro que lo burlen, que le claven de todo, que lo desangren para derrengarlo y mermar al máximo su capacidad de defensa, que le obliguen a humillar la cabeza –el toro debe humillar: es el abecé del arte de Cúchares– y que acaben clavándole un sable y apuntillándolo, recordaré que no hay punto de comparación entre matar por gusto y matar para procurarse alimento, conducta esta última que los humanos compartimos con todos los demás integrantes del reino animal.
La otra, la de matar por diversión, es exclusiva de la especie llamada humana, que ya hace muchos siglos disfrutaba con los gladiadores que se lanceaban en el circo romano (a los que también trataban a cuerpo de rey hasta que los conducían a la muerte: ¡qué feliz coincidencia!).
Es ahí donde está la clave de mi oposición a la fiesta nacional. A diferencia de otros, a mí no es el sufrimiento del toro lo que más me conmueve, sino que haya humanos que prescinden de ese dolor para deleitarse con el ritual, para ellos artístico, que se sigue para matar poco a poco a un animal a lo largo de 20 minutos.
Algunos se burlan de mí diciendo que parezco una turista británica. Bobadas: en los festejos taurinos abundan las turistas británicas. Es la gente sensible, local o foránea, la que detesta ese espectáculo de agonía y muerte.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (27 de julio de 2008). También publicó apunte ese día: Euskadi: panorama veraniego.