Cuando la escasez entra por la puerta, el amor huye por la ventana. Durante un buen puñado de años, los principales dirigentes políticos y económicos del mundo entero nos han sermoneado con gran aplomo sobre la definitiva superación de las fronteras nacionales, la libre circulación de los capitales –que no de las personas, faltaría más– y las infinitas virtudes de la economía globalizada.
Ha venido la crisis y, visto y no visto, cada cual se ha puesto a trabajar con el mayor ahínco a favor de su chiringuito local, y sálvese quien pueda.
Los ejemplos abundan, pero uno muy llamativo nos lo acaba de ofrecer la crisis del gas entre Rusia, Ucrania y la Unión Europea. Todas las partes implicadas se han puesto a defender con saña implacable sus intereses particulares, haciendo caso omiso de los acuerdos y compromisos adquiridos. La UE quiere el gas ruso, del que se abastecen un buen puñado de los países que la integran, pero está obsesionada por mantener a raya el potencial económico y político de Moscú. Ucrania necesita el gas ruso, pero lo quiere a precios que no son los del mercado y, además, no duda en sisar una parte del que transita por los gasoductos que cruzan su territorio. Y Rusia utiliza el gas para apretar las tuercas a Ucrania y para chantajear a la UE. Dentro de la propia UE, son palmarias las diferencias que han mostrado ante esta crisis sus estados miembros, según se abastezcan más, menos o nada del gas ruso. Por resumir: nacionalismos (estatalismos, más bien) a espuertas.
En cuanto la crisis económica ha rascado el barniz cosmopolita de la supuesta aldea global, han reaparecido con plena fuerza los eternos fantasmas localistas. Disimulados; nunca enterrados.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (14 de enero de 2009). También publicó apunte ese día: En cuerpo y alma.